Escapada. 3.

Nadie lo diría, pero así era, al menos al principio. El paisaje, cuando nos íbamos acercando a Ricote, aún no era noche cerrada y la luna acrecentaba su embrujo, aparecía, como en otras ocasiones, rodeado de ramblas arenosas con tamarindos, cerros bajos y desnudos con algún pequeño y escondido oasis, palmeras incluidas destacando sobre los matorrales. No era la primera vez que habíamos pasado por aquellas tierras y había sido justamente con los amigos de Cartagena. Quizá fuera esa la razón por la que dirigimos hacia allí nuestros pasos. Hacía muchos años que nos habían hecho una visita a Villena, donde trabajábamos por entonces en el Instituto de Bachillerato. Por dejar al azar nuestro próximo encuentro, abrimos un mapa y, con los ojos cerrados, movimos el dedo por su superficie hasta pararlo en un punto. Ricote. Apenas nos sonaba el nombre. Meses después, ellos desde Cartagena y nosotros desde Villena, acudimos, sorprendidos por sus parajes, a aquel pueblo desconocido para nosotros. Ahora, en unas circunstancias muy distintas, nos encontrábamos allí, esta vez solos, mi mujer y yo. Deambulamos por el pueblo blanco de cal que destaca más aún por el gris de las montañas que lo abrazan y cobijan. Se mantienen los escasos bares, tiendas de todo, que sobreviven dedicados también a las faenas agrícolas, de cuyos productos se abastecen, tomates, aceitunas, pimientos,.. El movimiento de sus habitantes es poco ruidoso, de la casa a la huerta o el campo. Aun así preferimos aislarnos más todavía y, pasada la primera noche, buscamos refugio en una casa de campo. No en lo que se conoce como una casa rural, de las que ya hay alguna también por aquí. Y, a ciegas, al fin dimos con aquella en la que habíamos comido la primera vez que visitamos el pueblo. Estaba bastante a las afueras, en una curva de la carretera, lo que antes se llamaba “venta”. Allí, una joven, hija de la casa, nos ofreció para comer “arroz con pollo merdero”. Ante nuestra cara de sorpresa lo explicó. Lo llamamos así porque lo hacemos con un pollo que vive suelto por el corral o por el campo y va picando “mierdecica” por aquí, “mierdecica” por allá. Aún se distinguían en su cara arrugada los aires de aquella joven de hace 40 años. No solo podía darnos de comer sino que podíamos alojarnos allí todo el tiempo que quisiéramos. Desde nuestra habitación en la primera planta veíamos las montañas, rizadas de esparto, con algunos pinos en las hondonadas sombrías y allá abajo la rambla de arena y de piedras salpicada de adelfas. En el corral y por las afueras los gallos y gallinas picoteando. El coche estaba guardado desde el primer día en la cochera. Por la mañana, después del desayuno, un tazón de leche con tostadas y mantequilla, salíamos por los senderos que llevan a la sierra, desde donde veíamos el pueblo allá abajo, aplastado contra el suelo; o por el lecho de las ramblas que se bifurcan hasta formar laberintos de rocas, arena, tamarindos y adelfas. Así fueron pasando los primeros días. Casi olvidados del motivo que nos había llevado hasta allí. Algunos días íbamos al pueblo, a algún bar donde la oferta gastronómica se ampliaba. Tomábamos un vermut con aceitunas. Incluso algún Dry Martini, con ginebra, aunque no tenían angostura. La calma era total. ¿Presagiaba acaso la proximidad de la tormenta? Uno de los días que fuimos al pueblo, en esta ocasión en coche porque se acercaba el fin de nuestra estancia y pensábamos aprovisionarnos de aceite, creí vislumbrar por entre la valla de brezo de una huerta, una camioneta que me hizo saltar las alarmas. No le dije nada a ella y, como otros días, entramos al bar “La Jara”. Nuestra sorpresa fue mayúscula cuando, sentados a una mesa, nos encontramos con los tres tipos que desde hacía días iban siguiéndonos los pasos. Ellos no parecieron muy sorprendidos. Sabían evidentemente que merodeábamos por los contornos. Siguieron hablando y bebiendo con naturalidad. Afortunadamente había acodados en la barra, una pareja de la Guardia Civil, a la que en otras épocas temíamos y que ahora, en esta situación, añorábamos. Pero más sorprendente aún me resultó reconocer, solo, en otra mesa, al antiguo miembro de la brigada político-social que, camuflado de estudiante, me siguió, espió y denunció en la época de la Universidad. ¿Tendría su presencia relación con nuestros tres perseguidores? ¿Sería pura coincidencia, puesto que él era de Mula, un pueblo de las proximidades? Tomamos, nervios ya templados por el paso de los años y sobre todo por la presencia de la Guardia Civil, el vermut habitual y salimos tranquilamente del bar. Cogimos el coche, habíamos olvidado el aceite, y pasaron unos pocos minutos hasta que vimos por el retrovisor la camioneta. Evitamos, cuando pudimos, la carretera de la Venta y, conocedores ya del terreno, aceleramos por veredas polvorientas junto al barranco. Esperé a tenerlos pisándome los talones y, metros antes de un talud di un giro brusco desviándome a la derecha en un terraplén. Ellos, que me alcanzaban, se tragaron el talud y cayeron al fondo del barranco donde la explosión provocó un violento fuego que, en pocos minutos, dejó el coche reducido a cenizas.

Los periódicos del día siguiente daban la noticia. Entre el amasijo de hierros había cuatro cadáveres.

San Juan, 1 de Abril de 2020.
José Luis Simón Cámara.

Escapada.2.

Desde casa de nuestros amigos en el Ensanche, enfilamos por la Alameda de San Antón, paralela a la Rambla de Benipila, en dirección a Murcia. Pasamos a toda prisa por el barrio de Los Dolores y ya algo más tranquilos, porque nadie parecía seguirnos, llegamos al Albujón. Tratando de imprimir algo de serenidad a aquella precipitada huida, salí de la general y paré el coche en una paralela bajo una mimosa gigante cuyas ramas casi lo ocultaban totalmente. ¿Por qué paras aquí? Quiero enseñarte algo. Entramos a un bar de la carretera y pedí dos asiáticos[1]. ¿Mm? Aquí, dicen, es donde comenzaron a tomarse y donde siguen haciendo los mejores. Cuando yo quise comprar un juego de las copas que se utilizan para servirlos, fue aquí donde me informaron. Continuamos la ruta por la antigua general hacia Murcia hasta que confluye con la autovía. Llegamos a la sierra de La Cadena. Ya en el descenso abandonamos la autovía por una ronda para tomar unos tacos de jamón en la antigua venta de la Paloma. Es su especialidad. En lugar de las finas láminas, sirven un plato de jamón en tacos como si fueran dados perfectos. Se trataba de un aperitivo previo a las tapas que tomaríamos en Murcia. Pensábamos movernos por el entorno de la Plaza de las Flores por varias razones. Por esa zona suele haber bastante gente, que siempre resulta un escudo de protección. Los malhechores suelen asaltar a sus víctimas en lugares solitarios, poco frecuentados, para evitar testigos de sus fechorías. En la propia plaza y sus inmediaciones hay tascas variadas donde elegir. Aunque para mí, desde que conozco esta zona de la capital, ha sido “El Pepico del tío Ginés” la tasca de culto. Con sus viejas fotos de toreros en la pared, desde El Gallo hasta El Cordobés pasando por Manolete. Sus mesas de mármol blanco sobre estructuras de hierro de viejas máquinas de coser. La barra llena de tinajas y capazos con aceitunas, habas, tomates y frascas de vino. Las estanterías llenas de sobrasada, lomo, morcón y tocino veteado, morcillas y longanizas colgadas. Sí, claro que hay bares más modernos, pero como ése de la calle Mulas,.. ¡Cuántos litros de vino habrán pasado por mi gaznate apoyado en aquella barra junto a mi amigo Pinki, junto a mi amigo Paco,… Bueno, esto está pareciendo una excursión gastronómica en lugar de la huida de unos tipos con cara de pocos amigos. En cualquier caso creo que los hemos despistado y si no fuera así, estaríamos en uno de los sitios más protegidos, por el movimiento de personal. Mi intención era llegar allí directamente pero los recientes cambios de dirección y el tiempo que llevo sin patearme la zona nos llevaron a la calle Huertas. ¡Cielo santo! ¡Cuántos recuerdos! Mientras caminábamos hacia la plaza de las Flores iba recordando en voz alta, para ella, algunas andanzas del pasado. Fue allí donde mi antiguo y alcoholizado amigo Andrés, muerto hace años, me llevó por primera vez, después de mi salida del Seminario, a una casa de putas, con tan mala o buena suerte que tuvimos que salir por los balcones porque hubo una redada policial. ¿Cuántas veces, haciendo de buen samaritano, vaciaba su copa en un descuido para que él bebiera menos, y acabábamos al final ambos borrachos! Algún tiempo después de aquel episodio volví a caminar por aquellas calles, pero en esta ocasión para distribuir propaganda subversiva, que se decía entonces. En cualquier caso son lugares que guardan para mí recuerdos entrañables. O la calle Santa Teresa, donde estaban los Sindicatos Verticales, ¡qué nombres! Allí acompañé más de una vez a Jeromo, un loco simpático y estrafalario que llegó a mi pueblo, donde había nacido, con una vieja francesa que se recogió en sus viajes por el país vecino y cantaba por Charles Aznavour cuando la cerveza y el vino se le subían a la cabeza. Allí conocí a través de él a una joven francesa muy atractiva, madre soltera, con la que compartí veladas y a la que jamás osé tocar un pelo de la cabellera. Llegamos finalmente a la plaza de la Flores, entramos por la vieja calle de las Mulas, hoy Ruipérez, y saciamos nuestra hambre en el Pepico del tío Ginés. Sin ninguna sensación de persecución, ya estaba oscureciendo, enfilamos de nuevo la carretera de Madrid. La dejamos en dirección a Archena, con los famosos baños termales. De Ulea a Ojós bordeando el Segura que aún parece un gran río y en medio de aquel desierto va dejando pequeños oasis, llegamos a Ricote. Aquella noche nos alojamos en la pensión más céntrica junto al Ayuntamiento. Casi habíamos olvidado que estábamos intentando ocultarnos de aquellos tipos de la camioneta

(Continuará)

San Juan, 31 de marzo de 2020.
José Luis Simón Cámara.

[1] Bebida típica del campo de Cartagena compuesta de café, leche condensada, canela, corteza de limón, dos o tres granos de café y un chorro de Licor 43. Se sirve en un vaso-copa de gran resistencia al calor y debe su nombre a que lo solían tomar los chinos que venían a proveerse de  dicho licor a Cartagena.

Escapada. 1.

No conseguía deshacerme de aquella camioneta. Dondequiera que me escondiera aparecía antes o después. Ya fuera en mi casa, donde la vi aparecer por primera vez o en el lugar más inopinado. La ocupaban tres individuos. Bajaron dos y, mientras uno observaba las dependencias visibles de la casa desde el exterior, el otro tocaba el timbre. La chica de la limpieza se acercó a la verja y dijo que no estaban los señores. Yo observaba desde la ventana del salón sus movimientos. No parecían satisfechos con la respuesta pero subieron a la camioneta y se marcharon sin dejar de mirar en todas direcciones. No me gustaba su pinta. No eran policías porque no llevaban uniforme. Tampoco de una empresa de abastecimiento o atención al cliente, como vienen otras veces, del gas, la luz o el agua. Su aspecto no era tranquilizador. Ademanes bruscos, brazos y cuello de gimnasio, movimientos marciales. No tenía nada que ocultar ni llevaba a cabo ninguna actividad sospechosa de nada. Es cierto que tampoco cerraba la boca ante cualquier asunto de cualquier índole. Mis opiniones sobre cualquier tema eran públicas y por tanto conocidas por todos aquellos a los que les pudieran interesar. Yo sabía que no todos estaban de acuerdo con mis puntos de vista. En cuestiones de política general, educativas, lingüísticas, de gestión municipal, en fin, en todo aquello que constituye la vida diaria de un ciudadano que no está desempeñando ninguna función laboral o profesional, pero que, a la vez, defiende sus derechos y sobre todo hace uso de su libertad de opinión y expresión sin cortarse un pelo en la crítica a todo el que se le pone por delante. Ya sé que estos comportamientos son aplaudidos por unos pocos, traen indiferentes a la mayoría, pero son muy mal vistos por aquellos que son objeto de crítica, en unas u otras posiciones de poder. Decidido a no soportar impertinencias, en el mejor de los casos, y , libre como estaba de poder hacerlo, preparé una maleta con algunas de nuestras pertenencias para unos días, cogí mi Toyota blanco y me marchó con mi mujer, sorprendida todavía por una decisión tan inesperada y repentina. Sin dejar de mirar por los espejos retrovisores, en el papel de detective, fui explicándole las razones de nuestro precipitado viaje. ¿Hacia dónde vamos? Podemos ir a cualquier parte. Una zona muy discreta puede ser la costa, desde Torrevieja a Cartagena. Hay cientos de urbanizaciones con miles de turistas de todas las procedencias. Allí pasaríamos desapercibidos. También podríamos pasar unos días en casa de nuestros viejos amigos de Cartagena. Ella no podía entender que a estas alturas, con tantos años ya de democracia, nos viéramos en esta situación, poco menos que huyendo de no sabíamos qué o quién. Hablamos de todo mientras avanzábamos por la autovía del Mediterráneo en dirección a Cartagena, donde finalmente nos instalamos. Nuestros amigos nos acogieron con la alegría de siempre y una de las primeras cosas que hice fue preguntarles por una peluquería cercana porque tras tantos días de confinamiento no había podido cortarme la cabellera. Me acompañó Gorki, tan abstraído como siempre en sus acordes flamencos y, cuando ya estaba el peluquero acabando su faena, él, que parecía distraído, me llamó la atención sobre una camioneta con tres individuos que había dado ya tres vueltas a la manzana. Los tipos no le habían dado buena espina. Me quité el trapo blanco que me rodeaba el cuello, le eché un billete de 20 euros en la repisa bajo el espejo y salimos de la peluquería agachándonos tras los coches aparcados hasta llegar a su casa. Cogimos las maletas, aún sin deshacer, bajamos al garaje, donde habíamos dejado el Toyota blanco y salimos de Cartagena en dirección a Ricote, aquel pueblecito perdido por las montañas del interior, hasta el último momento fiel a la República.

(Continuará)

San Juan, 30 de marzo de 2020.
José Luis Simón Cámara.

Coronavirus

No tengo una opinión muy formada sobre el mono-tema del momento. Sus causas, sus consecuencias y la respuesta que está teniendo tanto a nivel nacional como internacional. Sobre las causas pasará aún tiempo hasta que se clarifiquen. Las consecuencias ya las estamos sufriendo como individuos y como sociedad a todos los niveles, aunque aún no se han desplegado todas las implicaciones.

Quizá podemos analizar mejor, por el momento, la respuesta que está habiendo al problema en los distintos países, centrándonos especialmente en nuestro entorno.

¿Qué respuesta está dando la Unión Europea al problema? No hay respuesta propiamente dicha de la Unión Europea. Esa aparente pretensión de crear las bases de un espacio común europeo está haciendo aguas ante el gran envite de un vaporoso enemigo común que nos ataca por todos los frentes. Parece imponerse el “sálvese quien pueda”. Esa pugna permanente y soterrada entre soberanía nacional y proyecto común se está quitando la careta, ahora que es tiempo de mascarillas. Se vuelven a abrir las brechas históricas en la vieja Europa. Entre los países del sur y los del norte. Los países mediterráneos y los centroeuropeos. Y volvemos a la época del imperio español y los cimientos de las guerras de religión, las luchas entre el mundo católico y el mundo protestante, entre una concepción más colectivista o fraternal y otra más individualista. Conocemos por la historia que la religión sirvió como punta de lanza para romper la unidad imperial, aquel proyecto de Carlos V, Lutero y la Reforma, en sus diversas modalidades, luterana, calvinista, anglicana,.. supuso un cisma en el mundo del cristianismo que tenía como centro a Roma, símbolo de la unidad religiosa y a Carlos V, símbolo de la unidad política frente al mundo otomano unido por el Islám. Desde aquella época, los príncipes alemanes, incómodos con la dependencia del emperador, en última instancia votado y elegido por ellos, no cesaron, sirviéndose sobre todo de la religión como arma de lucha política, hasta conseguir fracturar la frágil unidad política del sacro imperio romano-germánico. La idea de Carlos era la de un imperio católico, universal, frente al fraccionamiento que, como se comprobó bien pronto, llevó el movimiento de la Reforma, el protestantismo, con sus muchas sectas o facciones. Movimiento caracterizado esencialmente por el individualismo en su relación con Dios, en la interpretación de las Sagradas Escrituras, en la predestinación, en la salvación por la fe o las obras,.. individualismo trasladado también a los temas económicos, sociales y políticos. De ahí arranca, aparte de errores históricos en la dureza con la libertad religiosa, sobre todo de su hijo Felipe II, más intransigente que su padre, la hostilidad de los países centroeuropeos de predominio protestante hacia los mediterráneos, de mayor implantación católica. Estos sentimientos se acrecientan en el siglo XIX con el romanticismo que antepone el sentimiento a la razón en el individuo y la sociedad. No sé si este breve recorrido por la historia explica quizá la actitud que los países de predominio protestante mantienen aún hoy en día con los movimientos periféricos nacionalistas en el sur de Europa, protegiendo a los prófugos de la justicia de sus Estados y, por centrarnos en el grave problema que nos afecta ahora, la actitud insolidaria que están manteniendo con los países del sur ante la pandemia que, si bien se ha cebado hasta ahora en los países mediterráneos, acabará extendiéndose a todos los demás. Ahora, que aún no les ha tocado de lleno, no son capaces de dar una respuesta solidaria con los países del sur que lo necesitan. Vuelve a imponerse, por el momento, el individualismo calvinista. Mal presagio para el futuro de Europa.

San Juan, 29 de marzo de 2020.
José Luis Simón Cámara.

 

Amigos irrepetibles. 1

No podía evitarlo. A pesar de haber sido enredado varias veces por esa persona, caía siempre en sus ardides. Tampoco podía olvidar que en los momentos difíciles por los que había pasado, él fue mi única ayuda. Eso lo explicaba todo. Aquella noche de juerga le largué un billete de 50 para que pagara las copas y, entre el gentío, desapareció de mi vista. Me quedé sin copa y sin dinero. El caso es que minutos antes él le había comprado un bocadillo a un indigente con las monedas que le quedaban. Seguro que no me huía ni se escondía. Estaría buscándome como yo a él pero el trasiego del personal y la hora que se había hecho podría habernos ocultado a uno del otro a solo unos pasos. Mi relación con él era tan contradictoria. Yo no sé. Habíamos estudiado hasta la madrugada en aquella casa que mis padres tenían en el pueblo. Después de estudiar salíamos, a veces, tapados con una manta sobre los hombros a estirar las piernas y, casi sin descansar, cuando llegaba la hora del examen, nos montábamos en su moto y el fresco de la mañana se ocupaba de llevarnos despejados a la facultad, donde, antes de entrar al aula para demostrar nuestros conocimientos, pasábamos por la cantina. Allí Juan, el camarero, sin pedírselas nos ponía sendas copas de ginebra. Era nuestro desayuno. Eso una y otra vez durante varios días. Todos los que duraban los exámenes de Septiembre. Pasaron los años. Tiempo después de todo esto otro amigo mío, Keko, que vivía en un piso pegado al suyo, me dijo que había escuchado golpes, forcejeos y gritos por la madrugada en su casa. Se temía lo peor. En los días siguientes vio cómo su mujer se tapaba la cara cuando coincidían en el pasillo o en el ascensor, pero no podía ocultar hematomas y arañazos. No daba crédito cuando me lo contaba pero esta historia se repitió muchas veces. Coincidió además con un período en el que mi amigo bebía en exceso, hasta el punto de que le dieron una baja forzada por la inspección educativa, para rehabilitarse, alarmada la dirección del centro escolar por las denuncias de agresividad hechas por alumnos y padres. Apenas nos veíamos ya en esa época. Nuestra vida profesional y familiar se desarrollaba en distintas ciudades. Sólo esporádicamente, como aquella vez en que coincidimos en un restaurante. Mi madre y yo salíamos a comer para celebrar su cumpleaños, ya había muerto mi padre, y en otra mesa, solo, se encontraba él. Nos saludamos afectuosamente, como siempre, y cuando fui a pagar la comida de mi madre y mía, nos dijo el camarero que ya estaba pagada. La relación con su mujer había empeorado y ya no convivían. Un día recibí una llamada. Le ha dado un infarto a tu amigo en la habitación de un hotel junto a la playa. Había algo que, a pesar de todo, no podía olvidar. Aquel día que salíamos de la Universidad, como tantos otros, después de haber tomado algunos chatos cerca del teatro Romea, en el Yerbero, donde siempre nos atendía el camarero con dientes desajustados y una gran mancha roja en la cara. Íbamos, como siempre, tres o cuatro amigos por la calle Trapería, esa arteria peatonal de la ciudad, desde la que visitábamos distintos bares, La Viña, Hispano, Soportales, había muchos donde entre vino y vino dábamos rienda suelta a nuestros sueños. Yendo, como tantas veces, por esa calle tan familiar, dos tipos nos paran y dirigiéndose a mí me preguntan. ¿Es usted fulano de tal? ¿Quiénes son ustedes? Sin responder me enseñaron la placa. ¿Cómo iba a decir que no?. Acompáñenos. Mis amigos dudaron. No sabían qué hacer. Pregunté si podían acompañarme. Pueden hacer lo que quieran hasta la puerta de la comisaría. Uno de ellos continuó unos pasos más con nosotros y se despidió. El otro, el que de madrugada paseaba conmigo bajo la manta, el que me llevaba en la moto, el que maltrataba a su mujer, siguió conmigo y me acompañó hasta la puerta de la Comisaría donde, a pesar de su insistencia, no lo dejaron entrar. Allí ya, un inspector me dio un bofetón en respuesta a mi silencio y a partir de ese momento comenzó la noche oscura.

San Juan, 28 de marzo de 2020.
José Luis Simón Cámara.