Empujando un carrito por la acera, siempre con prisa, como si fueran a quitarle…
…la basura.
Porque ese es su oficio. Todo el día, a todas horas, recorriendo todos los contenedores de basura por el pueblo.
Ya conoce los hábitos de los ciudadanos de cada barrio, de cada calle. Los hay que respetan los horarios y no sacan nada a los contenedores hasta las 8 de la tarde. Suelen coincidir con los objetos más preciados: el esqueleto de un jamón de pata negra, alguna lata de buenos mejillones pasada de fecha, incluso lencería ya usada, pero fina, como unas bragas historiadas, ¡quién sabe qué intimidades habrán disfrutado! O unos calcetines aún en buen uso con un agujerito en el pulgar, ahora ya nadie se molesta en zurcir como antes las patatas de los calcetines, ni siquiera saben hacerlo ni tienen los instrumentos que se guardaban en una caja: las agujas, el huevo brillante, los hilos de distintos colores para los calzoncillos blancos, para los pantalones negros, para los codos desgastados de las chaquetas, para…
Pero hay otras gentes, muchas, que no respetan los horarios cívicos y llevan sus desperdicios a cualquier hora del día: sillas rotas que dejan junto al contenedor, un juguete a falta de una rueda, muñecas sin un brazo o con el cuello torcido, pero bueno, también hay niños cojos y ladrillos para poner a falta de una pata en la mesa que ha encontrado esta mañana para que los chicos puedan comer sin necesidad de tener el plato sobre las rodillas. Es un decir, porque eso del plato ya es un lujo. Si están cobijados en una tienda de campaña, por decir algo, porque se trata de una sábana vieja sujeta a la pared en ruinas de una casa abandonada y a unas cañas salvajes crecidas en el fondo de un arroyo donde se acumula, si es que llueve, el agua de la lluvia. Allí, entre una vieja tapia y unas jóvenes cañas está instalada, a dios gracias, su familia, que hay otras en peores circunstancias. Aquí, al menos, no hay bombas ni niños mutilados, ni metralla ignorante de razas y creencias. Ya es bastante, nunca se sabe si podríamos estar peor. Pero, bueno, a lo que iba. Cuando llega la noche y el carrito se acerca a su destino después de todo el día, los niños reciben ansiosos a su padre, a su protector, al único que puede quitarles el hambre con no se sabe qué manjares, porque eso sí, siempre se trata, sea lo que sea, de un manjar. ¡Cómo se van a poner a mirar la fecha de caducidad de esos yogures tan frescos ahora en este tiempo de invierno! Si ni siquiera saben leer. O esos trozos de salchicha, de morcillas, de longaniza. ¡Eso sí, de pescado nada, porque ese sí que es traicionero si se ha pasado de fecha! Bastante mal lo pasaron aquel año. Al final ingresaron a toda la familia por una nosequéosis.
No, no se trataba de ostras ni de gambas ni de percebes ni de esas cosas que solo ven en la tele pasando por delante de los bares. Eran unas simples sardinas malolientes, pero el hambre, ah, amigo, el hambre no sabe de olores. La carne puede oler mal, pero no es tan peligrosa y, al fin, de eso se trata, de no morirse intentando vivir, de seguir esta vida, perra, pero vida porque ¡hay que ver! Aunque no lo parezca, cuando por la mañana esos rayos de sol empiezan a calentarnos como si tuviéramos una hoguera a nuestro lado, nos creemos las personas más felices del mundo en nuestra pobre tienda de campaña hecha de viejas sábanas atadas a la tapia de la casa en ruina y a las cañas crecidas en el acogedor arroyo.
San Juan, 15 de enero de 2024.
José Luis Simón Cámara.