Preguntas sin respuesta.

Oye, amigo, ¿era esto la vida? Y ¿qué esperabas? Hombre, nos habíamos hecho tantas ilusiones. Ya ves. Es lo que hay. ¿Y todo lo que nos habían dicho? ¿Y todo lo que nos habían prometido? Palabras. En resumen, unos, pocos, juegos; unos, muchos, castigos; algunas ilusiones, la mayoría frustradas; besos y abrazos, en estos tiempos menos cada vez; algunos revolcones, eso sí, intensos, pero pasajeros. ¡Cuánto dura el dolor y qué efímero el placer! Yo no sé por qué me caliento la cabeza. Si lo han advertido los poetas desde siempre. Pero no acabábamos de creérnoslo. Tenemos que ir descubriendolo cada uno amargamente. De nada o casi nada sirve lo vivido y lo escrito por otros. Hasta que uno no lo vive, lo escriba o no, eso es lo de menos. Lo realmente importante, lo serio, es vivirlo; lo grave es sentirlo. Sí, puedes disfrazarte de payaso un tiempo, puedes vestirte de carnaval o de nazareno o de monje o de verdulero o de profesor o de lo que sea, de lo que te haya tocado en suerte o en desgracia, de lo que tú te hayas propuesto o te haya venido dado, en el fondo es igual. Quitados los ropajes, desaparecido el disfraz, nos vemos, nos sentimos como somos, lo que somos, seres solitarios, siempre en busca de compañía, seres hambrientos, siempre en busca de pan. ¿Cómo has tardado tanto tiempo en darte cuenta? ¿Acaso no lo sabías? ¿No lo veías en el rostro de la gente? No era necesario tampoco acercarse a la puerta de las cárceles ni a los tristes patios de los orfanatos ni a los pasillos de los hospitales. Bastaba con mirar a la gente por la calle, esperando el autobús, o en el mercado, viéndose reflejados en los ojos vidriosos y sorprendidos de los peces fuera del agua, ante las carnes colgadas en los mostradores entre el revoloteo de las moscas o regresando a casa con los niños que quieren seguir en la calle o pidiendo limosna en la puerta de la iglesia, o incluso dentro, sin pedir limosna, pero pidiendo perdón. ¿De qué pedirán perdón, me pregunto, por esta miserable vida? ¿Pidiendo perdón encima? Hay cosas que veo y no acabo de creerme. ¡Pedir perdón encima por esta puta vida!

¿A quién? Si acaso que pida perdón él, sea quien sea. Mejor dejemos ese lodazal. Pero sé, pero sabes, que hay mucha gente que se mata por los dioses, por las banderas, por las distintas formas de articular los sonidos para comunicarnos o porque ven el mismo objeto, tan distinto, desde el lado cóncavo o convexo. “¡Querido Max, no te pongas estupendo!”[1] Digo que las gentes se matan por banderas, altares y fronteras que son cambiantes, que son intercambiables, que son borrosas, cuando no es eso lo importante. ¿Qué es para ti lo importante? Lo mismo que para todos. El pan, el agua, el vino. Algunos besos y abrazos. Un plato caliente, una manta, cuando regresas del viaje cansado, con las manos vacías. La risa es una máscara de la tristeza. Para sobrellevarla. Pesimista te veo. Como soy. A veces lo disimulo. Muchas. Otras no lo consigo ni lo pretendo. Cuando quiero mostrarme como soy. ¿Y los cantos a la vida, al amor, a la esperanza? Eso. Cantos. Nada más que cantos. Como un espejismo en el desierto. Lo real. El oasis es soñado. Pero quizá sin él no daríamos un paso, quizá sin él todo hubiera acabado aquel día en que pensaste que no valía la pena seguir….¿ Y la sonrisa de un niño? Eso es otra cosa. Eso no es una máscara. Eso es también parte de la vida.

San Juan, 12 de abril de 2020.
José Luis Simón Cámara.

[1] Don Latino de Híspalis dirigiéndose a Max Estrella en el Café Colón en presencia de Rubén Darío. Escena novena de “Luces de Bohemia” de Valle Inclán.

Cualquier día

Esta mañana mi mujer ha salido de casa en el coche a hacer unas gestiones. Siempre tiene algo que hacer fuera o en casa. Sobre todo en casa, cualquier día de la semana o cualquier mes del año. Pero especialmente ahora, con el confinamiento más aún. En casa, claro. Un día la cocina, pero no una limpieza superficial, no, una limpieza a fondo, qué sé yo, por poner un ejemplo, si nos ponemos, porque me implica, a limpiar el horno, hay que sacar las rejillas metálicas móviles, desmontar las fijas, desatornillar los cristales de protección, echar líquido limpiahornos, restregarlo bien con el estropajo y después de bien limpio todo, volverlo a montar. Esto es solo un ejemplo de un solo aparato de la cocina. Imaginaos. Porque luego están las habitaciones, los aseos, el salón, el estudio, bueno, el estudio es punto y aparte. Quitar de las estanterías los montones de libros, limpiarlos uno a uno, mover las estanterías una a una para limpiar el polvo y porquería acumulados estos años, repararlas porque se desvencijan con el peso y el movimiento. Ya colocados en su sitio, el turno de los libros. Esta vez, nunca lo había hecho, los hemos contado. Unos 2.300, sin contar carpetas y libretas. Y ¿qué decir del patio y su pequeño jardín? ¿Habrá algo más natural que haya hojas por el suelo donde hay árboles y plantas? Pues también hay que barrer y limpiarlas. En fin. Aprovechando que ella había salido a hacer esas gestiones yo he salido también a hacer otras a pie. Después de tantos días, más que ganas tenía necesidad de estirar las piernas sin límites y fui caminando hasta la Universidad donde hacía tiempo que tenía que resolver unos asuntos. Algo de certificados. El regreso decidí hacerlo por una gran avenida que nunca había recorrido. Ir en dirección contraria a la habitual da otra visión de la misma realidad. Como si paseara por una ciudad distinta a la que conocía ya tantos años. Por la acera una sucesión de tiendas, ropa, electrodomésticos, moda, telefonía, una vieja conocida de cuando estudiaba en Murcia, ¡hola paisana!, ¡hola guapo, cuánto tiempo!, todo eso sin detenernos. Ya después de un buen rato caminando tuve sed y entré en un bar de la acera. Pedí una cerveza con una tapa. Puede sentarse fuera en una mesa. Pegado al bar a la derecha de la acera había un descampado descendente con pequeñas terracitas irregulares de tierra, al fondo terreno no cultivado sin urbanizar, campo abierto.

Me senté en una mesita, tres sillas. Me sirvieron la caña y unas alcachofas con anchoas. Mi tapa preferida. Mar y tierra. A mi alrededor otras mesas con gente y abajo una especie de anfiteatro natural donde apareció un joven vestido con un mono de trabajo sobre una Harley Davidson. Ronquidos de motor de barco. Aunque al aire libre no era atronador el murmullo de los clientes, las conversaciones eran ya un susurro. Saqué un paquete de cigarrillos recién comprado del bolsillo y hurgando en el pantalón vaquero encontré una china. Comencé a mezclarla con el tabaco y llegó entonces una pareja. ¿Podemos sentarnos? Por supuesto. Gracias. Ante su presencia se me cayó al suelo irregular la china que no conseguía encontrar con disimulo entre las otras chinas. Finalmente me lié el canuto y volví a saborear una sensación olvidada. A la vez que observaba desvanecerse las volutas de humo escuché el monólogo del joven. Voy a reconquistar este país y arrebatarlo a las manos de los invasores. No como don Pelayo, a caballo, sino sobre esta moto capaz de cabalgar millas y millas. Y como haciendo un aparte. He de confesaros que estos meses de precios por el suelo, he acumulado combustible para ampliar las conquistas hasta tierras aún no exploradas. De vez en cuando, como para subrayar su discurso, un acelerón a la Harley. Mis sentidos se dispersaban entre acelerones, discursos, volutas y anchoas. Alejándome ya de la terraza llamé a casa. ¡Hola, chica!

¿Han llegado ya mis padres? ¿Cómo si han llegado? Tus padres murieron hace años. ¿Tampoco han llegado los tuyos? Los míos murieron mucho antes. ¿Dónde estás tú, por cierto? Me habían dicho los niños que habían llegado. ¿Qué niños? Nuestros hijos. Hace tiempo que no viven con nosotros. ¿Serían quizá los nietos?

¿Cómo estás? Llevan ya tiempo estudiando fuera. Una en Londres y otro en Madrid. ¿Te encuentras bien? ¿Has tomado algo? Estoy perfectamente. Una caña con tapas y un canuto. ¿Cómo se te ha ocurrido? Hace años que no te ponías uno en la boca. A mí nunca me habían hecho efecto. Eso te creías. El fresco de la tarde y la larga caminata me fueron despejando las ideas. Necesitaba aquel paseo por el espacio y el tiempo.

San Juan, 10 de abril de 2020.
José Luis Simón Cámara.

La escapada. 5.

En las páginas de sucesos del periódico regional había un amplio y detallado eco del recibimiento de que fue objeto el féretro con el cadáver del ilustre hijo de la población, antiguo miembro del cuerpo de inspectores de policía y, ya abandonado el cuerpo, empresario de éxito en el mundo de las agencias de viaje. No cabía ninguna duda. Había algún tipo de relación entre el antiguo policía y los tres tipos de la camioneta a la que él subió y en la que encontró la muerte junto a los otros.

¿Cuál era esa relación? Ya tenía más de 70 años. Bastante mayor que los otros que estarían entre los 40 y los 50. ¿Habría organizado, sirviéndose de la infraestructura de las agencias de viaje una red de extorsión, un grupo de acción directa, al servicio de intereses inconfesables, aprovechando sus relaciones y su conocimiento del mundo policial y también del mundo criminal, con algunos de cuyos miembros había tenido contacto? No es ningún secreto que algunos departamentos de la policía tienen una red de contactos y chivatos en el mundo del hampa que les proporciona información dependiendo de los respectivos intereses. Incluso hay unos presupuestos dedicados a ese fin. Los llamados fondos reservados o fondos de reptiles que son de uso discrecional de la policía y solo son controlados por alguna reducida comisión parlamentaria que lo mantiene como secreto de Estado. Después de lo ocurrido sería ingenuo atribuir a la casualidad su presencia aquel día en aquel bar de Ricote, coincidiendo con los tres tipos de la camioneta. Es cierto que no los vi hablar entre sí. Eso no quería decir nada. Podrían haberlo hecho antes. Seguro que lo hicieron después ya que salieron juntos y se montaron los cuatro en la camioneta. Quizá no cruzaron una palabra por la Benemérita. No querrían exponerse a que por cualquier razón los relacionaran. ¿De qué información se habrían servido uno y otros para converger allí, en ese pequeño y perdido pueblo de la extensa provincia de Murcia? ¿Cuáles eran sus servicios de información? Una posibilidad podrá ser el seguimiento de los móviles. Esto se parece cada vez más a China, a esos países donde los ciudadanos están permanentemente controlados por el poder. Pero ¿quiere eso decir que ellos tienen acceso a las informaciones del poder, es decir, de la autoridad, de la policía?

¿Significaría esto que estarían en connivencia con la policía? ¿Sería esa la conexión del ex -policía y los otros tres? Me parecía tan fuerte esa hipótesis que la rechacé de plano. Aunque con algunas reservas. ¿Qué otra posibilidad quedaba? El seguimiento de la matrícula del coche. He pensado, ya tarde, que quizá hubiera sido práctico haber hecho lo de tiempo atrás cuando para salir a distribuir propaganda subversiva o hacer pintadas en las paredes, manchábamos la matrícula del coche con barro para dificultar la identificación. También esa información está en manos de la Dirección General de Tráfico, es decir, de la policía. Volvíamos al punto de partida. A menos que fuera a través de la pensión donde pasamos la primera noche cerca del Ayuntamiento, para sentirnos más seguros. Porque tengo entendido que las pensiones y hoteles tienen la obligación de comunicar diariamente a la policía la identidad de los inquilinos o pasajeros. También esta pista nos llevaría a la policía. Todo apunta hacia la policía. Cada vez me huele peor esta historia. Tengo que llegar hasta el final. O esto será mi final. No hay otra alternativa. Porque no pienso pasarme la vida huyendo ni tampoco marcharme a ninguna parte. Sería una posibilidad, aunque por una parte no me aseguraría escapar a sus largos tentáculos y por otra sería rendirme a sus propósitos. Quitarme de en medio.

San Juan, 3 de abril de 2020.
José Luis Simón Cámara.

¿Qué es poesía?

Con este sol que parece desnudarnos
Después de tantos días
Después de tantas noches
De relámpagos y lluvia
Después de tantos días de penumbra
Empiezan a desperezarse árboles y plantas.

Además es primavera,
cuando les toca despertarse aunque ¡con este tiempo! Por eso luego, a veces, pagan las consecuencias y ¡ay! sus tiernos y olorosos brotes de azahar, sus delicadas y recién nacidas hojas buscando su verde entre los verdes, van palideciendo y, mustias, acaban por secarse. Y no sólo da pena por la pérdida de esa efímera belleza, por la incontable gama de verdes, por el sordo y silencioso bullir de su crecimiento. Es que luego no tenemos almendras para tomar con el vermut, es que luego no podemos saborear las lujuriosas brevas, ni los higos prensados, el pan de higo, que nos regala el Pariente por santa Águeda, ni esos melocotones recubiertos de seda con pelusilla, ni las muchas variedades de mandarinas o de naranjas de la China. Aunque últimamente cuanto menos mejor de ese país, porque sus últimos regalos envenenados, que ya sé, pudieron venir de cualquier sitio, nadie está libre de desgracias, pero es de momento incontestable que vinieron de allí, de donde se ausentaron para establecerse en nuestras tierras y con peores resultados.

Pero volvamos a la poesía.

Aunque como respondía Neruda[1], el poeta del amor y de la naturaleza, en el Madrid del 37 a sus lectores, en su poema “Explico algunas cosas”

“¿Preguntaréis por qué su poesía
no nos habla del sueño, de las hojas,
de los grandes volcanes de su país natal?
Venid a ver la sangre por las calles.
Venid a ver
la sangre por las calles.
Venid a ver la sangre
por las calles.”

Ahora, quizá, la poesía está en esos miles de personas que, vestidas de blanco, con guantes y mascarillas, si las hay, casi anónimas para la mayoría, están en el frente sanitario de batalla, están sacando las castañas del fuego a todos los que nos vemos obligados a estar resguardados en las trincheras de nuestras casas.

Ahora, quizá, la poesía está en esas personas, vestidas de uniforme, que han convertido sus armas de guerra en herramientas de defensa de la vida de sus conciudadanos.

Ahora, quizá, la poesía está en esos miles de personas que, tras las cajas de los supermercados, con el embozo puesto como todos, nos sirven y se exponen al incesante paso de posibles portadores.

Ahora, quizá, la poesía está tras el mostrador de las farmacias, convertidas en santuario de la salud.

Ahora, quizá, la poesía está en esos camiones y furgonetas que van roncando por las carreteras hasta llevarnos las verduras, frutas, carnes y pescados.

Ahora, quizá, la poesía está en esos pescadores que, lanzándose al proceloso mar, extraen de sus entrañas nuestros escamados alimentos.

Ahora, quizá, la poesía está en los gritos nerviosos de esos niños, sujetos al rigor del encierro, como si tuvieran edad para entenderlo.

Ahora, quizá, la poesía está en el vecino que a su pesar se desplaza hasta la casa del enfermo, incapaz de abastecerse, para llevarle provisiones.

Ahora, quizá, la poesía está en todos aquellos, sean músicos, cantores, poetas, ilusionistas, gimnastas o pintores que, cada uno desde sus casas, proporcionan diversión, entretenimiento, distracción, sugerencias, a sus conciudadanos para hacerles más llevadera esta ya demasiado larga situación.

Quizá, ahora, la poesía está en todas y cada una de estas cosas.

Quizá, ahora y siempre, la poesía no sea nada más que todas estas cosas.

San Juan, 4 de abril de 2020.
José Luis Simón Cámara.

[1] Del libro “España en el corazón”, Madrid, 1937.

Escapada. 4.

No me resultó fácil averiguar la identidad de tres de los ocupantes de la camioneta. El cuarto, como suponía, tras leer en la prensa de la provincia que había cuatro cadáveres, era aquel sentado solo en una mesa del bar. Después de tantos años sólo recordaba de él, además de la cara que nunca se me ha olvidado, que era de Mula y pertenecía a la “secreta”. Mi amigo Paco lo conocía porque había vivido allí algunos años de su infancia. Todo lo demás era historia pasada pero quizá convendría recordar, para conocer la calaña del personaje, que en aquellos años de estudiantes dedicábamos gran parte del tiempo a perderlo con los amigos en la calle y los bares, sobre todo en algunas tascas de mala muerte, que estaban más al alcance de nuestros bolsillos. Nos gustaban los más cutres, aquellos donde encontrábamos a personajes pintorescos, gente que se pasaba las mañanas cantando con unos vasos de vino en la barra. Por allí pasaban los ciegos voceando los números de la suerte. En la puerta de la calle se sentaba el limpiabotas. Pasaba en bicicleta con una caja en el portaequipajes el distribuidor de salazones. Asomaban por allí, a veces ya beodas, algunas chicas de vida alegre. Nosotros mismos, me refiero a mí y mis amigos, aunque estudiantes con posibilidades comparados con aquel personal, gustábamos de la estética existencialista o hippy, el “no va más” por aquellos años. Atuendos descuidados, largas cabelleras, botas camperas y pañuelos indios de seda, comprados en los mercados de París, al cuello, como en el Oeste. No mucho tiempo después, acabada ya la carrera y trabajando en Andalucía, un zapatero de Villanueva de Córdoba, en plena Sierra Morena, me tomó medida para hacerme un par de botas con piel de vaca secada y curtida por aquellos andurriales. Participábamos en actividades relacionadas con la universidad, como el teatro. Una de las obras que representamos fue “La cantante calva” de Ionesco, prototipo de teatro del absurdo, muy de moda en aquella época y en línea con nuestra visión del mundo. Íbamos a recitales de poesía, nos perdíamos por callejones sin luz tratando de arrancar algún beso subrepticio, algún roce excitante, timoratos hasta el punto de considerar mucho atrevimiento cogerse de la mano. También había algunos, los menos, que además compartían su tiempo con actividades políticas encubiertas bajo la pantalla cultural, ya fueran recitales o conciertos. Hubo entonces algunos jóvenes curas, comprometidos con las reivindicaciones de los trabajadores. La HOAC fue un movimiento de lucha obrera cobijado bajo las alas de la Iglesia, de algunos miembros de la Iglesia, porque la oficial estaba al servicio del Régimen desde su nacimiento. Yo tenía un grupo bastante heterogéneo y amplio de amigos y amigas, entonces un bien escaso estas últimas. Nuestras relaciones estaban sujetas a los vaivenes de los estudios y de nuestras respectivas residencias. Había quienes vivían en Murcia o porque eran de allí o porque estaban alquilados en la habitación de una casa de familia, como yo durante varios meses en casa de la señora Eugenia, cerca de la plaza de Santa Eulalia, o en una casa alquilada por varios estudiantes. Pero la mayoría de los estudiantes iba a la Universidad desde su pueblo y después de las clases regresaba. De toda la zona, Molina de Segura, Alcantarilla, Espinardo, Orihuela y muchos pueblos de la Vega Baja. Los alumnos de Alicante y Albacete, donde no había Universidad, residían en Murcia, o bien en pisos o en Residencias, que por entonces eran sólo de chicos o de chicas, nunca mixtas. Con frecuencia íbamos a esperarlas a las puertas de las Residencias o sus proximidades. Uno de los puntos de espera más codiciados era “La Cosechera”, frente a la residencia de Carmelitas. El local estaba lleno de mesas de mármol blanco con gente estruendosa jugando al dominó. En la alta barra también de mármol negro donde con una tiza iba anotando el camarero las consumiciones, saboreábamos los berberechos más ricos que recuerdo, con pimienta y limón. Algunas cerraban sus puertas a las 10 de la noche. Otras ni dejaban salir a sus pupilas. Aunque en casi todas se aprendían los trucos para burlar la vigilancia. Aprovechando algunas ausencias mías de la Universidad, el individuo de Mula que sabía de mis amistades, para mí era totalmente desconocido entonces, se fue aproximando a ellas paulatinamente, con el pretexto de prestarse libros o apuntes, de forma muy discreta, hasta que su contacto se hizo más frecuente. Aquéllas, ingenuas, fueron proporcionándole poco a poco información de mis movimientos, de otras amistades, de mis otras actividades, hasta que él se tejió con los detalles de aquí y de allá, una red de información y contactos que le llevaron a la conclusión de que estaba participando en algunas actividades clandestinas que la policía estaba investigando. Cuando ellas se dieron cuenta, ya era demasiado tarde.

(Continuará)

San Juan, 2 de Abril de 2020.
José Luis Simón Cámara.