Buscando mi chanclo

Viaje a Escocia (Edimburgo, Stirling, Glasgow). 25-29 de Mayo de 2018.

Viernes, 25 de Mayo.

Larga espera en el aeropuerto de Alicante de toda la comitiva viajera a Edimburgo, suavizada por algunas tapas, cañas y refrescos. Dispersos por el avión llegamos a las 2.30 (1.30, hora local a partir de ahora). Frío, por lo poco abrigados, algunos. En laberínticos pasillos mostramos el pasaporte o carnet y enseguida encontramos tres taxis para nuestros respectivos apartamentos. El grupo más numeroso, de 8, formado por las parejas de Mariángeles-Jesús, MºJesús-Pepe, Martina-Uwe y Lola-Rafa, se marcha en una dirección y el otro grupo, Julia, Juanma, Pinki y yo, hacia Melville Terrace, 17. 20 libras. En la pared, junto a la puerta, un número cifrado nos abre una caja metálica donde está la llave. Casa de planta baja, fría. Juanma encuentra la caldera y la pone en funcionamiento. Salón, cocina, aseo, dos habitaciones, una con cama de matrimonio y otra con dos camas. Además dos habitáculos para utensilios de la casa. El día anterior había llegado la avanzadilla de la familia Mufy, es decir, Juan Carlos-Patri, sus respectivas madres, Quique y su sobrino Marco, que se alojan en otro apartamento muy cerca del de los del primer grupo.

Sábado, 26 de Mayo.

Frente a nuestro apartamento, Melville Terrace, 17, el parque Meadows, un pulmón cubierto de césped y todo tipo de árboles: tilos, avellanos, castaños… y cientos de niños jugando en equipos, jóvenes corriendo, otros sentados al escaso sol. Lo atravesamos en dirección al centro histórico. Allí hemos quedado con un guía a las 10.30. Viene del país vasco y nos lleva por lo más típico inoculándonos la poca simpatía de lo escocés por los ingleses a base de datos, anécdotas. Pronuncia tan aceleradamente que se traga muchas sílabas y, a veces, se hace casi incomprensible. Visitamos la superficie de la tumba de Knok, el corazón de piedra sobre el que se puede escupir, las guerras fratricidas de religión entre católicos y Covenants (palabra escocesa que significa “promesa solemne”: eran los protestantes reformados presbiterianos o puritanos que se unieron contra los católicos). Ya sin el guía, hemos paseado en grupo y finalmente, a últimas horas de la mañana, rodeando el impresionante castillo sobre la negra roca volcánica, como hormigas diminutas por la falda del peñasco, hemos entrado a un pub donde han tardado una larguísima hora en darnos de comer. Eso sí, nos hemos bebido lo indecible, sobre todo el amigo Pinki, que no cesaba de hacer viajes a la barra en busca de pintas de cerveza o chupitos de wisky y a los servicios a desbeber.

Acabada la comida un grupo ha ido en busca de los dorsales y otros han deambulado, como hacía Horacio por Roma, “entre la engañosa multitud”, tomando café y escuchando el “parakalós” (gracias) griego en esta ciudad donde se pueden escuchar todas las lenguas imaginables y ver atuendos de todas las religiones y barbas de todos los muslimes. Incluso jóvenes con las orejas, no ya con el piercing tradicional, sino con aros que han horadado y adaptado a su forma, como en las antiguas tribus africanas, la oreja totalmente deformada. Aún no hemos visto por aquí el labio prolongado para albergar un plato, como la bolsa del cormorán para guardar la caza marina.

No encontraba el grupo de los dorsales el del llamado Josele, por más que se empeñaban en su búsqueda. Ante la insistencia de los colegas y la dedicación de la chica, que ha sido merecedora de un aplauso, le han conseguido otro dorsal. Pero ¿cómo iban a encontrarlo si el buscado dorsal estaba en poder del susodicho hacía ya casi un mes y dormía en el fondo de su maleta? Le había sido enviado por correo a San Juan.

Entre unos y otros quehaceres, el tiempo ha pasado volando y apenas hemos tenido ya tiempo de acercarnos a casa unos minutos y ponernos otra vez en camino para la cena en la pizzería “Ciao Roma” de el 64 de la calle South Bridge, repleta de gente en las distintas dependencias que se asoman a dos calles. El camarero italiano, a pesar de la demora en el servicio a algunos de los comensales, ha hecho alarde del carácter latino bromeando con unos y con otros, en especial con el políglota Andrés Basso Romero de Hoyos, abreviado, Pinki, en permanente puya futbolística además con Felete, Rafa Olivares, irreconciliables defensores de los mayores rivales del fútbol hispano. Justamente a la hora de la cena se jugaba la final de la Champion entre el Liverpool y el Madrid en Kiev. Hemos salido del restaurant y nos hemos dirigido al punto de salida de la carrera para su reconocimiento. Mañana, Domingo, unos a las 8 y otros a las 10 comenzamos en Potterrow las respectivas carreras. A las 8 la Media Maratón y a las 10 la Maratón.

Domingo, 27 de Mayo.

Con el rocío de la noche chorreando por las tiernas hojas de los árboles me he ido acercando sin necesidad de guía, solo siguiendo a gentes que confluían de todas las calles de las proximidades, a Poterrow Place, desde donde salía la carrera. Unos enormes tráilers numerados recogían las bolsas con el número de identificación de los corredores, distinguidos también por colores y número según su categoría, tiempo aproximado y edad. Me he encontrado en el punto de cita con los amigos: Pepe, Rafa, Juan Carlos y Quique. No lejos una imponente mezquita, hasta aquí han llegado los seguidores de Mahoma desde el desierto a este paraíso vegetal. La gente no para de moverse. 8 grados, altísima humedad, niebla pegajosa y nosotros con pantalón y camiseta de manga corta. A las 8.05 ha comenzado a moverse la multitud. Hemos pasado 7 minutos después por debajo del arco de salida. Primeras millas, así lo cuentan aquí, por la ciudad con toboganes y bajadas pronunciadas hasta llegar casi al nivel del mar. Alejándonos de la ciudad va aumentando la arboleda, los jardines, unos cerros vestidos de amarillo chillón y abajo en una zona lacustre unos inmensos y blanco cisnes hundiendo su largo cuello entre el plumaje o navegando altivamente con su cuello de interrogación. El frío ha desaparecido. Únicamente algo entumecidas las manos y, de momento, entre la bruma, el sordo sonido del mar, ese mar envuelto en bruma bajo cuya protección se cobijaban los barcos piratas, las naves vikingas que sorprendían a los asustados pescadores, secuestraban a sus mujeres, violaban a sus doncellas y se llevaban en las bodegas de sus naves el preciado licor que los nativos destilaban de sus cereales.

Kilómetros viendo el mar, la arena, las rocas, pájaros, el oleaje se confundía con la niebla espesa, por la orilla derecha de la carretera esas casas con jardín lleno de flores sin necesidad de riego, gentes aplaudiendo, niñas ofreciendo en cuencos gominolas, allá en un balcón una estelada y la consiguiente peineta de Rafa observada por un corredor local que le hace notar lo poco que le ha gustado al hispano, música y poco a poco vamos dejando el mar y adentrándonos entre la vegetación y más casitas con terraza. La observación de lo que nos rodeaba, de la gente, la conversación sobre mil asuntos que pasan por la cabeza para distraer del duro e interminable movimiento alternativo de las piernas, los avituallamientos, normalmente limitados a agua, con un gel en dos ocasiones. Ya a las 10 llevábamos casi vencida la carrera, apenas nos quedaban dos millas. Encontramos en uno de los giros a Pepe que nos había adelantado una milla larga y, animados por la proximidad del fin, el agua, los geles, las gominolas, la música, los ánimos de la gente, encaramos los últimos cientos de metros hasta ver ya los colores rojos de alfombras y el arco de paso de meta al alcance de los ojos. Pasamos bajo el arco cuando el reloj marca las 2.26 horas de comenzada la carrera, si bien es verdad que habíamos pasado 7 minutos después por el punto de salida. Los cuatro juntos atravesamos la meta. Relajación, medallas, bolsita de camiseta y recuerdos. Agua, estiramientos, recogida de bolsas, cambio de ropa y camino hacia los autobuses. Nos encontramos con los corredores de la Maratón. 25 minutos nos costó llegar hasta los autobuses que tardaron una hora en llevarnos a la zona universitaria próxima al punto de salida en Edimburgo. Larga ducha de agua caliente para reconfortar el cuerpo sometido al frío y el esfuerzo. Quedo con Pinki delante del “dedo de Hume”, la estatua del famoso filósofo que se encuentra en la confluencia de George IV Street y Royal Mille. Nos tomamos una caña en la barra de un bar donde se hace trizas una copa de cristal a nuestras espaldas. De allí bajamos en dirección al Grassmarket y pedimos un bocadillo pequeño de cochinillo riquísimo que devoramos junto al punto del Last Drop, donde los condenados a la horca se tomaban de verdad el último golpe. Nada que envidiar al cochinillo de Segovia, sobre todo la corteza, crujiente y sabrosa. Nos sentamos en la terraza del Pub The Beehive Inn no. 18—20 a beber una pinta cuando vimos venir a lo lejos al teutón de la blanca cabellera al viento. Uwe se sentó con nosotros a tomarse una negra enterita y después siguió rumbo a la búsqueda de la bufanda para su heredero. Apareció la familia Mufy y entre bromas y tragos nos despedimos, Pinki a gandulear por la calle y yo a descansar un rato al apartamento. Cuando nos preparábamos para salir a la cena llegó Pinki hecho polvo.

–¿A estas horas a cenar? Uf.. Tengo la barriga…! Diles que estoy vomitando. ¿Les sentará mal? ¿Es hoy la cena que encargamos o mañana? Creo que es mañana.

–Tío, haz lo que quieras. No va a pasar nada. ¿Cómo les va a sentar mal?

Finalmente se quedó en casa y nos marchamos Julia, Juanma y yo al encuentro del grupo. Autobús de línea hacia The Stable Bar en las afueras de la ciudad. Una estrecha carretera entre prados nos deja en una parada bajo los árboles y desde allí nos adentramos por un solitario camino que nos conduce a una especie de “cortijo” con un gran patio central. En otro tiempo hubo cuadras. Ahora los caballos pastan por los alrededores. Construcción sólida de piedra y en la esquina del fondo izquierda una acogedora venta con varios salones. Tenemos preparada una larga mesa en la zona elevada de un salón donde otros clientes se distribuyen en distintas mesas. El menú de ensaladas, pescado y carne ya está encargado. Todo abundante, quizá excesivo incluso para cuerpos agotados por el esfuerzo de la carrera. Evidentemente regado con el dorado líquido de la mies o de la uva, también de la lluvia. Regresamos al autobús, el primero se nos escapa, disfrutando de los hermosísimos árboles de proporciones casi descomunales que nos protegen con sus altísimas ramas.

Lunes, 28 de Mayo.
Excursión por Escocia.

En un autobús de dos pisos, lo que nos permitía bastante movilidad interna y nos la restaba en algunos lugares estrechos, salimos a las 7.30 en dirección a Stirling. En el camino hacemos dos paradas breves: una junto al canal de Forth y Clyde, en Falkirk, donde aparecen dos gigantescas cabezas de caballo, obra del escultor Andy Scott, hecha con láminas de acero. Rinden homenaje al caballo, tan importante en la historia militar y agrícola de Escocia; pero no son caballos, son Kelpies, una criatura sobrenatural de la mitología escocesa que ronda lagos y ríos, cambiante de forma para atraer a sus víctimas que son arrastradas al fondo del lago y devoradas. La siguiente parada es para visitar la rueda de Falkirk, un ascensor giratorio de barcos. Se utiliza para salvar un desnivel de 24 metros. En 5 minutos la rueda gira 180 grados y eleva las embarcaciones hasta el nivel del canal para continuar su viaje. Fue inaugurado por la reina Isabel el 24 de Mayo de 2002 en el marco del festejo de sus bodas de oro en la Corona. Pero las primeras esclusas fueron construidas en 1790 y permitían navegar a los barcos. Con el tiempo quedaron en desuso y ahora cumplen una función turística.

Llegamos a Stirling, ciudad importante en la convulsa historia de las relaciones entre Inglaterra y Escocia. La primera parada fue junto al Puente de Stirling donde el reducido ejército del rebelde William Wallace consiguió con tretas imponerse al ejército inglés de Enrique I. Fue allí también donde otro luchador escocés, Robert de Bruce, consiguió años después, en 1314, ganar otra batalla contra Inglaterra. Subimos con dificultad, por lo estrecho del acceso, hasta la explanada al pie del castillo de Stirling, donde fue coronada a los pocos días de nacer la hija de Jacobo V, María Estuardo, el año 1542. Pasamos la zona de los fosos y accedimos a la entrada libre donde pudimos ver todos los objetos de recuerdo que hay en casi todos los lugares históricos: figuras, gorros, wisky, ….

Lago de Lomond.

Por unas estrechas carreteras con excesiva circulación e incluso colas, tratándose de un lunes, llegamos al mayor lago de Escocia donde se baña la gente hacinada sobre la escasa arena o haciendo equilibrios sobre las piedras. El lago Lomond tiene varias islas, hay deportes acuáticos, incluidas las atronadoras motos de agua que deben asustar a la fauna de los bosques circundantes que, como una espesa barba, rodean los alrededores de la boca. Sorprendente el cambio en unas horas de esa espesa bruma que humedece árboles y caminos y se mete hasta los huesos a este sol que atraviesa los árboles más frondosos y desnuda a los nativos que van desprendiéndose de las sucesivas capas de cebolla, como nuestro inefable y silencioso Pepe Gil, también caracterizado por su, a pesar de negarlo, inevitable distanciamiento permanente en las carreras.

Hoy nos prometíamos un día de descanso, relajado, viajando en autobús despreocupadamente por los alrededores y hasta las faldas de las “Highlands” tierras altas, sin llegar a pisarlas. Ver los inventos, equivalentes a la noria siria, para elevar el agua no sólo a través de esclusas, la arquitectura en honor a los caballos, soporte de la guerra y la agricultura en otros tiempos, Stirling, ciudad histórica por las muchas y decisivas batallas y finalmente Glasgow.

Ése era el objetivo. Hemos llegado a todos sitios, pero con tanto retraso que algunos de los lugares que pensábamos visitar estaban ya cerrados.

A lo largo del camino, el guía y conductor, dos personas en un mismo dios, nos ha dado por la mañana un breve aperitivo histórico. Pero no podíamos imaginarnos lo que nos esperaba por la tarde. Se le ha desatado una diarrea histórico-biográfica imparable que nos hacía escalar desde la planta baja al 2º piso del autobús y había un trasiego de subidas y bajadas tratando de huir de aquella inagotable voz que nos perseguía a golpe de datos, no sabemos si inventados o mezclados. Era tal el embale que llevaba, solo lo interrumpía unos segundos para revisar el GPS que, por fuerza, lo confundía, o para atender alguna complicación de tráfico que requería toda su atención, especialmente dedicada a su discurso. Aunque nos decía, por las largas colas en la carretera, que podía tratarse de un “bank holiday” o día de fiesta de la banca que prácticamente paralizaba toda actividad comercial, razón por la que en todas partes había mucha gente y en la carretera mucho tráfico, lo ha comprobado Martina, y mucho nos tememos que el conductor y guía lo sabía positivamente, lo que le permitiría explayarse a sus anchas sin posibilidad alguna de escapar a sus designios, atrapados como estábamos en un embotellamiento de varias horas que nos ha restado la posibilidad de ver el museo del transporte en Glasgow, cerrado a las 5 de la tarde.

Llegada a Glasgow.

Aparcó el autobús por el centro de la ciudad y nos dirigimos a la plaza del Ayuntamiento. Monumento a los escoceses muertos en la gran guerra o 1ª mundial y gran columna que emula a la de Trafalgar Square en Londres. Por la George Street nos encaminamos hacia la zona universitaria, edificios mastodónticos, algunos más modernos con grafittis que cubren toda la pared y retratos de personajes relacionados con el mundo universitario. Llegamos al entorno de la catedral gótica con estatuas de hombres ilustres, desde Livingstone a Thomas Campbelll, siempre al lado el cementerio y a lo lejos, tras el perfil de la catedral, en la lejana colina un erizado muestrario de cruces y monumentos funerarios. Regresamos al autobús repartiéndonos el cansancio de Marco, el niño de la excursión, y reiniciamos el viaje a Edimburgo.

Sancho, no el del Quijote, con mucho más sentido de la oportunidad y de la medida que el que nos tocó en suerte como guía y conductor, volvió a las andadas o “volantadas”, porque a la vez que hablaba, movía los brazos y manos gesticulando como si tuviera el público delante, aunque estaba solo y aislado en su cabina. Cuando se le acabaron los temas propiamente turísticos, como las repetidas historias sobre Fleming y Churchil o loas reiteradas en versión ampliada de William Wallace o de Robert de Bruce, entonces echó mano al repertorio de sus experiencias personales que, mientras se limitaron por la mañana a una ligera y oportuna referencia a sus primeros pasos en la emigración, se trataba de un joven mallorquín hijo de emigrante rusa y padre francés, tuvo cierta lógica pues hacía referencia a la cuantiosa población española que hay en la zona de Edimburgo. Sólo en la fábrica de galletas de Edimburgo, que abastece a medio Reino Unido, la mitad de la plantilla, unos 600, son españoles. Él comenzó en la construcción y sufrió una caída que le fracturó la pierna dejándolo inútil. Después de mucha pelea, pues querían que se marchara a España, consiguió que lo atendieran y vive desde entonces en el piso 12 y último de un edificio en las afueras de la ciudad. Hasta ahí bien, por la mañana. Pero luego, por la tarde, en el viaje de regreso, inexplicablemente comenzó a explayarse en historias personales y de amigos, algo sin interés alguno para la tripulación, cuando además había comenzado el viaje de regreso diciendo que tras unas breves palabras iba a pasarle el micrófono a uno de los excursionistas que pensaba contar la sorprendente y trágica historia de María Estuardo, una de las reinas de Escocia en una de sus épocas más convulsas que coincidió con el reinado de su prima Isabel I de Inglaterra, corona a la que también ella aspiraba y quizá con más derecho que la propia Isabel si nos atenemos a la legalidad de los derechos dinásticos en el siglo XVI durante el que se desarrollaron sus reinados.

Martes, 29 de Mayo.

Sin prisas ni citas ni horarios nos hemos levantado esta mañana, última de estancia en Escocia. Ninguno de los habitantes de Melville Terrace teníamos la tarjeta de embarque para el vuelo impresa. El hábil y silencioso Juan Manuel, se podría decir lo mismo de su discretísima y, según mi amigo Pinki, sabia compañera, consiguió hacérnosla visible en el móvil y supusimos que esa modalidad sería suficiente para el vuelo de regreso. Hechas las maletas hemos salido de casa unos y otros. Tras el luminoso y caluroso paréntesis de ayer, la niebla ha vuelto a colgarse de los árboles y edificios. Una ligerísima llovizna, lo que por nuestra tierra llamamos chirimiri, nos caía al principio del paseo. Buscando calles alternativas a las habituales hemos dado con el Museo Nacional de Escocia donde hemos visitado algunas salas: los primeros aeroplanos, colgados del techo, la impresionante mandíbula de ballena, la oveja Dolly… Hemos comprado algunos regalos y vuelta a la calle, otra vez humedad condensada. Rincón donde se encuentra el museo de los escritores, entrada a la catedral de St. Giles, gótica, de hermosas y luminosas vidrieras, sin imágenes porque es protestante, excepto la sombría estatua de tamaño humano, aunque él fuera inhumano, junto a la que se ha hecho una foto mi amigo Pinki. Se trataba de Jhon Knox, uno de los más intransigentes presbiterianos de inspiración calvinista que fustigó lo que consideró vicios de María Estuardo y no eran más que juegos infantiles de diversión o distracción, aunque él gustaba para sí disfrutar de jóvenes mozas. Frente a la catedral una estatua de Walter Scott y a la espalda unas tumbas entre las que se encuentra la del fanático Knox, bajo la piedra nº 23. Hacemos algunas compras más de regalo y algo para comer en casa antes de llamar al taxi que nos llevaría al aeropuerto, tema del que se ocupó Juan Manuel con tanta eficacia que cuando montábamos en el taxi se presentó un segundo taxi y ya en el aeropuerto se nos ofrecía un tercero. Las tarjetas de embarque en el móvil han cumplido su función y luego, tras algún despiste de correas y líquidos no introducidos en bolsas de plástico transparentes, con los pies descalzos sin bolsa de protección, hemos cruzado los largos pasillos de supermercados con intentos fructíferos e infructuosos en la compra de distintos objetos y wiskys escoceses. Poco antes de subir al avión ya hemos visto un ruidoso grupo de jóvenes que como se ha confirmado después iban de despedida de solteros con un nivel alcohólico bastante elevado porque no han parado de vociferar a lo largo de todo el vuelo. Curiosamente parece que llegamos a Alicante envueltos en niebla, como si nos hubiera acompañado desde las lejanas tierras del norte.

Ya en la cinta que escupe las maletas, despedida, besos, abrazos. Eran las 9.30 de la noche.

Hay, sin duda, muchos detalles, percances, anécdotas, curiosidades que me escapan por olvido o por no haber sido testigo de los mismos. Animo al que quiera hacerlos inolvidables a que los escriba. Quiero dejar constancia también de lo mucho que este viaje debe al esfuerzo y dedicación de nuestros amigos y guías Martina y Jesús, sin cuya entrega y cariño nada hubiera sido igual.

San Juan, 3 de junio de 2018.
José Luis Simón Cámara.

Marineras. 3.

Camino, como tantas veces, como tantos días, por la playa, abstraído en la contemplación de los caballitos de mar, esa efímera espuma blanca galopante, a lo lejos, salpicado por las gotas escapadas del recio volumen envolvente de las olas y levantadas por el viento hasta refrescar brazos, piernas y cara desnudos.

Difícil distinguir algunos días las caricias del agua y de la finísima arena, también transportada por el viento.

Ese mar inmenso, su relajante sonido ininterrumpido, descansando de la fatigosa y permanente costumbre o vicio o necesidad del pensar, que en ocasiones puede llegar a taladrarnos el cerebro.

Solo preocupado de no ser sorprendido por una de esas olas más atrevidas que la mayoría, una de esas olas que inopinadamente se resiste a ser engullida por la arena y llega hasta lamer los pies aún calzados.

Es mientras paseo, como digo, cuando me la encuentro en medio del camino.

Las alas extendidas, boca arriba, las patas alineadas, el pecho aún erguido, la cabeza hacia un lado posada en la arena.

Rodeada de algas, unas verdes y aún brillantes, seguramente recién arrancadas de sus raíces por el temporal, otras ya marchitas, marrones y deshilachadas, también algunos rizomas rugosos, esponjas de mar, hinchadas sus oquedades que recuerdan a ese famoso queso francés.

Y ella allí, junto al mar batiendo, ese mar sobre el que tantas veces ha planeado vertiginosamente hasta zambullirse intentando sorprender a la presa, pobre pececillo desconocedor de que su destino iba a ser sobrevolar su medio acuoso asfixiándose atravesado en el pico de una de esas aves.

Esos pajarracos de sordo graznido que proyectan su sombra en el agua, como un negro presagio, mientras rastrean la estela fugaz de los pececillos ignorantes de sus aviesas intenciones, después de todo tan sensatas como las suyas, como buscar alimento, como hacer por la vida, puro instinto de supervivencia, fuerzas de la naturaleza enfrentadas.

Siempre es triste ver el fin de una vida.

Un pájaro desaparecido en pleno vuelo devorado por una rapaz.

O en caída vertical, interrumpido su vuelo por el disparo de un cazador.

Un ciervo que salta de risco en risco hasta que una bala lo detiene y muerde el polvo que su cuerpo levanta en el monte mientras hunde sus cuernos contra el destino.

Siempre o, casi siempre, es triste el fin de una vida.

Pues sí, allí estaba inmóvil la gaviota.

Si acaso el leve vaivén de las alas movidas por los últimos cabrilleos de las olas al fin de su recorrido, ya sin fuerza, y en su regreso a las cóncavas profundidades.

Aves que se remontan, si el viento en contra, o caen en picado, si a favor, ebrias de velocidad, batiéndose sin rumbo, por el solo placer del vuelo, por el solo placer del viaje, mezclando en su borrachera el azul del mar y el del cielo, perdida la noción del arriba y el abajo, sujetos a un giro de sus alas.

También las gaviotas aparecen un día muertas en la playa.

Como aquélla.

San Juan,24 de abril de 2018.
José Luis Simón Cámara.

Laderas del Machu Picchu1

Las huellas húmedas de sus pies descalzos iban dejando por el aire un aroma que, como el canto de las sirenas enloquecía a Ulises, me forzaba a seguir el sensual zigzagueo de su culo, ostensible a través de la falda sudada y pegada a sus  delicadas y turgentes nalgas. Su atracción era irresistible. Como un perro en celo mi apetito se acrecentaba según me iba aproximando al objeto de deseo. Si su solo meneo era una incitación incontrolable, la contemplación del  rostro en uno de sus alegres giros, fue ya un hechizo. Afrodita quisiera par sí sus atractivos. Ni la fría blancura de las valkirias del norte ni el negror invisible de las tribus abisinias. Un cálido atezado,  no sé si cruce de   blanco y de negra o de indio y de blanca o de mestizos, tal es la variedad de posibilidades…

Una morenaza de hombros contorneados, ojos escondidos tras la cortina del cabello negro como el azabache, expresivos, sugerentes, absorbentes. Mi atención se centra en ellos, es lo único que veo. Ha desaparecido la montaña, han desaparecido las murallas, las llamas, la vegetación, solo sus ojos tras su cabellera movida por la brisa, solo ella, inalcanzable. El eco de su risa me perfora los oídos, su mirada me aturde, sus movimientos, no sé si juega o huye de mis pasos, me incitan a seguirla.

Laderas del Machu Picchu. No existe el tiempo en aquel espacio tan limpio, donde solo las huellas de piedra de seres que nos precedieron en aquellas altitudes, casi rozando el cielo, por encima de las nubes, apenas el oxígeno imprescindible, el pellejo sobre los huesos, imperceptible el paso del tiempo y, aun así, el deseo, siempre el deseo que prolonga el sufrimiento de la especie por el goce. Bajando de aquellas laderas tropecé con ella, una pared vegetal le corta el paso. Se gira frente a mí que la sigo a poca distancia. Una chola,  que dicen, y se me encaró como un gato acorralado:

–Tío, ¿cómo se te ocurre venir a babearme si tu espada flamígera hace ya tiempo que perdió el temple? Eres demasiado viejo. Regresa a la montaña,  encomiéndate a los dioses con los que bien pronto te vas a reunir y déjame a mí gozar mi juventud.

–Qué cosas tiene la vida, pensé yo.

Con la agilidad de una gacela, riendo como una hiena, se esfumó entre la muralla vegetal.

¿Tendría razón aquella joven salvaje, desconocedora, sin duda, de las correrías de Gilgamesh huyendo de la muerte, de los viajes de Ulises hasta llegar a los brazos de Penélope en Ítaca o de los pactos de Fausto en busca de la eterna juventud?

¿Qué sabría ella de todo eso?

¿Qué sabría ella de las viejas cenizas apagadas que, removidas por el viento de la pasión, atizan la hoguera adormecida por el paso del tiempo?

San Juan, 4 de abril de 2018.
José Luis Simón Cámara.

1 Andanzas de mi amigo Andrés Basso Romero de Hoyos alias Pinki, viajero infatigable en busca del brebaje de la mocedad prolongada, sea cuerno de rinoceronte, leche de llama, uña de oso polar o diente de cóndor.

Sueños. 36.

“Si no sabes que cuando canta Sinatra en Washington la Casa Blanca en pleno se traslada hasta el teatro es que no sabes nada ni de Sinatra ni de Washington”.

Como si para mí fuera un baldón desconocer la vida del cantante y los entresijos de la Casa Blanca. Sí, había leído historias de cuando Ava Gardner, entonces casada con Sinatra, bajaba las escaleras del hotel Palas en Madrid, después de haber recorrido tablaos y tabernas con el torero Dominguín, envuelta en su abrigo de piel que abría mostrando su desnudez y dejando boquiabiertos a los muchos admiradores que se agolpaban en los salones del hotel ansiosos por ver a su ídolo. También sabía de los chismes que circulaban por los burladeros de Washington sobre Kennedy, Jacqueline y Marilyn. Pero a mí me interesaba bien poco todo eso. Apenas como una curiosidad. Lo que a mí me interesaba desde hacía tiempo y me seguía interesando era ella. Ni Jacqueline ni Marilyn y mucho menos aún Sinatra y Dominguín. Pero ¿por qué me diría aquello a la vez que se desembarazaba de mis brazos?

Fue su manera de decirme que le quitara las manos de encima aquella rubia que me había costado tantos años llevarme al huerto.. Más clara no podía ser. Me gustaría o no pero lo dejaba bien claro. Lo cual siempre es de agradecer. Si algo aborrezco es la ambigüedad. Así, al menos, sabe uno a qué atenerse. Ni siquiera aquella noche pasamos a mayores. Apenas unos besos, un deslizamiento manual por sus sinuosos contornos y poco más. “Es mejor que todo siga como hasta ahora”, se limitó a decir.

Habíamos coincidido en otros viajes mucho tiempo antes cuando nuestros compromisos morales nos ataban más de lo que estábamos dispuestos a sobrepasar. Pero en aquella ocasión todo había resultado mucho más fácil. La misma ciudad, el mismo hotel y los dos solos. La ocasión era única.

Su propuesta era bien clara. Quería que fuéramos al teatro. Sería una de las pocas veces que podríamos escuchar a Sinatra. Primero porque daba la coincidencia de que estábamos en la capital del país, donde él actuaba, y en segundo lugar porque ya le quedaba poca mecha al cantante. En una actuación reciente la “pájara” le había hecho olvidar las letras de canciones que llevaba cantando muchos años.

No podía imaginarme que desaprovecháramos ocasión tan singular de dar rienda suelta a nuestros deseos reprimidos durante tanto tiempo. Quizás ella pensara que la actuación de “La Voz” ya no podría volver a repetirse para nosotros y sí, en cambio, nuestro encuentro. Quizá la asistencia al recital fuera solo un pretexto para posponerlo. Quizá pensara, ¡quién sabe! Que era mejor mantener esa permanente situación de deseo no satisfecho para evitar que se desvaneciera el hechizo de lo desconocido, de lo prohibido, que durante tantos años había alimentado nuestra mutua atracción. O quizás acabara de descubrir que sin todos los elementos que dificultaban nuestra relación hasta ahora, y que realmente la estimulaban, había desaparecido la razón principal de nuestra fascinación.

El caso es que, con desgana, ¡qué coño me importaba a mí Sinatra!, me vestí.

Ella ya lo había hecho. Nos fuimos al teatro. Llegados allí en una noche fría, vimos aglomeración de gente en las proximidades. Encima de las puertas de entrada al vestíbulo un gran cartel luminoso visible desde lejos no cesaba de parpadear.

“Suspendida la función por indisposición del artista”.

San Juan, 28 de febrero de 2018.
José Luis Simón Cámara.