Retazos. 27.

Monólogos en el bar.

Ojeando el periódico en el rincón más cobijado de la barra del bar donde me sirven el “ristreto” a mi gusto, con el vaso de agua, como en las cafeterías romanas, se sienta en el taburete de al lado del mío un señor de unos 80 años, al menos esos aparenta, con pinta y modales de antiguo agricultor, asiduo en sus visitas mañaneras. Aparta el periódico deportivo que tiene sobre la barra delante de los ojos y pide el café con leche.

En la televisión el programa de Susana Grisó entrevista a un tal Lluis Bassat, icono de la publicidad, catalán. Apenas se escucha la conversación entre el movimiento de vasos y bandejas, el arrastre de los taburetes y, sobre todo, el familiar ruido de la cafetera cuando esa membrana externa calienta la leche. Frases sueltas como “¿Qué le parece a usted el veto del ayuntamiento de Girona a la entrega de premios por el rey?”

–“¡Lamenteibol, como diría Forges”.

Forges está hoy y ayer en boca de todos porque acaba de subir al olimpo de sus dibujos.

Poco después, eran ya casi las 9 de la mañana, en la calle se escuchan los pasos precipitados de los padres que llevan a sus hijos al cole con un poco de retraso, comienza una tertulia donde el primer tema del día es la citación judicial del exmayor Trapero, hasta hace unos meses responsable de los Mossos de escuadra o fuerzas autonómicas de seguridad de Cataluña.

Mi vecino en un soliloquio, pues no va dirigido a nadie en concreto dice:

“El carro está atascado y no hay quien lo desatasque, ni para un lado ni para otro. Solo marear la perdiz. ¡Qué hartura! Por la mañana, por la noche, a todas horas, todos los días lo mismo”.

No sé si antes o después le pregunto al camarero:

–¿Cuántos grados había esta mañana cuando llegabas al bar, Pepe?

Pepe suele abrir el bar hacia las 5 de la mañana. Enfrascado en la máquina de café no me ha escuchado. Su mujer le dice:

–“Te están hablando, Pepe”.

–Perdona, Simón, no te escuchaba.

Le repito la pregunta.

–“5 grados. Parece que ha nevado algo otra vez en la montaña”.

Como si no escuchara sigo hojeando el periódico. Otro cliente pide cambio al camarero para seguir echando monedas en la máquina tragaperras. La mujer del camarero le pregunta si hace falta algo más del mercado y así van pasando los minutos. Entra entonces un chico que fue amigo de mi amigo Chimo, muerto ya hace más de un año. Siempre lleva una bolsa de plástico en la mano con algo dentro, no sé si alguna botella, alguna verdura. Más bien, pienso, lo primero, porque parece consistente. Nunca la suelta de la mano. Sin pedirlo le ponen siempre un chupito de wisky en vaso fino y pequeño. Deja el dinero justo sobre el mostrador, se bebe el chupito, saluda y se va con su marcha siempre un poco renqueante. Poco después, nunca suelo estar más de 15 minutos, sigo los pasos del último que ha salido y atravieso la plaza o bien en busca del periódico, si es día de comprarlo o me dirijo al coche para regresar a casa.

San Juan, 26 de Febrero de 2018.
José Luis Simón Cámara.

Retazos. 26.

Posguerra.

No acababa de entender aquel desajuste horario. ¿Cómo, si había comenzado la carrera a una hora determinada, tardaba mucho menos de lo exigido para una distancia equivalente? Y es que se estaba produciendo una ruptura generalizada del orden, hasta hacía poco establecido. Todo lo que recordara la deplorable situación por la que habían pasado se había convertido en terapéuticamente destruible. Por eso las banderas de uno u otro signo, los usos horarios, los himnos, las distancias…; nada absolutamente podía volver a repetirse porque todo eso recordaba el pasado del que unos y otros estaban avergonzados. ¿Qué decir de los libros de historia, de las lenguas, de los medios de comunicación? ¿Cómo podían justificarse y por qué sucia causa los crímenes cometidos en su nombre por unos y por otros?

Porque, vamos, ya está bien de cargarle siempre el mochuelo al florentino. Nunca dijo esa frase universalmente a él atribuida: “El fin justifica los medios”. Eso lo han dicho quienes han querido utilizarlo para sus oscuros intereses. Como si ahora el verdugo Bachar El Asad, educado en los más exquisitos colegios y universidades de Damasco y de la metrópoli inglesa, tratara de justificar en el italiano los innombrables e innumerables crímenes que está perpetrando con su pueblo. Si es que puede decirse que un bicho de tal calaña tiene pueblo alguno que lo cobije o al que pertenezca.

Si Dante levantara la corona de laurel de su cabeza, necesitaría todo un bosque de laurisilva para ser nuevamente coronado después de imaginar aún más círculos infernales en su comedia, capaces de albergar a ser tan inhumano.

Para aclarar mis afirmaciones me permito recordar que la idea que dio origen a la frase atribuida a Maquiavelo corresponde más bien al libro en latín “Medulla theologiae moralis” (1645) del teólogo alemán Hermmann Busenbaum que dice: “Cum finis est licitus, etiam media sunt licita” (Cuando el fin es lícito, también los medios son lícitos). Y la acuñación definitiva de la frase se la debemos a Napoleón Bonaparte, al escribirla en la última página de su ejemplar de cabecera del libro “El príncipe” de Nicolás Maquiavelo:“Il fine giustifica i mezzi” (El fin justifica los medios).

Todo había desaparecido. Porque incluso las señales de tráfico y los carteles anunciadores de las distancias kilométricas estaban contaminados por las ideologías de uno y otro signo que habían ideado, en su afán por extenderse hasta los submundos de la incultura en que tenían y querían mantener al pueblo para así poder manejarlo a su antojo. Como en la edad media, los pintores, dirigidos por la iglesia, amedrentaban a los fieles con aquellos cuadros en los que mostraban las llamas del infierno, también ellos habían elaborado un sistema de formas y colores para a través de ellos propagar su ideología.

Ni siquiera el metro tenía los cien centímetros de siempre. Con razón el armario no cabía en aquella pared de la que yo, con tanto esmero, había tomado la medida pocos días antes.

Ahora empezaba a entenderlo todo.

San Juan, 28 de febrero de 2018.
José Luis Simón Cámara.

Retazos. 25.

De copas y metro por Madrid.

Después de tomarse unos vasos de vino, siempre exquisito, fino o dulce, en las viejas bodegas que aún se pueden encontrar por el Madrid antiguo, en una de ellas, me acaba de decir mi amigo, ha estado con alguien que dice haber hablado y tomado copas con Goya. Es bastante mayor desde luego ¡pero hasta ese punto!. Así que refiriéndose a mí él le ha dicho que un amigo suyo del Siscar asistió al entierro de Cervantes. Aquel ha seguido con la conversación como si los hechos ocurrieran fuera del tiempo porque no le ha dado la menor importancia a ese salto en la historia. O quizá es que no sabía con mucha exactitud la época a la que perteneció Cervantes. Después de todo, y tendría bastante razón si así lo pensara, Cervantes es mucho más contemporáneo nuestro que los romanos o los egipcios o que aquellas viejas luchas entre moros y cristianos que aún podemos ver incluso por las calles de Madrid hasta donde han venido unas embajadas turísticas del mediterráneo a promocionar sus fiestas.

Entre manzanilla, de Sanlúcar por supuesto, y wisky, si no es escocés él ni lo prueba, se ha pasado la mañana por la calle y finalmente, un poco lejos de su pensión, siempre la busca cerca de la puerta del Sol, le gusta estar bien centrado y saber por dónde pisa, ha bajado a los túneles del metro. Ya en el andén se le ha ido la vista tras una joven treintañera, alta como una jirafa y grácil como una gacela. También ella, en sus paseos de ida y vuelta por el no muy largo trayecto del andén lo miraba al pasar a su lado mientras esperaban el convoy. Ya dentro del vagón, bastante lleno, la chica, ágil y habituada sin duda a la caza del asiento, ha encontrado uno. Mi amigo Pinki, no podía ser otro al que le ocurran estas cosas, ha observado que la chica lo miraba hasta el punto de comenzar a hacerse ilusiones. “¿Por qué no le voy a gustar yo si ella me gusta a mí? Sesenta y nueve años recién cumplidos en el año del perro chino tampoco son tantos como para no poder tener otra aventura como la de hace años en París con aquella rubia libanesa. ¡Y creíamos que todas las árabes eran morenas! Porque la egipcia, sí, aquella sí que era morenaza y con el cabello ensortijado como imaginamos a los egipcios de ascendencia negra”.

Pues sí, la chica lo miraba con insistencia. Él, al principio, un poco ruborizado, le retiraba la mirada pero finalmente ha sucumbido a su insistencia y la ha mirado descaradamente. Entonces la chica se ha incorporado de su asiento y, dirigiéndose a él le ha dicho educadamente: “ Señor, siéntese usted, por favor”. El mundo se le ha venido abajo a mi amigo. ¡Fuera todas sus ilusiones! Esas pocas palabras tan correctas y delicadas lo han hundido en la miseria. Como el peso de muchos años le han caído encima y no ha sido capaz de rechazar la generosa y a la vez humillante oferta. La ha aceptado y se ha sentado dándole las gracias y sin atreverse ya casi a mirar la larguísima y atractiva línea que iba desde sus pies hasta su cabellera. Su mirada se perdía en el vacío.

Sólo el recuerdo de su conversación con el contertulio de Goya y la asistencia de su amigo al entierro de Cervantes volvieron a dibujarle una leve sonrisa en la cara.

Aquella chica se había confundido. Aún seguía siendo relativamente joven.

San Juan, 19 de febrero de 2018.
José Luis Simón Cámara.

Comunicado de wasap. Enviado por mi hermano.

“Ha muerto la tía Antonia del tío Porfirio”

Porfirio era hermano de mi madre. De los trece hijos de mis abuelos Nemesios, Porfirio era el antepenúltimo, Rosita la penúltima y Mensito el último. Por razones de edad sus relaciones eran más estrechas que con el resto de hermanos. Con Isabel, por ejemplo, 25 años mayor que mi madre, tenían una relación casi materno-filial. Porfirio me contó en más de una ocasión la historia del anillo. Siendo Rosita una jovenzuela perdió un anillo de oro. Pasaron los meses y no aparecía. Un día Porfirio se bajó los pantalones en medio del huerto, entre los naranjos, donde se acostumbraba hacer las necesidades fisiológicas, aún no había retrete entonces en las casa de la huerta, y mientras pasaba el tiempo se entretenía golpeando los tormos con una ramita seca de naranjo. Entre la tierra desgranada del tormo apareció brillante el anillo. Quizá alguna gallina o pavo que campaban a sus anchas lo había trasportado en el pico o pegado a una pata, quizá el agua del riego lo había envuelto con la tierra….

Mi tío Porfirio con apenas 55 años fue atacado por el mal del siglo XX; un tumor maligno en el estómago se lo llevó tras meses de dolores. Recuerdo cómo su hermana Rosita, después de sus clases con los niños en la escuela, era la única de los trece hermanos que había podido estudiar, iba casi todos los días a hacerle compañía, a aliviarle sus dolores.

Hoy, esta tarde, casi 50 años después de la muerte de Porfirio, es el entierro de Antonia, su mujer. No hay dramatismo por su muerte. Ya tiene noventa y siete años. Sí hay una tensión latente. De sus cuatro hijos solo hay dos presentes. Una chica y un chico. El tercero, tan aparentemente lleno de salud con aquellos puros que se fumaba, murió del mismo mal que el padre hace muchos años. Aquella mujer que saludé sin reconocer, envejecida, ¡había pasado tanto tiempo!, era su viuda. El mayor desapareció hace ya veinte años abandonando a su mujer y a sus hijos el día siguiente a la boda de su hija mayor. Aprovechando la noche ha venido a ver a su madre alguna vez a lo largo de estos años. Nadie más lo ha visto en el pueblo. No ha venido al entierro. Al menos nadie lo ha identificado. Sabéis que se cuentan historias de presencias nunca descubiertas utilizando disfraces. ¡Estamos tan cerca de carnaval! Ya en el cementerio el ritual de siempre. Algunos allegados llevan a hombros el ataúd hasta el nicho. El sepulturero, pantalones y camisa manchados de yeso, rodeado del saco de yeso y el cubo de agua, cigarro en los labios entornando los ojos para esquivar las volutas de humo, desclava con rudeza la cruz de la tapadera de la mortaja y la abre. El cadáver está a la vista. Entonces el sepulturero saca una bolsa de debajo de un plástico, la levanta y, con cuidado, la deposita a los pies del cadáver a la vez que dice: “Aquí tienes a tu amor”. Se trataba de los pocos huesos o restos que quedaban de su marido. Delicado y tierno comentario de quien segundos después empuja con brusquedad el ataúd en el nicho donde algún obstáculo dificulta su deslizamiento. Mientras lo tapia con el yeso y la pala sus palabras resuenan suspendidas en el silencio de los presentes evocando recuerdos lejanos.

San Juan, 7 de febrero de 2018
José Luis Simón Cámara.

De la urbe a la aldea

Cansados de tanta cultura, de tanta Europa, de tantos derechos, de tantas libertades, de tanto asfalto, llega el momento de la vuelta a la aldea, de la vuelta a la tribu, del regreso a los árboles. Hay que volver a cerrar las puertas para mantener las esencias que se van perdiendo con tanta mezcla. ¡Oh! Cómo echamos de menos aquella vieja lengua solo hablada por nosotros, por unos pocos, por el clan, esa lengua que no entienden, ni falta que hace, todas esas gentes extrañas que se comunican en lenguas habladas por cientos de millones, que diluyen su identidad entre multitudes. ¡No! la nuestra la hablamos y queremos conservarla para nosotros solos, solo nosotros, sin contaminarla con esas otras lenguas.

Sí, bueno, ya sabemos lo que da de sí la urbe, la cultura, la mezcla, el cosmopolitismo. Pero ¿y nuestra esencia? ¿Vamos a permitir que se diluya en el marasmo de lenguas, razas y religiones en que quieren disolver a nuestra etnia? Volvamos a nuestros orígenes, subámonos a los árboles, lo más ecológico de la naturaleza, y abandonemos la selva de asfalto, la polución, la mezcla, los semáforos.

Nosotros solos con nuestra TV3, nuestra radio pública y nuestra Educación para contarnos las cosas que nos interesan y como nos interesan. ¿Qué falta nos hace la información y opinión manipulada de otros medios del Estado e internacionales que no quieren entender el derecho que nos asiste a aislarnos, a encerrarnos en nuestro pequeño territorio, en nuestra pequeña patria heredada de nuestros antepasados?

¿Qué importa que se vayan las empresas, las industrias, si de esta forma nos libramos de gentes que no son partidarias de volver a la aldea?

Bienvenidos los inmigrantes, especialmente africanos, que hace poco tiempo acaban de bajarse de los árboles. Estos son mucho más comprensivos que los inmigrantes castellanos, viciados por la lengua y costumbres del imperio. Estos días hemos visto cómo los cachorros de este movimiento se suben y bajan de las vallas del parque de la Ciudadela donde se encuentra el Parlament. ¿Para qué las vallas? En torno a una hoguera como el consejo de ancianos de los indios fumando la pipa de la paz y agarradas las manos dando vueltas mientras, entre calada y calada, cantan el viejo himno ancestral de nuestros antepasados “la sardina ahumada”, de más de 100 años de historia, una de las canciones casi contemporánea de Homero y los grandes del ciclo épico. Se me saltan las lágrimas recordando aquella hermosa y, en mi ingenuidad, creía que sincera letra ..”Oh, Benvinguts! Passeu, passeu / de les tristors ens farem fum/ que casa meva és casa vostra / si és que hi ha cases d´algú”.

Eso sí, “los elegidos”, que han estudiado en los colegios más selectos, a los que siguen llevando a sus herederos, pueden y saben hablar en todas las lenguas para mantener el imprescindible contacto con el mundo exterior. La inmersión es solo de consumo interno. ¿Qué falta les hace a los pobres inmigrantes de cualquier origen hablar en su pequeño territorio de adopción otra lengua que no sea la de la tribu?

Por si alguno se desvía de las ordenanzas ahí tenemos con la estaca preparada a los nuevos comisarios políticos del nuevo orden, viejos defensores, ¡eso sí!, en su única lengua, de las libertades que les han llevado a imponer solo la suya.

Vivan las caenas. Vivan las fronteras. Vivan las aldeas.

San Juan, 1 de Febrero de 2018.
José Luis Simón Cámara.