Estampas campestres. 6.

Cuán,
de inquietantes desvelos apartado,
cayendo, de vez en cuando, suavemente
junto a mí, arrancada por el viento,
una flor del jazminero,
tranquilo y sereno,
mirando en el cielo las estrellas
a las que apunta el ciprés, esbelto y puntiagudo,
yazgo
en el sencillo catre de dos palos cruzados y una lona
en medio del patio
y rodeado del silencioso y penetrante perfume
del galán de noche y los jazmines
sin otro cuidado,
no porque no los haya,
que el ir cerrando los ojos dulcemente
y esperar que el sueño venga,
como cada noche,
a reparar las heridas
que cada día nos inflije,
casi siempre absurdamente,
el devenir de los asuntos.

Escrito en El Siscar, la madrugada del 25 de julio de 2017

Retazos. 17.

Me acercaba esta mañana al bar donde suelo tomar café y he visto desde lejos a una señora moviéndose con el teléfono en la mejilla. Era la primera vez que la veía. Ya en el bar me sitúo al fondo de la barra. A mi izquierda hay un caballero calvo con traje, zapatos de cuero brillante, tomándose una tostada con tomate y una gran botella de coca-cola. Mientras ojeo el periódico y me tomo el café observo el movimiento del personal. Entra la señora de la calle y la veo más de cerca. Zapatos de tacón alto, desmesuradamente puntiagudos que dejan ver casi enteros los huesudos y sensuales dedos de la finura de su talón de Aquiles, provocadoramente desnudo. Sigue con el teléfono en su estilizada mano y pide un café. En el lugar que parecía haber ocupado estaban los restos de otro.

— Esta mujer no tiene fin con los cafés.

Dice el caballero calvo al que ella se ha aproximado. Los vasos de sus consumiciones están juntos en la barra. Ella se acerca y aleja de la barra y su acompañante con ese vaivén impreciso del que se desplaza sin rumbo mientras habla por el móvil. El barman interviene:

— Yo también me tomo 6 ó 7 al día.

El señor calvo comienza ahora a hablar por el móvil mientras se aleja de su posición en la barra empezando el mismo juego de la dama pero en distinta dirección a la de ella.

— Hola, sí, quería hablar contigo para preguntarte dónde os envío las dos cajas de nísperos. Sí, una para ti y otra para él. Ya, ya sé que no es necesario, lo hago por gusto. Además, ya están preparadas.

Mientras camina le hace señal al camarero para que le deje una hoja y un lápiz.

— Sí, no te preocupes, tengo el gusto de que probéis los productos de mi tierra, pero tienes que decirme la dirección a la que los envío porque no creo que deba enviarlos al Congreso.

El camarero le tiende una hoja en blanco y un bolígrafo.

— Dime, por favor, la dirección. Bueno, o ¿me la envías mejor por wasap? ¿Si? Vale. Muchas gracias, Carmen. Hasta la vista.

Se aproxima nuevamente a la barra y pide la cuenta.

— 5.80 Euros.

— ¿Ha incluido el último café de la señora?

— Sí, está todo pagado.

Ambos, señora y caballero, se alejan, ella caminando como con desgana, despidiéndose y dejando a su paso un halo de elegancia por la estancia más bien acostumbrada a ropajes y pasos desaliñados, a rostros cuyo aliento huele a wisky, a coñac, a anís del mono.

Picado por la curiosidad asomo la cabeza por las cristaleras junto a las que voy a dejar el periódico y veo, ya camino de Muchamiel, a un chófer con uniforme sacando brillo a un coche. Al llegar la pareja a su altura abre las puertas traseras del vehículo y, haciendo una leve inclinación al paso de la señora, las cierra, primero la de la señora y con bastante agilidad la del caballero, sube él al asiento delantero y, sin apenas ruido, desaparece en el primer cruce a la derecha de la carretera y ya no puedo suponer siquiera cuál es la dirección que toman.

San Juan, 4 de mayo de 2017
José Luis Simón Cámara.

Retazos. 16.

Nunca alejado de la vida y la obra de Miguel Hernández por razones poéticas, políticas, biográficas y vitales, he vuelto estos días a pasear por esa ciudad que desde mi casi infancia he contemplado desde arriba, desde lo alto de la sierra, desde el Seminario de San Miguel o balcón de la vega, cuya vista alcanza hasta el mar. Desde allí se puede seguir con la vista o en su defecto con la imaginación el curso del río desde cuando pasa por las proximidades de la catedral de Murcia, a lo lejos emergiendo de los vapores del río y la ciudad, hasta la torre de Guardamar, hecha por los americanos que trajeron a miembros de una tribu india libre de vértigo, ambas visibles desde esta atalaya. Entre una y otra ese hábitat casi único en la geografía humana en el que apenas hay extensión sin casas, desperdigadas por la huerta entre los muchos núcleos urbanos dispersos y ajenos a fronteras difuminadas a lo largo del río.

En aquella época, eran los años 50-60, bajábamos del monte a la ciudad, de paseo, en filas de dos, uniformados con la sotana, la beca blanca doblada sobre el pecho con el corazón sangrante prendido de su blancura y el bonete puntiagudo rematado con la borla azul en la cresta. La gente nos miraba pasar ya como parte del paisaje y nosotros, sangre en ebullición, andábamos ansiosos por llegar a las orillas del río, ya a las afueras de la ciudad, para quitarnos todos los arreos, sotana, beca y bonete, y ya libres de aquellas ataduras, corretear entre las cañas, subirnos a los sauces, doblar los mimbres, saltar de rama en rama y desfogar nuestra energía, aprisionada por la disciplina de todos los días en aquella capilla sin alegría, en los refectorios silenciosos, donde un buen rato al menos, teníamos que escuchar la monótona lectura de “La imitación de Cristo y menosprecio del mundo” de Tomás de Kempis, o al medio día algún relato sobre “Las montañas rocosas”, esto algo menos aburrido, mientras echábamos por entre los huecos del basto pavimento cucharadas de aquella sopa que hacía asomarse a las ratas para devorarla.

Los días de viento utilizábamos los guardapolvos como paracaídas y emprendíamos carreras aprovechando los declives del terreno y el fuerte viento que casi nos hacía levitar, bastante ligeras las carnes en aquella época juvenil.

Quizá fuera los jueves cuando hacíamos ejercicio, consistente a veces en fútbol o balón cesto, otras en gimnasia con el Sr. Villagrasa, un entrenador ya mayor para nosotros, moreno, con el pelo negro siempre brillante y pegado al cuero cabelludo, sin despeinarse en ningún momento. Otros jugaban al frontón con pala o a mano.

Siempre nos llamaba la atención observar la mano de don Juan Martínez o de Don Jesús Imaz, ambos aficionados al frontón y con los dedos meñiques de la mano medio deformados de los golpes a la pelota. Uno de Burgos y el segundo vasco. Y era los jueves, después del ejercicio y la ducha cuando, exhaustos, nos sentábamos en una amplia sala donde nos hacían escuchar música clásica. Era el momento ideal para que aquella sinfonía de sonidos penetrara plácidamente en aquellos jóvenes cuerpos cansados como semilla en tierra preparada para acogerla en su seno.

Un día unos compañeros mayores que nosotros pretendían echarnos del frontón donde ya estábamos jugando y pasó por allí justamente el Señor Rector, Don Juan Martínez. Se lo dijimos a él, que se limitó a decir: “Prior tempore, potior jure”. Nos quedamos perplejos pero los mayores lo habían entendido muy bien y abandonaron el frontón dejándonos a nosotros continuar el juego.

San Juan, 13 de mayo de 2017.
José Luis Simón Cámara.

Retazos 20.

Las caricias del drago.

Esta mañana, poco antes de encaminarnos hacia la playa y, ya en el coche, he salido de él, mientras esperábamos a Inma que se había olvidado algo en la casa, para coger unas ramitas de romero y tomillo y ofrecérselas a Caterina, la mujer siciliana de mi hijo, llegados anoche desde Bruselas, donde viven, para pasar unos días. He restregado la mano por el romero, cuyo aroma impregna los dedos y se los he acercado a la nariz. Después me he agachado para coger una ramita de tomillo, plantada bajo el drago. No sé si celoso de sus dos liliputienses vecinos, el romero y el tomillo, minúsculos con respecto a él pero de incomparable perfume, me ha introducido una de sus puntiagudas hojas en el oído derecho y he sentido de inmediato un pinchazo y un aturdimiento que casi me hacen perder el equilibrio. Un dolor agudo y momentáneo me ha obligado a sentarme nuevamente en el coche del que había dejado la puerta abierta. No me lo he pensado dos veces y les he dicho a Inma, ya en el coche, y mis hijos:

— Me voy a Vistahermosa.

En Vistahermosa, barrio de Alicante, hay una clínica a la que suelo acudir cuando sufro algún percance físico. En otra ocasión, hace unos años, también acudí allí cuando me rozó una hoja del mismo drago en el iris del ojo que enrojeció rápidamente.

Como hoy es sábado no había apenas gente y me han atendido enseguida. Primero, como hacen desde un tiempo, el triaje. Allí un enfermero te deriva para un especialista u otro. Apenas cinco minutos después me ha atendido una joven médica. Le he contado lo ocurrido y tras su exploración ha emitido el siguiente informe: “Perforación de la membrana timpánica con restos de sangre (sin sangrado activo) en el oído”.

— ¿Oye usted bien?

— Sí, oigo perfectamente.

— ¿Tiene dolor o molestia?

— Una ligera molestia, pero dolor no.

— Bien. Como precaución no debe usted bañarse y si se ducha evite la entrada de agua al oído. Durante una semana antibióticos y antiinflamatorios. Y la semana que viene debe revisarlo el otorrino.

Ya cuando salía de la consulta he dado media vuelta para preguntarle si podía presionarme la nariz y cerrando la boca tratar de expeler el aire por los oídos para hacer descompresión, como cuando se quiere soltar aire por los oídos al perder altura en un vuelo. Porque tengo la sensación de que el aire se escapa como si se tratara de una pelota pinchada.

— No, no debe usted hacerlo.

He salido de allí pensando qué estúpidamente puede pasar uno de encontrarse bien físicamente a la incomodidad en fracción de segundos. Tanto alabar la vida natural entre flores, árboles y jardines, alejado del mundanal ruido y es ahí precisamente, en ese entorno natural en donde se altera imprevistamente el equilibrio, tu equilibrio, para ti lo más importante puesto que lo demás no son más que elementos al servicio de tu bienestar.

San Juan, 8 de julio de 2017.
José Luis Simón Cámara.

Retazos. 19.

Hambre.

Entro a un bar junto a la carretera de Madrid, frente a la Consejería de Educación en Alicante. Son las 12.30 de la mañana. Una señora semisentada en un taburete en el rellano junto a la puerta abierta del bar da caladas a un cigarrillo. Al verme entrar deja el cigarrillo en un cenicero apoyado en una repisa exterior y, por el hueco que separa la barra de la pared, reaparece detrás del mostrador y me pregunta qué deseo.

— Un quinto, por favor.

— Lo siento, no tengo quintos frescos, acabo de meterlos en la nevera, si quiere puedo ofrecerle un tercio o una caña pequeña.

— Prefiero una caña, por favor.

Cuando la señora se dispone a ponérmela entra un joven de entre 20 y 30 años. Alto, delgado, pelo corto algo rizado y bastante moreno, diría que casi mulato. Con muy buenos modales se dirige a la señora.

— Señora, no tengo nada para comer. ¿Podría darme usted algo?

A continuación se dirige a mí y me pide perdón por la intromisión. Le digo que no nos ha importunado lo más mínimo. La señora no dice nada pero él cree entender por su silencio y sus gestos que no ha rechazado su petición. Yo también le había pedido un trozo de queso en aceite con una anchoa. Quizá por eso el chico pensó que había interrumpido y pidió disculpas. La señora me pone el trozo de queso con anchoa y después, sin decir nada, corta media barra larga de pan, la abre, mete en ella un trozo generoso de la gran tortilla de patatas que tenía en un plato protegido por la vitrina de cristal en el mostrador, lo envuelve todo en papel albal y se lo entrega al chico.

El joven lo toma y llama a la señora que se alejaba en la dirección contraria de la barra. Se acerca y él, pasando el brazo por encima del mostrador abre su larga mano como pidiendo la de la señora para chocársela agradeciéndole su bocadillo a la vez que me mira y vuelve a pedirme disculpas por habernos interrumpido. Se despide amablemente y se marcha.

Cuando ya ha salido del bar le pregunto a la señora si es muy frecuente esa situación.

— No, afortunadamente no. A veces vienen pidiendo dinero, pero dinero no les doy. Si me piden de comer, siempre les doy algo. Aunque alguna vez me han dicho “Eso que me da no me gusta”. Entonces les digo que se vayan por donde han entrado.

Acabo mi cerveza con la tapa y le pido la cuenta.

— 1.20 euros.

Le doy 1.50 y le digo.

— Está bien, es mi pequeña contribución a su generosidad.

— Muchas gracias.

Un ligero acento me hizo pensar que el joven era sudamericano. Su corrección y delicadeza eran ejemplares. Ningún asomo de arrogancia que en muchos casos suele olerse solo en el porte y predispone desfavorablemente a la ayuda.

Este no era el caso.

San Juan, 20 de junio de 2017.
José Luis Simón Cámara.