El gran teatro del mundo1. 1.

Ayer fui a la farmacia a recoger mi lote de 3 mascarillas asignadas a mayores de 65 y personas de riesgo. Al salir con las mascarillas en el bolsillo, una ya en la cara, había otras personas esperando en la calle, también enmascaradas. Entre ellas, y a pesar de la mascarilla, reconocí a un conocido. ¿Qué tal?, me preguntó. A la representación teatral, le dije. Y de súbito me asaltó la idea. Todos enmascarados, estábamos representando una gran obra de teatro. Y me acordé de las máscaras del teatro griego. La máscara de la comedia y la de la tragedia. Aún conservo colgada en la pared de mi casa una de la tragedia que compré en Atenas en aquel, hasta ahora, único viaje hecho allí con mi inolvidable amigo Santi. Algunas veces, cuando mis hijos y luego mis nietos eran pequeños estuve tentado de quitarla por si los asustaba pero siempre ha seguido allí porque en última instancia la tragedia también forma parte de la vida. Qué sensación caminar por donde habían pisado las plantas de Sócrates y Fidias, aquellos escultores de la palabra o de la piedra. Incluso colocar los pies en la misma muesca, aún conservada, de la piedra donde los pusieron los atletas en Delfos o en Olimpia para impulsarse en la carrera en las pistas donde celebraban los juegos junto a sus templos paganos. Sentarme sobre las piedras desde las que los ciudadanos escuchaban declamar a los actores la trágica historia de Edipo. El teatro. Tanta gente que conocemos haciendo teatro. Y de allí me fui, cómo no, a Calderón. Sí, era la situación ideal, el período por el que estábamos pasando era el gran teatro del mundo. Todos con máscaras para representar esa función universal con todos sobre el escenario del mundo. Ya no había camerinos en el teatro para las estrellas. Todos teníamos el camerino en casa. Y todos salíamos a la calle, al gran teatro del mundo, a representar nuestro papel. Infinidad de actores, cada cual con su papel bien aprendido. Este no hay que estudiarlo. Sólo representarlo. Esta vez sí, muy bien aprendido porque es el papel de nuestra vida, el papel que cada uno desempeñamos. Y ahí no podemos equivocarnos porque también los errores están dentro del papel. Jamás se había visto, ni en los mejores teatros de Broadway interpretaciones tan realistas, valga la palabra, como las que estamos viendo por cualquier plaza, pueblo, calle o supermercado. Una interpretación perfectamente ajustada al papel. El autor no puede quejarse de falseamiento, de sobreactuación, de falta de captación de matices por parte de los actores. Y todo esto sin necesidad de director, tan satisfecho de los primeros ensayos, que ni siquiera asiste ya a las pruebas, eliminadas por innecesarias. No sé yo si cuando Calderón de la Barca escribió su auto sacramental coincidió o fue a raíz de una gran epidemia como la que en 1348 asoló a Europa e inspiró el marco de Boccaccio para escribir “El Decamerón”. Aunque a esta peste del siglo XIV siguieron otras periódicamente por toda Europa, incluida España. Baste recordar como dato curioso que para prevenir que las epidemias de peste de 1640 a 1650 [2] entraran en Madrid, se tomaron precauciones como “mojar en vinagre las cartas y documentos provenientes de Valencia y que la correspondencia de Alicante y Orihuela se trajese a la Corte directamente sin pasar por Valencia” Y se ordenó que ninguna persona admitiera en su casa, posada o mesón a nadie que viniera de dichos lugares. Años antes Mateo Alemán alude a la peste en “El Guzmán de Alfarache”: “Líbrenos Dios de la enfermedad que baja de Castilla y del hambre que sube de Andalucía”. Hubo, por simplificar, muchos episodios de peste a lo largo de estos siglos, casi siempre coincidiendo con malas cosechas y afectando sobre todo a gente pobre. Nos sorprendería contrastar aquella obra de Calderón con los tiempos que estamos viviendo. Ni siquiera habría que cambiar los personajes. Siguen siendo, esencialmente, los mismos.

(Continúa).

San Juan, 22 de abril de 2020.
José Luis Simón Cámara.

[1] Obra de teatro de Pedro Calderón de la Barca, representada en Valencia el año 1641.
[2] Fechas por las que Calderón escribió su auto sacramental.

Sorpresas

Ya parece que se va acercando el principio del final de esta larga reclusión forzada por las circunstancias. Algunos la han considerado un abuso de poder. La mayoría la ha aceptado disciplinadamente. Quién sabe de qué parte estaba la razón. Quizá no se sepa nunca. Hay tantas cosas que no sabremos nunca. Imagina por un momento que mañana mismo podamos salir ya libremente a la calle. Sin restricciones. Aunque con guantes y mascarilla, si encontramos y de nuestra medida, porque yo llevo poniéndome una de esas de 6 horas durante más de mes y medio y los guantes son para manos más pequeñas y casi tengo que ponerme un guante en cada dedo. Todos salimos a la calle con falda o pantalones o bragas o camiseta y ¿quién se siente obligado? Todas las piezas del vestuario humano han necesitado un tiempo de adaptación. Acordaos si no del bikini. Cuántos sermones condenatorios desde los púlpitos. Cuántas miradas recriminatorias de los intransigentes, eso sí, sin dejar de mirar. Y ahora ya con las tetas al aire. Y nadie o casi nadie se sorprende. Un punto más en el largo ritual incorporado. Ya estamos en la calle. Supongámoslo por un momento. Hasta ahora, al llegar al bar, por la mañana, a tomarte el café, después de estrechar la mano a algún amigo, ahora ya en desuso, solías sentarte en un taburete junto a la barra, depositar sobre ella el móvil y las gafas, para que no te incomoden en el bolsillo, y, si estaba libre, hojear el periódico. Todo eso forma parte del pasado. Hay que evitar el contacto con las superficies del mobiliario urbano. ¿Cómo vas a colocar las gafas que te llevas a los ojos en la barra donde se apoyan todos los clientes? ¿Cómo vas a dejar ahí el móvil que manipulas permanentemente y después te llevas los dedos a la boca, a la nariz, a los ojos? ¿Y el periódico ojeado hoja a hoja después de haber visto una y otra vez cómo el monje Berengario se envenena pasando las hojas del segundo libro de la Poética de Aristóteles sobre la risa en “El nombre de la rosa”? Supongamos que el camarero es minucioso y esteriliza tazas y vasos y platos, porque si te queda la menor duda, ¿cómo vas a poner en tus labios esa copa rozada por tantos otros antes, o meter en tu boca esa cuchara? Pero si el camarero no lleva guantes o mascarilla, ¡adiós muy buenas! Sería quizá tu última visita. Aunque no sé yo si la elección del bar será posible. Muchos no van a volver a abrir sus puertas. No han soportado la presión económica. Alquileres, proveedores, suministro. Eso los dueños. ¿Y los camareros? La mayoría despedidos al comienzo de la crisis. Pobres camareros. Antes lamentaban, como todos, su trabajo monótono, repetitivo, el de siempre. Servir copas o platos o cafés, eso sí, poniendo buena cara. Porque uno puede entrar al bar como se encuentra, triste, alegre, eufórico, jodido, pero el camarero sólo puede estar amable y mejor, si cabe, sonriente, aunque acaben de extraerle una muela o se haya pillado el dedo gordo del pie instalando el barril de cerveza. Ahora seguro que añoran, como todos, aquella monotonía.

La reincorporación a la vida de siempre puede depararnos sorpresas. También tiene su aliciente. Es como salir a un mundo nuevo, al menos a un mundo distinto. Volveremos a encontrarnos con gente que había desaparecido de nuestro horizonte, aunque no habláramos con ellos, aunque no los conociéramos, pero que eran parte del paisaje, como los árboles, como las casas, como las calles. ¿Habrán cambiado mucho de aspecto? Pero habrá quizás otros que ya nunca más volvamos a encontrarnos.

San Juan, 21 de abril de 2020.
José Luis Simón Cámara.

Un mes ya y pico.

La verdad es que son ya muchos días de reclusión. Aunque, claro, eso depende también de quién lo diga. Porque poco más de 30 días ¿qué son para un condenado a cadena perpetua? Se echaría a reír del castigo. Y bien mirado, un tiempo como éste, sin prisas, sin aceleración, te permite valorar con más detenimiento todo lo que te rodea en tu casa. Si tienes casa, porque hay alguna gente, para ellos bastante, que ni siquiera tiene dónde estar recluida. A ver si va a resultar un privilegio poder estar recluido. Y en casa, por pequeña que sea, siempre hay algunas dependencias. Para comer, para dormir, para asearse, a veces para leer o ver la tele.

Ésas por lo menos. En algunos casos muchas más. Empecemos por la primera, sin duda la más importante. La cocina. De ella vivimos. En ella cocinamos lo que nos comemos, poco o mucho. Sin ese poco o mucho no podríamos vivir. Qué diversidad de objetos. Perolas, sartenes, cacerolas, ollas, fogón eléctrico o de gas o incluso de leña. La cantidad de cubiertos, cucharas, cuchillos, tenedores, cascanueces, tijeras, la tabla para cortar el chorizo o la cecina o los tomates, los utensilios de limpieza, estropajos, paños para las manos, detergentes, los armarios, la despensa con los espaguetis, el arroz, los garbanzos, las habichuelas, el frigorífico lleno o a medias de quesos, yogures, mayonesas. ¡diablos! La lista es interminable. Por cierto, se me olvidaba el pan. Ya sé que faltan aún muchas cosas, pero el pan no se puede olvidar. Aún recuerdo, y mi infancia no fue de las más desdichadas, cuando sólo nos ponían para merendar pan con aceite. El Pan no puede faltar nunca en ninguna casa. Al menos hasta hace poco. Bueno, estábamos en la cocina. Tenemos delante la cuchara. Y pensamos un momento en su utilidad. ¿Cómo podríamos tomarnos una sopa sin ella? ¿Y el cuchillo? ¿Íbamos a morderle al salchichón con los dientes? ¡Qué elegancia en ese corte limpio del queso, en esa loncha transparente del jamón! Y cuidado con no rozar el dedo. Yo creo que ha llegado el momento de dedicar un rato a esos instrumentos que cada día nos proporcionan una sinfonía gastronómica. Y no hemos salido del cajón de los cubiertos. Vamos a la mesa. La tenemos rodeada de sillas. Donde nos sentamos. Si no fueran firmes podríamos dar con el trasero en el suelo. Y ¿cómo apoyar la espalda sin respaldo? Ya estamos sentados delante de la mesa donde colocamos los alimentos. Bien distribuidos. Para poder ir cogiéndolos, cada uno en su momento. Porque cada cual es un mundo. Hay a quien le gusta antes de llevarse el vermut a los labios, morder una almendra, un berberecho, un mejillón, o bien un traguito de manzanilla de Sanlúcar bien fresquita con una aceituna de Andújar o una cervecita con anchoa y boquerón, el matrimonio que dicen por Murcia, o un vino de Jumilla, porque es el que tenemos más a mano, pero hay donde elegir, la Mancha, la Rioja, la Rivera, qué sé yo, de vinos andamos bien surtidos aunque los franceses piensen que como los suyos…. Y aún no hemos empezado a comer propiamente. Estamos levantando la copa, mirando los juegos de color al trasluz, esa pátina que se ve al otro lado del vidrio y ya casi experimentamos el sabor que todavía no ha llegado a nuestras papilas gustativas. ¡Qué conjunción de sensaciones, visuales, olfativas, gustativas, el contacto de la mano con el vaso y el sonido de los cubitos de hielo que se funden y golpetean unos contra otros y contra el vidrio haciendo saltar gotitas que nos salpican la cara y, a veces, nos manchan la camisa! Ya humean los platos en la mesa y se va percibiendo, mientras apuramos las entradas, el próximo sabor. Un simple plato de lentejas. Y nuestra mente comienza en silencio, sin que nadie lo explicite, a hacer un recorrido por su historia, desde la más antigua, allá lejísimos, cuando Esaú vendió a Jacob sus derechos de primogenitura por un plato de estas legumbres, hasta los refranes escuchados desde niños, cuando no nos gustaban, “si las quieres las tomas y si no las dejas” o la historia de que tenían mucho hierro, quizá sea verdad, para crecer fuertes y correr más que nuestros amigos. Ya se les puede hincar el diente. Pero tenemos delante todos los cubiertos. No se corta el pan con la cuchara ni se toman las lentejas con el tenedor. Cuántas cosas a tener en cuenta. Y todo eso mientras vamos conversando y escuchamos las noticias de la tele y miramos la lluvia o el viento a través de la ventana o escuchamos el revoloteo de los gorriones picoteando por las ramas de los árboles. Un poco de pan, por favor, échame más agua, abuelito, se me ha acabado el vino, ya estoy poniendo la carne o el pescado, a ver si se va a enfriar. En fin. No sé cómo nos aburrimos.

San Juan, 18 de abril de 2020.
José Luis Simón Cámara.

El grafitero.

No es fácil vivir entre los aplausos de las 8 de la tarde y el odio destilado en esa pintada de “Rata contagiosa” sobre los cristales de tu coche. Dirigida a una persona que está arriesgando su vida para prevenir el contagio, para recuperar a los ya contagiados, para evitar que se propague la epidemia. Y a esa mujer, precisamente a ésa, que vive en su casa con su familia, con su pareja, con sus hijos, a los que, a pesar de todas las medidas, puede transmitir el virus de todos aquellos a los que está cuidando, de todos aquellos a los que está curando. Precisamente, a esa mujer que está soportando una lucha titánica entre su deber como madre, como esposa y su deber profesional. También en esa comunidad de vecinos ha habido afectados trasladados a los hospitales. ¡Claro que todos estaban preocupados por la propagación del virus en la urbanización! Estaba toda llena, como en muchos sitios, de carteles anuncio. “No se puede hacer uso de los espacios comunes”, “Prohibido bañarse en la piscina”, “Limitarse al uso de propiedad exclusiva” … No era su intención herir o insultar a esa persona, pero la preocupación por su hijo con insuficiencia respiratoria permanente, en un acceso de furia, en un exceso de aprensión, le llevó a coger el spray y demonizar a aquella vecina, a aquella doctora en medicina. Hasta que le llegó el turno. Muchos días grave. Cuando ya algo recuperado, pudo reconocerla detrás de la mascarilla terapéutica y de las gafas protectoras, envuelta en la bata y los guantes, y le dijeron que había sido ella la doctora ocupada de su difícil recuperación día tras día, no se atrevía a mirarla. No se atrevía a levantar los ojos en su presencia. La vergüenza lo reconcomía. Sentía asco de su cara reflejada en el espejo del baño cuando fue a lavarse los dientes y las manos, sentía desprecio por ese rostro, sentía repulsión por aquella mano, su mano, que días atrás había cogido un spray y roció de obscenidades el coche de su médico, de su salvadora, de aquella persona que día tras día lo había ido cuidando, lo había arrancado de las garras del virus. ¡Si pudiera volver el tiempo atrás! ¡Si pudiera rehacerse el pasado! ¡Si pudiera reescribirse lo escrito! No se atrevió a decirle nada. Se lo dijo a sí mismo. Se había creído libre de prejuicios que estaban condicionando su vida en estos tiempos de dificultades. La adversidad, pensaba, pone a prueba todo el sistema de valores sobre el que se asienta una sociedad. Y en situaciones extremas en las que la gente se juega la supervivencia somos capaces de la mayor crueldad. No hay más que mirar la hemeroteca. “Empresario detenido en Galicia por saquear un almacén, robar miles de mascarillas y material sanitario para venderlo en Portugal”. O las redes sociales con mensajes que insultan el trabajo de las Fuerzas de Seguridad del Estado y desean la muerte de miembros del Gobierno y de la clase política. La doctora, entregada como estaba a su trabajo, en este caso indudablemente vocacional, estaba por encima de todas esas miserias propias de seres tan cortos de miras que ni siquiera se reconocen y aprecian a sí mismo como a un prójimo reflejado en el espejo. La verdad es que ella no miraba, si no era necesario, ni edad ni color ni procedencia. Tenía delante una persona para mantenerla viva, para recuperarla. Ésa era su obsesión, ése era su objetivo. Afortunadamente estaba vacunada, no contra el virus, del que se protegía, del que salvaguardaba o recuperaba a los otros, sino de otro quizá peor, el virus del odio, aún más desconocido, aún más etéreo, aún más mortífero que todas las pandemias.

San Juan, 16 de abril de 2020.
José Luis Simón Cámara

Paseo nocturno.

Era ya madrugada. Pasear le gustaba a cualquier hora del día o de la noche. Quizá más aún cuando se sentía más dueño de las calles, cuando escuchaba en el silencio el ritmo de sus pasos. Algún borracho apoyado en la pared, alguna puta en las esquinas, el sonido lejano y azulado de una patrulla policial. Sin nadie que le diera el alto. Sin nadie que lo asaltara. Sí, había escuchado muchas historias truculentas del mundo de la noche, del mundo de la madrugada. Una riña en la puerta de una discoteca, un navajazo en la de un puticlub. Aún recordaba ese callejón estrecho entre la Rambla y la plaza de San Cristóbal, camino del Barrio de Santa Cruz, donde degollaron a un joven en el mismo sitio por el que él había pasado horas antes. También es cuestión de suerte. Envuelto en estos pensamientos se lo encontró echado sobre el capó de un coche, todo el cuerpo encima, la cabeza apoyada en la luna y los pies rozando el suelo. Inanimado. Lo llamó varias veces y no reaccionaba. Se acercó hasta tocarlo y agitarlo. Tampoco. Presionó con el índice y el pulgar en la carótida y sintió el latido de las pulsaciones. Miró alrededor. Nadie. No se lo pensó dos veces. Se quitó la gabardina, la arrugó y, poniéndola contra el cristal de la puerta del conductor, dio un fuerte codazo y lo rompió. Hacía muchos años que no asaltaba coches pero aún se acordaba de hacer un contacto con los cables bajo el volante. Puso el motor en marcha, cogió a aquel desconocido por debajo de las rodillas y el cuello y lo colocó delicadamente acostado en el asiento trasero. Sin ruidos ni claxon se dirigió al Hospital General y paró el coche en la zona de urgencias. Entró al vestíbulo y avisó a los enfermeros de que llevaba un herido inconsciente en los asientos de atrás. Lo colocaron en una camilla y lo metieron por los largos pasillos. Cuando salieron a preguntarle quién era y qué había pasado, ya no estaban allí ni el coche ni el conductor. No lejos del Hospital encontró un hueco en una calle poco transitada, sobre todo a esas horas, y aparcó el coche. Dos días después llamó la policía a su puerta. Habían encontrado sus huellas en muchos puntos de un coche robado con la ventanilla rota y restos de sangre en el asiento trasero. La sangre correspondía a un varón muerto en el Hospital dos días antes. Lo había conducido hasta allí un desconocido que desapareció. En las ropas y el cuello del cadáver se multiplicaban también las huellas del sospechoso. En la rueda de reconocimiento los enfermeros no tuvieron ninguna duda. Era el mismo que lo había llevado al Hospital dos noches antes. Tampoco le ayudaba su pasado rozando la frontera del delito. Nadie se creía su versión de los hechos. No tenía ningún testigo. Un largo año de comisaría, juzgados y cárcel sin esperanza hasta que descubrieron al homicida, un yonqui al que en una redada le encontraron la cartera con la documentación sustraída a su víctima. Reconstruyeron los hechos y aparecieron sus huellas en el punzón que le perforó el hígado. Estaba escondido encima de los armarios de la cocina, con la sangre seca.

No podía creerse aún la peripecia cuando salió de aquel laberinto de malentendidos. Caro precio para un paseo nocturno.

San Juan, 15 de abril de 2020.
José Luis Simón Cámara.