Cormac McCarthy.

“Da igual lo que los hombres opinen de la guerra, dijo el juez. La guerra sigue. Es como preguntar lo que opinan de la piedra. La guerra siempre ha estado ahí. Antes de que el hombre existiera, la guerra ya lo esperaba. El oficio supremo a la espera de su supremo artífice. Así era entonces y así será siempre. Así y de ninguna otra forma”[1]

Este texto es una declaración del juez Holden, personaje clave junto al capitán Glanton, en el desarrollo de la historia que cuenta Cormac McCarthy.

Estoy leyendo a este escritor norteamericano, aún vivo, aunque no sé cómo, rodeado de tanta muerte en sus novelas. No había leído nada suyo hasta caer en mis manos “Meridiano de sangre”. Me ha impresionado su sobriedad y su violencia. La brutalidad de los hechos que describe desalientan, interiorizados como tenemos los derechos humanos. En resumen, el derecho a caminar libremente por el mundo sin más restricciones que el respeto a ese mismo derecho de todos los demás. El contraste entre esos derechos y lo que cuenta el novelista es tan fuerte que chirría. Veamos dos ejemplos:

“Glanton echó un vistazo a la plaza. El pueblo parecía desierto. Su caballo se inclinó para olfatear a la vieja. La encontramos en un campamento de cazadores unos doce kilómetros río arriba, dijo Webster. No puede andar. No sé qué estaba haciendo allí esta vieja. Cuidado, capitán. Muerde. La vieja había levantado la vista a la altura de sus rodillas. Glanton apartó el caballo, sacó de su funda una de las pesadas pistolas de arzón y la amartilló. Ojo. Varios hombres se echaron atrás. La mujer levantó la vista. Ni valor ni congoja en sus ojos viejos. Glanton señaló con la mano izquierda y ella se volvió para mirar en aquella dirección y él le apoyó la pistola en la cabeza y disparó. Un boquete grande como un puño apareció entre un vómito de coágulos en el lado opuesto de la cabeza de la mujer y ésta cayó muerta sin remisión en un charco de sangre.” [2]

“Cuando entraron en la habitación de Glanton este se incorporó al instante y miró a su alrededor con ojos desorbitados. Caballo en Pelo se subió a la cama con él y se quedó allí de pie mientras uno de sus asistentes le pasaba a su mano derecha un hacha corriente cuyo astil de nogal ostentaba motivos paganos y adornos de plumas de aves de presa. Glanton escupió. Corta de una vez, fantoche piel roja, dijo, y el viejo levantó el hacha y hendió la cabeza de John Joel Glanton hasta la caña del pulmón” [3]

La historia está situada a mediados del siglo XIX. Blancos e indios actuaban con parecida crueldad. No hay juicios de valor. Evidentemente aún faltaban muchos años para la promulgación de esos derechos a los que nos hemos referido.

Pero reflexionemos. Si contrastamos en nuestra vida, en nuestra sociedad actual, esos mismos derechos con el funcionamiento de la gente, vemos que esa brutalidad descrita por el novelista es tan real como la vida misma. Salimos a la calle y vemos cómo un vehículo a toda velocidad aluniza en un escaparate sin mirar si se lleva a un peatón por delante. En la puerta de una discoteca un cuchillo corta la yugular a una joven. Un tío en coche pisa sucesivamente a su ex -mujer en la calle delante de su casa y, a veces, delante de sus hijos pequeños. Una alegre pandilla quema por diversión a un pobre indigente que duerme cobijado en un cajero. A una joven embarazada no le renuevan el contrato de trabajo. El Banco ha escrito tan minúscula la letra pequeña que luego se apropia las cláusulas preferentes del cliente. Un joven afeminado es rechazado en su búsqueda de trabajo. Y, como veréis, no hablo de los países donde se venden y compran las armas como churros. Casualmente el país donde se desarrolla la historia de Cormac.

San Juan, 20 de marzo de 2020.
José Luis Simón Cámara.

[1] “Meridiano de sangre”, de Cormac McCarthy, pág. 299.(Edit. Contemporánea de Bolsillo).
[2] Pág. 125.
[3] Pág. 329.

La peste

La mayor parte del tiempo lo dedicaban a colocarse la armadura. El enemigo era tan sutil que podía introducirse por cualquier rendija. No había que dejarle el más mínimo resquicio porque aprovechaba para filtrarse hasta por el estrechísimo hueco dejado por la aguja al coser las costuras si era ligeramente más gruesa que el hilo enhebrado a través del ojo.

Como aquellos guerreros medievales que eran izados desde la argolla colocada en lo alto de la espalda de la pesada armadura, algo así como 35 kilos, para dejarlos caer sobre su caballo. O como los astronautas con sus trajes espaciales.

Pero por donde no puede entrar la espada, la lanza o el hacha, por donde no puede entrar un pájaro, el vacío o una esquirla de asterisco, puede penetrar ese nuevo enemigo para el que estamos aún tan indefensos como los toreros antes de Fleming o los indios ante la sífilis, también llamada curiosamente, para que reflexionemos:

Mal francés, por italianos, alemanes e ingleses. Mal napolitano, por los franceses.

Mal polaco, por los rusos. Mal alemán, por los polacos. Mal chino, por los japoneses.

Mal cristiano, por los turcos. Mal portugués, por los españoles.

El caso es que se extendió por toda Europa, por el Nuevo Mundo y por las tierras del sol naciente, y la costumbre era culpar de ella a los países vecinos y rivales.

Como es sabido y demostrado cada noche a las 8, millones de manos anónimas salen al balcón para aplaudir a esos héroes de bata blanca que día y noche se juegan el pellejo. Nunca podremos agradecerles como se merecen su esfuerzo, entrega y riesgo. Porque si la mayoría, por prescripción sanitaria y gubernamental, estamos recluidos, como única forma de impedir que el mal se propague de forma salvaje, ellos no solo no están recluidos y resguardados sino que están en primera línea de combate enfrentándose al bicho que, en muchos casos y a pesar de las precauciones, puede darles alguna cornada.

No es casual que en estos tiempos se haya vuelto a poner de moda la novela de Albert Camus, “La peste”, donde en una ficción similar a la realidad que vivimos aparecen reflejadas la solidaridad y la miseria de los personajes. Desde aquellos que arriesgan su vida por ayudar a los infectados por la epidemia hasta los que quieren aprovecharse de la desgracia ajena para hacer negocio sin importarles un bledo sus conciudadanos. La novela, aparte de apoyarse en hechos reales, hubo una peste que asoló Orán en 1849, hace referencia a epidemias recientes y, sobre todo, esa invasión de ratas que propaga la peste es una alegoría de la invasión nazi de Francia y de Europa, en la que se puso a prueba el temple de personas y gobiernos, desde el colaboracionista de Vichy hasta la lucha de la resistencia francesa frente al nazismo. La peste, dice Tony Judt, no irrumpe inesperadamente. Se va extendiendo poco a poco, casi sin darnos cuenta se van aceptando hechos sin prever las consecuencias. Pestes y guerras cogen a las gentes siempre desprevenidas. La advertencia de Camus es bien clara al final de la novela:

“El bacilo de la peste nunca muere o desaparece completamente, puede permanecer dormido durante décadas en muebles y camas, espera pacientemente en dormitorios, sótanos, cajones, pañuelos y papeles viejos y quizá llegará un día en que, sólo para enseñarles a los hombres una lección y volverlos desdichados, la peste despertará a sus ratas y las enviará a morir en alguna ciudad feliz”

San Juan, 19 de marzo de 2020.
José Luis Simón Cámara.

El viento.

Si fuera capaz el viento de arrastrar toda la podredumbre que nos rodea.

Ese viento que, desatado, quiebra árboles centenarios y leñosos.

Ese viento que hace rodar objetos que no tienen ruedas.

Ese viento que arranca las placas de hielo en la montaña.

Ese viento que despeina a las damas amantes de la peluquería.

Ese viento que sonroja a los calvos desprovistos de su peluquín.

Ese viento que susurra cambios de color en las hojas de los álamos.

Ese viento huracanado que hace zozobrar los más poderosos navíos.

Ese viento, el tornado, que devora al azar cuanto encuentra a su paso.

Ese viento que nos acaricia y adormece.

Ese viento austral que revuelve la cabellera y hace enloquecer.

Ese viento que se cuela a través de todas las rendijas.

Ese viento que propaga las semillas voladoras.

Ese viento, brisa, que suaviza las interminables noches de bochorno.

Ese viento que levanta los tejados de las casas y deja sin protección a sus sorprendidos habitantes.

Ese viento que remueve y trasporta toneladas de arena del desierto e inunda islas y ciudades donde los aviones no pueden despegar cegados por su densidad.

Ese viento que se cuela entre los labios y los dientes parecen masticar berberechos arenosos.

Ese viento que peina las cabelleras de las palmeras y deja al descubierto sus gargantillas de oro.

Ese viento de la canícula que embota y nos deja tirados, sin aliento, como a una pequeña perra.

Ese viento que impulsa, hinchiendo sus velas, a una pesada nave como si fuera una pluma.

Ese viento de primavera que nos embriaga con el anestesiante perfume del azahar.

Ese frío viento del invierno que, al menos antes cuando niños, nos cortaba los labios y hacía brotar sabañones en orejas y manos.

Ese viento circular que, proveniente del Sáhara, mancha de arena con la lluvia casas, coches, calles y banderas.

Ese viento arremolinado que nos envuelve como una manta y no sabemos de dónde viene.

Ese viento que aviva y extiende el fuego que no pueden sofocar valles, montañas ni lluvia.

Ese viento que separa y junta caprichosamente a las nubes que bailan a su merced.

Ese viento del que se cuelgan los pájaros y parecen columpiarse siempre con una sonrisa fría.

Ese viento que trasporta una carta de amor extraviada a la casa donde ya no la esperaban.

Ese viento………….

Si al menos alguno de estos vientos o mejor aún todos juntos vinieran en nuestra ayuda y arrastraran la podredumbre que nos rodea a las profundidades marinas para allí encerrarla en otra caja de Pandora con siete candados de acero, nos veríamos libres del mal que nos arrincona e impide mirarnos a la cara, estrechar las manos y abrazar a las personas queridas.

San Juan, 18 de marzo de 2020.
José Luis Simón Cámara.

El séptimo sello.

Ni siquiera se puede acompañar a una amiga en su último viaje. Es verdad que nuestro contacto se había reducido mucho en los últimos años. Nada comparable a aquellos en que solo nos faltaba dormir juntos en la misma cama porque en próximas lo hicimos más de una vez cuando hartos de vino, de amistad y de poesía nos desparramábamos por habitaciones y pasillos, por camas, sofás y alfombras.

La madrugada nos sorprendía y ya seguíamos juntos hasta que nos desperezaban los primeros rayos de sol. Solíamos encontrarnos por el Barrio. Punto de encuentro en el que no había que quedar porque, como guiados por la flauta de Hamelín, todos nos dirigíamos hacia allí. ¿Cuándo? Al atardecer o con los últimos rayos de sol o con las pálidas luces de la luna. No nos gustaban las horas exactas ni andar mirando los relojes. Para estas cosas al menos. Porque en otras, ya me entendéis, la puntualidad milimétrica era imprescindible para cuidar el pellejo.

¿Se os ha olvidado acaso la aciaga existencia por doquier de la brigada político-social? Aquellos personajes de nuestra edad que rivalizaban con la moda juvenil del momento para camuflarse entre los que eran sus objetivos de detección y detención? Pero no me estoy refiriendo ahora a aquellos desalmados, sí, sí, sin alma, porque su hipocresía, cinismo y crueldad eran ilimitados, algunos incluso gozan aún de privilegios gracias a sus desmanes. A ésos, que han escrito sus páginas más negras y vergonzosas, que los borre el viento de la historia.

Ahora estoy hablando de los amigos, de todos aquellos que por lo menos teníamos en común hacer frente a sus fechorías. A los que teníamos en común, no ya los altos ideales de libertad y justicia, tan propios de la juventud, sino los más llanos y no por eso menos elevados, de vivir el momento, de aprovechar la juventud, de saborear todos los placeres que se ponían a nuestro alcance, tan limpios como pasear a cualquier hora por las calles, amanecer en brazos de una amiga sobre la arena de la playa o perseguirla entre las olas como si de una sirena se tratara.

En esas tardes, en esas noches, en esas madrugadas nos encontrábamos muchos amigos, de los que algunos ya no nos acompañan ni nos acompañarán jamás.

Con razón apurábamos hasta la última copa, porque ahora ya es imposible.

Con razón alargábamos la noche hasta llevarla a la madrugada porque ahora ya no es posible. Con razón prolongábamos los abrazos porque ahora ya no es posible.

Y no es que no podamos seguir alargando la noche o apurar la última copa o prolongar los abrazos.

Eso podemos seguir haciéndolo y vamos a seguir haciéndolo.

Lo que no podemos es hacerlo con los que ya se han ido. Hay ya muchos nombres en la lista. El último y más reciente es Susana. La última en caer, hace apenas dos días. La fluctuante Susana, tocada por los dioses en su cabellera con los rayos áureos y rozada en los últimos tiempos por la diosa Manía.

Se ha marchado sola en la madrugada, cogida de la mano de su amante de toda la vida. Y sola, acompañada a distancia por los espíritus de sus amigos, no en un aquelarre de flagelantes que intentan escapar de la peste a costa de látigos, cilicios e incensarios purificadores, sino formando una silenciosa y triste procesión cada vez menos numerosa, te retiras por el camino de las sombras.

En un último intento de seducción, y lo sabías porque lo habías visto en los libros de los filósofos y en los cuadros de los más famosos pintores de la historia, has querido jugar una partida de ajedrez con ella a pesar de que las figuras estaban marcadas y has perdido.

San Juan, 17 de marzo de 2020.
José Luis Simón Cámara.

La cola.

Era lo que se encontraba hoy por la calle. A ningún establecimiento de los que he ido o a los que me he acercado, he podido entrar directamente. En todos, más o menos larga, había una cola de gente convenientemente separada. Algunos con guantes de desinfección, otros con mascarilla, los había también, yo entre ellos, con guantes y mascarilla. Aun así, a pesar de esas medidas de protección, hay distintos tipos de colas. Está la, llamémosla así, cola india, manteniendo la distancia aproximada de un metro, aunque también depende de la altura y grosor del vecino. No es lo mismo una joven enclenque y bajita que un gordo señor de dos metros de altura. A un metro de la primera puede uno sentirse bastante lejos mientras que a dos del segundo te puede parecer muy cerca. Luego está la cola, ¿cómo llamarla? ¿no india? No parece muy adecuado. ¿Cola rostro pálido? Tampoco. Llamémosla, por decir algo, cola disforme, irregular o triangular, porque en función del sexo, tamaño, protección y ubicación, se va alargando sin guardar una línea regular.

Claro, si en una de esas colas hay un tipo con apariencia de poco o nada aseado, con barba descuidada, ropa maloliente, calcetines (si es que los lleva) de distinto color o agujereados, y encima tose intermitentemente y con tos seca; bueno, en ese caso las distancias se miden poniendo la mano de visera sobre los ojos.

Hay quienes llevan bolsa, otros cesta, algunos carrito y otros carro. Como dure mucho esta milonga veremos circular carros con motor por los supermercados. Porque, claro, esa es otra. Hasta ahora me he limitado a hablar solo de las tiendas, por llamarlas de alguna manera, tradicionales. Es en esas donde he encontrado este tipo de colas. En las panaderías o pequeñas tiendas donde aún se puede comprar embutido, carne y pan o en tiendas de verduras, ahora casi exclusivamente llevadas por paquistaníes. Los chinos, curiosamente, están casi todos cerrados. No sabemos si sentirán complejo de culpa por el azaroso origen del mal en su tierra de origen.

Lo de las grandes superficies o supermercados es otra historia. Esta mañana, como si estuviéramos en épocas de racionamiento, ya había colas interminables mucho antes de la hora de apertura. No sé si es que en el imaginario colectivo se ha desatado el atavismo de nuestros padres y abuelos cuando nos contaban las miserias que pasaron en la guerra y la posguerra. Los cajeros de algunos bancos ya no escupían dinero a primeras horas de la mañana. De allí la gente se dirigía a la puerta de los supermercados donde las colas llegaban a dar la vuelta a la manzana. No sé si hoy abrían más tarde por decisión superior o si los trabajadores rellenaban los estantes, vacíos de suministro, o si, temerosos de ser arrollados por el ansia compradora, trataban de prolongar el período de concienciación para atender sonriendo a toda esa gente que se les venía encima. Ya han circulado imágenes de establecimientos con las cajas de verduras y frutas rodando por el suelo. Incapaz de sumarme a una de esas colas devoradoras de todo lo que encuentran a su paso, me he limitado a mirarlas, no sé si con pena, resignación o disgusto. Y me he dado la vuelta pensando que es mejor la austeridad que la abundancia. Y, como esto no es posible llevarlo hasta sus últimas consecuencias, he recordado cuán sabio era Epicuro, aquel filósofo griego que, hastiado del bullicio y convenciones de la polis y de los vaivenes del mercado, se retiró a las afueras de Atenas, camino de El Pireo, donde desarrolló junto a sus discípulos su filosofía  sobre la vida, el amor y la felicidad, alimentándose de los productos de su huerta.

San Juan, 16 de marzo de 2020.
José Luis Simón Cámara