Fatalidad o fortuna.

Cuando vi aquella foto pensé cuál sería la razón por la que aquel viejo conocido mío posaba en ella junto a varios miembros del informal club de corredores “Atotrapo”. Era una foto de bienvenida en el aeropuerto a un corredor que venía de completar los 170 kilómetros del Mont Blanc. Pensaba preguntárselo a Jesús cuando lo viera corriendo en una de nuestras habituales quedadas semanales para ir hasta la playa y bañarnos. Un catarro suyo y un viaje mío han distanciado el encuentro y no he podido preguntarle por la foto en cuestión. No ha hecho falta. La lectura, ayer, del periódico Información, ha aclarado la incógnita.

Año 1987. Yo me estrenaba como director del Instituto de Enseñanza Media de San Juan. Aprovechando los días de fiesta con motivo del 9 de Octubre, día de la Comunidad Valenciana, hice un viaje a Londres con parientes y amigos. Con uno de ellos, Santi, me horadé la oreja con un pendiente en Carnaby Street. En el vuelo de regreso comencé a preocuparme por el impacto que podría tener entre alumnos, padres y profesores, ver al director con un pendiente. Preocupación que se desvaneció cuando en el mismo vuelo leí la noticia. Una explosión en las fiestas de El Campello, localidad costera alicantina, había provocado varios muertos, amputaciones, heridos graves. Entre ellos algunos alumnos del Instituto de San Juan y de su extensión, recién estrenada, en el Campello. Por aquellos días conocí al padre de uno de los alumnos afectados por la explosión, Andrés Aracil. Aficionado a la montaña, según él mismo me contó, había salido aquella fatídica mañana a caminar y estando en la ladera escuchó una deflagración tamizada por la lejanía. ¡Cómo podría imaginar sus consecuencias! Al regresar de su excursión fue cuando se dio de bruces con la realidad. Su hijo Andrés había sido uno de los alcanzados por la explosión. Amputación de una pierna. A partir de ahí todo un sendero de sufrimiento. Primero preocupación por su vida y después el durísimo proceso de adaptación a la nueva situación física, traumas, obsesiones, inadaptación, rechazo de la realidad. Fue en esta situación cuando lo conocí y tuve mayor contacto con aquel, ahora, viejo conocido de barba y cabellera blancas que aparecía en aquella foto. En el periódico de ayer, 9 de septiembre de 2018, casi 31 años después, leo la inquietante peripecia de un joven de Muchamiel que a sus 42 años ha pasado del negro pozo de la drogadicción a la atmósfera limpia y sana de la montaña, desde el infierno blanco de la cocaína a la blancura del Mont Blanc. Y siento cómo se aproxima la evidencia de lo que ya no es una sorpresa porque lo estoy intuyendo hasta confirmarlo a lo largo de la lectura de la noticia. De este joven, Cristian, con el que he coincidido ya más de una vez corriendo hacia la playa había oído comentar alguno de esos días que había tenido problemas con las drogas y estaba consiguiendo salir de aquel mundo. Lo que no podía suponer era que este joven era Cristian Aracil. Ahora entendía por qué aquel viejo conocido mío aparecía en la foto junto a él, dándole la bienvenida con los otros miembros del club Atotrapo. Aquel viejo conocido de barba y cabellera blancas, ¡con cuánta razón!, era su padre. Aquel viejo conocido era el padre de Andrés, el alumno de la pierna amputada. En aquellos fatídicos días de la explosión, Cristian era un niño de 11 años, Andrés tendría 15 ó 16. Dos duras pruebas para un hombre que, sin duda, ha tenido un temple de acero. Vayan desde estas líneas mi respeto y mi admiración.

San Juan, 10 de septiembre de 2018.
José Luis Simón Cámara.

Reencuentros. 2. Roncesvalles.

Después de muchos años sin hacer el camino de Santiago, el aburrimiento es capaz de corroerlo todo, hemos vuelto a hacerlo algunos de los supervivientes. En sentido simbólico lo digo porque la mayoría no ha vuelto a las andadas no por otras razones que no fueran una fascitis plantar, una prótesis de cadera, una cerradura que nos oculta a otro tras la puerta, o la desaparición en las islas del nacido, como Lázaro, junto al Tormes.

Fue en 2003 cuando aburridos de tanto entretenimiento, dejamos de repetir el camino que habíamos hecho desde 1992 cada dos años. Cada vez hacíamos uno de los 3 tramos en que lo habíamos dividido: Roncesvalles-Burgos, Burgos-León, León-Santiago. En esos años habíamos cubierto ya dos veces los 800 kilómetros del trayecto. Las carpetas llenas de fotos, diarios, compostelanas dormían durante largos años guardadas en las estanterías junto a las que guardan los cuadernos de los alumnos, los programas y los libros que nos han acompañado curso tras curso.

Fue en 2017, catorce años después, cuando uno de los peregrinos, nunca hemos dejado de vernos de vez en cuando para cenar y pasear por la ciudad, lanzó el guante. La verdad es que fue en una comida de las que solíamos hacer, y seguimos haciendo, casi todos los martes, José Luis Zamora, Paco González, Manolo Martínez y yo mismo. Cierto que Paco estaba un tiempo sin acudir porque fue el que quedó encerrado tras la puerta de su casa y durante dos años hemos dejado de verlo, aun así contábamos con él aunque no era fácil contactarlo.

Después de tantos años insensibles al camino, comenzamos a experimentar cierto cosquilleo hasta que volvió a entusiasmarnos nuevamente.

Salimos de Alicante por la mañana y al atardecer ya en Zubiri. A lo lejos Los Pirineos, ahora ya sin los Land Rover de la guardia civil alineados en la calle, como aquel año, 1994. Poco después de entre la niebla espesa emergía el ciclópeo monasterio de Roncesvalles. Creíamos que no habría dificultad para alojarnos. Estábamos equivocados. Las 250 plazas ocupadas. Cuando dejábamos las mochilas bajo las arcadas un monje se acercó a nosotros y nos dijo que lo siguiéramos. Ya alejados de la aglomeración de peregrinos que no cesaba de llegar indicó un punto en una esquina del patio donde nos citó una hora más tarde. Salimos hacia el bosque bajo una fina lluvia en busca de alguna vara de avellano como habíamos hecho hacía años. No conseguimos encontrar ninguna que nos acomodara, o estaban torcidas o muy gruesas, lo intrincado de la vegetación, la alambrada, la maleza mojada por la lluvia….

Nos estaba esperando en el punto de encuentro. Nos condujo a unas dependencias algo alejadas de los dormitorios más abarrotados. La verdad es que se agradecía porque buscábamos espacios más recogidos y menos bulliciosos. Había unas 6 literas y unos lavabos para un número reducido de peregrinos. Después de mostrarnos las dependencias retiró de su cabeza una especie de capucha que le cubría parte del rostro, la barba le tapaba el resto de la cara. La escasa luz del entorno nos había dificultado reconocerlo. Fue entonces cuando casi se nos caen los pocos enseres que llevábamos en las manos. Nos miramos incrédulos. Teníamos ante nuestros ojos a nuestro amigo Paco. Consciente de nuestra perplejidad hizo un gesto con el índice de la mano derecha sobre sus labios e intentamos controlar los impulsos efusivos casi inevitables después de tanto tiempo sin vernos. Una sonrisa o guiño achinado y una suave palmada a cada uno sobre los hombros junto a una leve inclinación de saludo. Para no despertar ninguna sospecha nos indicó el camino hacia el exterior y fuimos saliendo por un lateral del patio oscurecido hasta encontrarnos en los alrededores del monasterio. Nos encaminó hacia una especie de pérgola de madera disimulada entre la maleza y ya allí se exteriorizaron nuestros sentimientos y hasta los árboles se alborotaban sorprendidos de nuestras efusiones de cariño, de nuestros abrazos, de nuestros… no éramos capaces de articular nada con sentido, todo se iba en exclamaciones, guiños, besos, no dejábamos de palparnos como para comprobar que no era todo un espejismo, una alucinación. Afortunadamente estábamos los 4 y no podría atribuirse aquel encuentro a la enajenación ocasional de uno de nosotros, fruto del cansancio del largo viaje o del embrujo y magia del entorno o de la desorientación y densa niebla tras la lluvia que se alojaba en el ramaje del bosque lleno de helechos tan altos y frondosos que casi nos ocultaban de nosotros mismos.

 No, no fue mucho lo que discurrimos, sí bastante lo que hablamos pero tan atropelladamente que no sabría ahora concretar la línea de los discursos que mantuvimos. Una cosa sí era clara. Incomprensiblemente, dados su epicureísmo y su agnosticismo, se había dejado seducir por elementos hindúes en la búsqueda del nirvana, comunes a la tradición oriental y a algunas órdenes monásticas occidentales que basan la felicidad en el control de las pasiones para conseguir la ataraxia, un estadio en el dominio del deseo que permite el equilibrio y la ausencia de dolor o su regulación si se presenta. Varias veces desengañado en los campos del amor, de la política, de las relaciones,… había iniciado un nuevo camino que por el momento no le había aún decepcionado. Se encontraba y sentía, nos dijo, dueño de sus actos, dueño de sus sentimientos, dueño de sus pasiones. Alimentación justa, vida rodeado de aquellos bosques y el silencio de los claustros, habían conseguido llevar la paz a su corazón.

Nos acompañó ya de madrugada a los dormitorios y todos sabíamos sin necesidad de palabras que no volveríamos a vernos durante otro tiempo, quizá largo.

Ni el cansancio ni el amanecer lograron calmar el desasosiego que se había instalado en nuestro ser. Yo salí de la litera y me senté en el vestíbulo por donde vi pasar varias veces a Manolo en la penumbra de la noche mientras escuchaba los ronquidos del Pariente tamizados por la distancia.

A la mañana siguiente, casi a la hora en que por las copas de los árboles irrumpían los primeros rayos de sol, comenzamos a caminar y no salió ni una palabra de nuestros labios hasta después de haber dado muchos pasos.

Para los incrédulos doy testimonio de que todo lo que cuento ocurrió en el paso de los últimos días de Agosto a los primeros de Septiembre del año 2.017. Y tengo testigos que lo vieron con sus ojos y pueden atestiguarlo.

San Juan de Alicante, 27 de julio de 2018.
José Luis Simón Cámara.

Reencuentros. 1. Lovaina.

No me lo podía creer cuando, por pura casualidad creía yo, me iba encontrando en esas ciudades que he visitado a los amigos que yo, con perdón, y todos, creíamos que ya habían muerto. Estábamos en un error, en un gran error. Me los he ido encontrando por ahí en otro tipo de vida. Sí, sí, vivitos y coleando. Era tal el aburrimiento al que, según me fueron diciendo, habían llegado, que ninguna pena era superior a la de seguir la misma rutina de tantos años. Y lo mejor que se les ocurrió fue quitarse de en medio, así como suena. En algún otro viaje anterior había creído ver la sombra, el aire, los ademanes de alguno de los amigos desaparecidos, pero siempre lo atribuía a esos destellos producto de la añoranza que ni siquiera el paso del tiempo es capaz de atenuar. Pero en este último esa presencia fugaz, cruzando un callejón poco iluminado o reflejándose su figura en el escaparate recién rebasado o una cadencia del movimiento de sus brazos, un giro de cabeza, se han materializado físicamente ante mis narices. Me los he encontrado en los lugares más impensables pero a la vez más explicables. A uno de ellos, buscando la estatua de Erasmo de Rotterdam en las proximidades de la universidad de Lovaina, me lo he encontrado sentado en una cervecería discutiendo con unos estudiantes mientras se mesaba la larga barba negra y con su mano abierta como un peine se arreglaba la cabellera, los ojos encendidos, la palabra apasionada…. No, no lo entendía porque hablaban en flamenco. ¡Claro que lo había aprendido! ¡Cómo podría él vivir sin dominio de la lengua que ha sido siempre su arma más preciada! Cuando me vio aparecer saltó como impulsado por un resorte a pesar de sus kilos, aunque había mantenido el aspecto de los últimos años cuando por razones de salud cuidaba más su peso, y se echó a mis brazos besándome como si quisiera recuperar todos estos años en blanco. ¡Qué podría contaros de todo lo que nos hablamos y abrazamos, de todo lo que sentimos y recordamos hasta altas horas de la madrugada, como le había gustado siempre a él!. Y le seguía gustando como tuve la oportunidad y el inmenso e inimaginable placer de poder comprobar volviendo a repetir aquellos encuentros inolvidables ¡Quién lo iba a decir, precisamente en Lovaina, aquella ciudad donde yo había querido ir hace más de 50 años a estudiar sociología siguiendo la estela del cura-guerrillero colombiano Camilo Torres! Pues sí, allí me lo encontré como si tal cosa, como si hubiera vivido allí toda la vida. Y no lamentaba el pasado, al contrario, lo recordaba con agrado, pero tampoco lo echaba de menos. Era simplemente otra época de su vida, otra parte de su vida, tan intensa y excitante quizás como ésta, pero ya pasada. El sueño debió caer sobre nosotros después de tantas horas, después de tantas emociones. Cuando desperté Alfredo había desaparecido. Sí, se trataba de Alfredo Santo Juan. Y entonces recordé que cuando lo vi por última vez hace ya 12 años en el tanatorio de Valencia, tumbado en el ataúd, no parecía muerto, más bien parecía que estuviera simulando su muerte sin poder disimular un amago de sonrisa, oculta tras su barba, al comprobar por nuestro dolor que su representación era inmejorable, que su representación no tenía nada que envidiar al mejor elenco de profesionales del teatro. Ahora lo entendía todo. Ahora encajaban todas las piezas. Y todo gracias a la cancelación del vuelo de regreso y la inevitable prolongación de la estancia en Bruselas. Porque ésa fue la causa de la visita a Lovaina.

San Juan, 25 de julio de 2018.
José Luis Simón Cámara.

Estampas urbanas. 1. La pensión.

Siempre que iba a la capital tenía allí reservada la habitación. No era muy grande ni ostentosa pero un pequeño balcón sobre la plaza le daba más amplitud de la que realmente tenía. Además estaba aquella mujer. Antes de salir, el encargado quiso enseñarme las mejoras que habían hecho en la terraza, hasta entonces bastante descuidada. Yo tenía que ir a un pueblo de la periferia donde había encargado unas medicinas. Solo podía ir en tren. Nunca me llevaba el coche cuando iba a la ciudad a pasar unos días. Eran las 17.50 de la tarde y el anciano que me atendió me dijo con cierta impertinencia, pues no sabía nada de mí, únicamente que era forastero, que o cogía el tren de las 6 o me quedaba en tierra. Ya no podría comprar la otra medicina por falta de tiempo, además prefería hacerlo en la farmacia de la ciudad donde me podían cuidar el pájaro del posadero que no era precisamente un ornitólogo pero sí le gustaba adornar el luminoso vestíbulo de la pensión con el multicolor canto de un jilguero o de un canario. Regresaría a la ciudad, llegaría a la farmacia donde comprar la medicina que necesitaba y trataría el tema de los pájaros que en realidad era al dueño de la pensión al que le interesaba. Aceleraría las gestiones para volver a la pensión donde esperaba verla. No sabía nada de ella. Ni siquiera su nombre. A pesar de que no era la primera vez que nos cruzábamos. La verdad es que uno de los atractivos de la pensión, aparte de su céntrica situación cerca de la Puerta del Sol pero en una calle menos ruidosa y concurrida, era la discreción del personal en general: huéspedes y anfitriones. Nadie sabía nada de nadie. Y si lo sabía lo ocultaba como si no lo supiera. Bastante morena, en torno a los 40 años. No necesitaba abrir la boca para saludar. Me refiero a lo estrictamente necesario: “Hola”, “Buenos días”, “Hasta luego”. Un movimiento de sus ojos, una leve inclinación de su cabeza, la imperceptible separación de sus labios para dejar entrever los dientes blanquísimos y militarmente ordenados, hacían innecesarias las palabras. Desde la primera vez que la vi ya nunca me pasó desapercibida. Después de dos o tres estancias en que coincidimos en la pensión llegó a ser uno de los estímulos para que volviera a la capital. Siempre iba para oxigenarme, cambiar de aires, recorrer aquellos lugares que guardaban tantos recuerdos para mí, ponerme al día en la oferta cultural y sobre todo pasear sin rumbo por aquellas calles con sus viejas bodegas y algunos versos grabados en el asfalto. A partir de las primeras coincidencias con aquella dama quizá fue ése, aunque me cueste confesarlo, el principal motivo que me hacía encontrar un hueco para desplazarme unos días a la ciudad. Cada vez con más frecuencia. Mis viajes a la ciudad siguieron periódicamente sin un plan preconcebido. Pasaban los meses como pasan los vehículos por la carretera. Cuando se iba acumulando la monotonía crecía la inquietud hasta que se desencadenaba el ansia de escapada. Y la que tenía más a mano era la de la ciudad. Aquel viaje ya no la vi. Ni siquiera pregunté por ella. Era como un secreto. Un secreto de verdad. Porque no habíamos cruzado una sola palabra en todo el tiempo que habíamos coincidido. Era solo la mirada, el gesto, la disposición de las manos, de sus piernas cruzadas en mi presencia. Y así en dos ocasiones más. Cuando fui por tercera vez a la pensión, ya sin verla, después de varios meses, no hizo falta preguntar por ella. En la puerta de la habitación que ella solía ocupar había clavada una nota necrológica. “Después de periódicos y prolongados tratamientos oncológicos la Señora, todos sabéis a quién me refiero,(ni siquiera ponía su nombre), no ha podido superar el cáncer de hígado que la aquejaba desde hacía tiempo. Aquí tuvimos el honor de alojarla”.

San Juan, 15 de agosto de 2018.
José Luis Simón Cámara.

El gorrión, el mirlo y el cuervo.

Picoteando el agua de lluvia o del rocío de la noche o de la niebla condensada sobre el plato marrón, no distingo desde la ventana si de plástico o de cerámica, lo veo saltar al suelo y escarbar entre la hierba hasta volver nuevamente a la mesa con un insecto en el pico. Apenas posado sobre la mesa situada en el centro del jardín rodeado de árboles, despliega las alas agitadamente y, despavorido, emprende el vuelo. Se aproxima un mirlo.

El gorrión ha dejado en el plato agua que sigue bebiendo el mirlo. Tras una excursión al suelo regresa con una babosa en el pico y después de devorarla y limpiarse el pico en la hierba, de un vuelo al reluciente acebo se disfraza de payaso con sus bayas. Vuelto a la mesa se recrea en los variados tonos del verde. El seto, la madreselva, la yedra, el rosal, un avellano, el acebo, los tilos y el laurel.

Amplia gama de verdes en el patio trasero de una casa en el centro de Edimburgo.

Melville Terrace, 17, junto al hermoso parque Meadows, donde se multiplican las especies de flora y de fauna, incluidos los humanos que acuden a tumbarse sobre el césped, caminar despreocupadamente bajo los árboles o jugar a casi todos los deportes imaginables, fútbol, beisbol, polo, todo excepto el deporte allí inventado, el golf, por el daño que puede hacer una pelota tan dura en un parque tan frecuentado y por los muchos espacios de que disponen para su práctica en las proximidades.

¿Iba a perpetuarse, dueño y señor, el escaso tiempo que un mirlo aguanta en el mismo lugar? Súbitamente, en vuelo rasante, atravesó el tupido seto y desapareció de mi vista. No podía creer lo que estaba viendo.

Un cuervo se posaba desplegando sus alas sobre la mesa. Serenamente iba picoteando las migajas dejadas por el gorrión y el mirlo. Saltó al suelo cubierto de hierba que cedía a su paso y volvía a incorporarse. Aquí un gusano, allí una sabandija. Después, de un vuelo preciso, las bayas del laurel y el acebo.

Lo suyo era ya un banquete. Intrigado por su conducta he averiguado algunas cosas que desconocía hasta ahora. No se limitan, como solemos creer, a comer, volar y graznar. Son capaces de imitar el aullido de los lobos. Pueden indicar una dirección con el pico. Tienen una sola pareja pero se juntan con otros amigos para pasar el rato y, cuando hacen cosas que nos parecen extrañas, es para divertirse.

Y no sólo se alimentan, como los otros pájaros, de insectos, gusanos, ratones, carroña de animales muertos, bayas y cereales. Los cuervos, observando el comportamiento de vacas y ovejas, muy abundantes por estas tierras, llegan incluso a conocer cuándo se aproxima su parto, y entonces, escondidos, comienzan a quedarse a una distancia muy discreta, sin que ellas se den cuenta, para comerse la placenta.

Un gato negro, agazapado, observa el paso de las aves.

Edimburgo, 27 de Mayo de 2018.
José Luis Simón Cámara.