Viaje a Viena. (19-22 de mayo de 2017)

Viernes, 19.

Poco rato después de sobrevolar las aún grandes manchas de nieve de los Alpes que se extienden cientos de kilómetros comenzamos a ver extensiones verdes de prados y bosques ya en las proximidades de Viena. Al asomarnos a la escalerilla del avión nos recibió un viento cálido. Nos hemos dirigido al tren CAT. Después de alguna dificultad con los tikets (12 + 12 = 24 euros) en las máquinas expendedoras hemos subido al tren y en 16 minutos estábamos en Viena. Llegamos a la MitteWien o estación central. Cogimos el metro para llegar a Mariahilfer strasse, 34, donde se encuentra el hotel NH. Nos habíamos pasado una parada y eso nos obligó a caminar 15 minutos por la amplia calle comercial, llena de marcas: Boss, Zara, Berska, Diesel, H and M…. La parada de Neubaigasse está justo en los bajos del hotel. (He averiguado que la diferencia entre strasse y gasse es la que hay entre calle y callejón). Dejamos la maleta tras pasar por recepción y bajamos a un kiosco de la calle donde tomamos unas salchichas y longanizas con tomate y mostaza, y dos botellas de medio litro de cerveza, a la sombra del kiosco, frente a Maríahilferkirche, iglesia barroca dedicada a María Auxiliadora, con una campana de 4.500 kilos. La hora, eran casi las 3, nos ayudó a devorarlos. Regresamos al hotel y descansamos hasta las 5.30. Después de la siesta nos desprendimos de la camiseta interior. Sorprendente que la lleváramos aún en Alicante y fuera justamente en Centroeuropa donde el calor nos obligara a quitárnosla.

Emprendimos un recorrido por la laberíntica zona monumental. Palacio imperial de Hofbourg, del gótico al historicismo, donde están plasmados todos los estilos, residencia de la mayor parte de la realeza austríaca, especialmente de la dinastía Habsburgo durante más de 600 años. Se entra y sale por patios y arcadas, escuela de equitación española, salas de exposiciones.

Perdidos entre palacios y jardines llenos de gente tumbada por el césped, con niños correteando, de vez en cuando las campanas o el reloj de una iglesia, fuimos de Albertina a Francisco José y de Fernando a María Teresa viendo pasar carruajes de caballos con turistas. Antes de verlos ya el olfato se había percatado de su proximidad por el inconfundible olor a boñigas que impregna el entorno monumental. Eso sí, los carruajes llevan un dispositivo que recoge las deposiciones sin que haya muestras de ellas por la calle.

Difícil ver suciedad. Casi todos los monumentos se caracterizan por su tamaño, grandioso, mastodóntico, algo distinto a la elegancia de los palacios italianos del Renacimiento. Fuimos recorriendo palacios, unos en forma de herradura, otros de doble interrogación con jardines, hasta encontrarnos con un jardín lleno de gente, música más allá y mesas con jarras de cerveza y vino blanco. Un conjunto musical toca canciones populares y la gente baila y se agolpa con trajes regionales del Tirol. Nos encontramos en la Ratplatz o plaza del Ayuntamiento, edificio neogótico de finales del siglo XIX con torres como de iglesia, lleno de banderas. Pedimos dos copas de vino blanco, el que había. 5 euros, 2 de garantía por las copas de vino que nos reembolsan al devolverlas. De allí seguimos, a un lado la Universidad, guiados por una esbelta torre a lo lejos. Apenas podemos acercarnos porque está rodeada de una valla en rehabilitación. Parece gótica y lo es, pero del siglo XIX.

Es la Votiv Kirche, Iglesia votiva. Iniciamos ya el camino de regreso. Habíamos llegado al punto más lejano previsto para el paseo de hoy y poco después del Parlamento, cuando teóricamente nos quedaba ya menos de la mitad del recorrido, con poca luz y un mapa impreciso, comenzamos a dar vueltas por la zona alejándonos del destino. Después de preguntar varias veces con resultados contradictorios, llegamos ya a las 9.30, exhaustos, a la calle Mariahilfer. Nos sentamos en la calle en un italiano. Inma tomó un croissant con café con leche y yo una cazuela con tres huevos fritos y jamón. Antes de las 11 Inma dormía y poco después también yo, arrullado con el susurro de la canción tercera de Garcilaso, escrita por estas tierras.

Sábado, 20.

Hoy hemos salido ya desayunados hacia las 10 en dirección al Naschmark

Antes hemos pasado por la Ópera para informarnos de sus actividades. El edificio de la Ópera es neorrenacentista, de mármol blanco. Antes de llegar ya se te echan encima jóvenes vestidos con trajes de época ofreciéndote todo tipo de entradas a los espectáculos de la ópera o de palacios dedicados a representaciones musicales y ballets. Entradas a 80, 60 ó 40 euros, dependiendo del lugar elegido para presenciar la representación. Incluso era posible tener una entrada para 2 por 35 euros, algo tentador, pero minutos después resulta que no era allí, en la Ópera, sino en otro de los muchos palacios que se dedican a ofrecer representaciones. Nos ha parecido poco claro y hemos desistido, pero antes de marcharnos seguidos por su insistencia, nos ha dicho que podíamos hacer una visita guiada a la Ópera por 6 ó 7 euros. Caminando encontramos un gran jardín, Karlplatz, con la grandiosa iglesia barroca de San Carlos Borromeo al fondo, escoltada por dos impresionantes columnas y poco después llegamos al Naschmercat, entre dos calles, Linke Wienzeile y Rechte Wienzeile, que se abren formando un largo y ovalado espacio de casi un kilómetro de largo.

Los primeros cientos de metros están copados por puestos o chiringuitos de mariscos, carnes, encurtidos, salazones, olivas, todo tipo de vegetales, lechugas, brócoli, espárragos, salchichas, pizzas, comida india, china, japonesa, puestos con especias y mil colores y olores que perfuman el entorno. Hacia las 12 y estimulados por tanto derroche de olores, colores y sabores, hemos parado en una quesería donde hemos tomado queso francés con un vino blanco muy suave y cerveza. Muy amables.

Hemos seguido el paseo entre gente que a veces dificultaba el paso por los pasillos entre unos y otros comerciantes hasta llegar a una zona de ropa, pañuelos, gorros y finalmente el mercado de las pulgas, donde se puede encontrar de todo y de todas las épocas, desde anillos y collares a grifos viejos o teléfonos de todos los modelos y épocas, trozos de aparatos en desuso, tuercas de distintos tamaños…

Hacia las 13.30, regresando por otro de los pasillos del interminable mercado ya pensábamos en comer. Habíamos leído de un café Drechsler, fundado en 1919 en la calle Linke, nº 22, y justamente estábamos al lado. Mantiene el aire de la época. El frío con el que ha amanecido el día ya se hacía más palpable y, cansados también de tanto roce humano, hemos encontrado alivio al entrar en aquel remanso de paz, sin ruido y acogedor, espacioso y silencioso. En forma de L, con unas lámparas antiguas nos hemos sentado en una antigua mesa de mármol gris con pies de hierro negro. Una sopa de lentejas y un escalope con ensalada de verduras y patata, vino blanco y 2 cañas, 2 expresos y un Jaques Daniel, 40 euros.

Ya repuestos hemos regresado a la Ópera donde teníamos previsto entrar con un grupo a las 3 para hacer una visita guiada y, al menos, conocer ese mítico lugar donde cantan los divos. Ayer tarde precisamente dieron un concierto de homenaje a uno de ellos con motivo del 50 aniversario de su primera actuación en este lugar, Plácido Domingo.

Construida a mediados del siglo XIX fue semidestruida en la 2ª guerra mundial y reconstruida después. Hacen más de 300 representaciones al año y tienen decorados de más de 150 óperas, lo que obliga a tenerlos en un almacén donde cada día los camiones, que pueden acceder hasta el escenario, los tienen que recoger y cambiar. El escenario tiene forma de herradura y es allí donde se celebra el baile del martes de carnaval en el que participan 150 parejas. Las condiciones para poder presentarse son tres: tener entre 17 y 24 años, saber bailar el vals y pagar 150 euros. Aunque si los bailarines quieren tener derecho a sentarse en una mesa deben pagar otros 100 euros por cabeza. Hoy sábado, 20 de Mayo, se representa “El oro del Rhin”, ópera de Wagner. Normalmente todas las entradas están vendidas de antemano y aunque suelen rondar los precios por los 100 euros, teóricamente se pueden sacar entradas de pie por 11 euros, pero es prácticamente imposible porque ya hoy había cola a las 2 para sacar esas entradas y la función es a las 7 de la tarde. Hemos sabido que en una gran pantalla en el exterior del edificio se proyecta la función y allí hemos ido a las 6.50. Hemos tomado asiento y nos hemos zampado media hora de una representación aburridísima, con ruidos, frío y sin entender nada. No nos ha enganchado. Nos hemos hecho unas fotos con la estatua de Goethe, otras en la plaza de Schiller y hemos regresado al hotel tras tomar un tentempié.

Domingo, 21.

Hoy hemos visitado el monumento más hermoso con diferencia de toda Viena, la catedral de San Esteban o Stephandom. Una obra con la que ninguna otra resiste la comparación. Empezada a construir como iglesia románica en el siglo XII, fue sufriendo modificaciones sucesivas al ritmo del desarrollo de la ciudad y su burguesía, hasta que en el S. XV comienza ya a ampliarse por el exterior, manteniendo el culto en la nave antigua, y va desarrollándose con la aportación de distintos estilos según las épocas, por eso hay también elementos renacentistas y barrocos. Su torre principal se puede ver desde casi toda la ciudad. Parece un gigante rodeado de enanos. En su interior, formado por tres naves, las recargadas columnas son esbeltísimas. Se conservan pocas vidrieras originales, la mayoría destruida por los bombardeos en la 2ª guerra mundial. Coincidiendo con la visita hemos escuchado el órgano y algunas voces profesionales cantando una misa de Mozart.

El frío arreciaba y hemos vuelto al hotel antes de alejarnos más. Habíamos sacado dos tikets de metro para 24 horas. A 7.50 euros cada uno. Eso es el equivalente de tres viajes. Hoy habremos hecho 7 u 8. El tiempo de espera, anunciado con precisión en unos paneles, nunca ha superado los 4 minutos. Ya abrigados nos hemos dirigido hacia el Danubio, el viejo Danubio, que ahora se ha convertido en una especie de zona pantanosa, rodeada de pequeñas casas, con mucha vegetación y nenúfares, en comunicación con el gran río de fuerte corriente y partido en dos grandes brazos separados por una isla estrecha, de unos 300 metros, pero de 22 kilómetros de larga. El brazo más próximo al viejo Danubio tiene unos 200 metros de ancho y el otro unos 300. Hemos paseado por la isla, paraíso de aves que picotean despreocupadamente por el césped, corredores y ciclistas bajo los árboles, así kilómetros y kilómetros, a cada lado un Danubio. Entre el viejo y el nuevo Danubio, la moderna Donau City, un bosque erizado de edificios y torres altísimas de hormigón, acero y cristal contra los que se estrellan las aves, deslumbradas. Paseando por aquellos parajes cómo no acordarnos de que en una de estas islas, parece que más arriba, por las proximidades de Ratisbona, fue donde Garcilaso estuvo desterrado por su amigo el emperador Carlos V por desobedecer sus órdenes y apadrinar la boda de su sobrino Pedro, hijo de su difunto hermano Pedro Laso de la Vega, comunero convicto y confeso. He aquí unas estrofas de su canción tercera:

“Con un manso ruïdo
de agua corriente y clara,
cerca el Danubio una isla, que pudiera
ser lugar escogido
para que descansara
quien como yo estoy agora no estuviera;
……
Aquí estuve yo puesto,
o, por mejor decirlo,
preso, forzado y solo en tierra ajena;
…….
Danubio, río divino,
que por fieras naciones
vas con tus claras ondas discurriendo…”

Desde allí hemos ido en busca de El Prater, ese inmenso parque, pulmón de Viena y lugar de paseo de los vieneses ya desde finales del siglo XIX, como cuenta Stephan Zweig en sus memorias:

“Recuerdo aún el día de mi primera infancia (Zweig nació en 1881) en que, con el ascenso del partido socialista, se produjo en Austria el cambio decisivo; con el fin de demostrar por primera vez y de manera evidente su poder y su número, los obreros habían hecho circular la consigna de declarar el primero de mayo fiesta del pueblo trabajador y decidieron que desfilarían en formación cerrada por el Prater, más concretamente por su avenida central, donde por lo general se veían, entre anchas y hermosas hileras de castaños, desfiles de calesas y landós pertenecientes a la aristocracia y la burguesía rica. Presa de horror, la buena burguesía liberal se quedó de una pieza ante semejante anuncio. ¡Socialistas! La palabra tenía entonces, en Alemania y Austria, un sabor a sangre y terrorismo, como antes la palabra “jacobinos” y más tarde “bolcheviques”; en un primer momento nadie creía posible que aquella horda roja llevase a cabo su marcha desde los suburbios sin quemar casas, saquear tiendas y cometer todos los actos de violencia imaginables. Una especie de pánico se apoderó de la gente. La policía de toda la ciudad y de los alrededores se apostó en la calle de Prater y el ejército, puesto en estado de alerta, recibió la orden de disparar en caso de necesidad; ningún carruaje se atrevió a acercarse al Prater, los comerciantes bajaron las persianas de hierro de sus tiendas y recuerdo que los padres prohibieron a sus hijos salir a la calle en un día de tamaño espanto, que podía ver a Viena en llamas. Pero no pasó nada. Los obreros marcharon hasta el Prater con mujeres e hijos, en compactas filas de a cuatro y con una disciplina ejemplar, ostentando todos en el ojal un clavel rojo, el símbolo del partido. Durante la archa cantaron La Internacional, aunque los niños, al llegar al hermoso césped de la “Avenida noble”, que pisaban por primera vez, intercalaron en ella sus inocentes canciones de colegio. No se insultó a nadie, no se golpeó a nadie, no se cerró ningún puño; policías y soldados sonreían a los manifestantes en un gesto de camaradería. Gracias a aquella actitud irreprochable, ya le fue imposible a la burguesía estigmatizar a la clase obrera tachándola de “horda revolucionaria” y, como siempre en la vieja y sabia Austria, se llegó a concesiones mutuas; aún no se había inventado el actual sistema de represión y erradicación a porrazo limpio, todavía estaba vivo (aunque ya palidecía) el ideal de humanismo, incluso entre los líderes de los partidos.

Apenas había aparecido el clavel rojo como símbolo del partido, en seguida se vio otra flor en el ojal, el clavel blanco, signo de afiliación al partido socialcristiano (¿verdad que es enternecedor que aún se eligiesen flores como distintivos de los partidos, en lugar de botas altas, puñales y calaveras?)”.

Notas tomadas del interesantísimo libro “El mundo de ayer”, pág. 91 y siguientes.

Hay allí una feria permanente alrededor de la antigua noria. Por allí pasean corredores, ciclistas, gentes sentadas bajo los árboles, cuervos confiados picoteando, que solo inician el vuelo cuando ven encima a los humanos.

Comimos una sopa, pizza y ensalada con un litro de cerveza y dos cafés. (30 euros). Aunque sentimos la tentación de echarnos sobre el césped para dormitar la comida, cogimos nuevamente el metro porque la tierra aún estaba algo húmeda de la lluvia nocturna.

Descansamos un rato en el hotel y por la tarde volvimos a la carga con la ópera. Hoy tocaba “Las Walkírias” de Wagner. Hemos aguantado sentados delante de la gran pantalla una hora y, ya algo cansados de ópera y helados, aún nos quedaba la visita al Museumquartier que, de tan cerca de nuestro hotel, nos había pasado desapercibido. Parte del edificio está además en rehabilitación tapado con grandes paneles delante de los cuales el día anterior vimos una concentración de gente sudamericana con música y fotos protestando por la situación en Venezuela. En el interior del conjunto se encuentra el Leopold musseum y el Mumak, de arte moderno. Ambos ya cerrados a aquella hora de la tarde. Atraídos por el movimiento de gente con copas en la mano nos hemos dirigido a una sala de donde salían, bien vestidos, más bien de mediana edad. Ya dentro de la sala camareros que pasaban con bandejas de bebidas y canapés. Aunque nadie nos ha dicho nada hemos visto un cartel en la puerta donde ponía “Event privé”, Congreso europeo de diseño estratégico. Aún hemos cruzado después a los jardines de María Teresa, la emperatriz, flanqueados por el museo de historia natural y el museo de arte. Ha sido la última visita.

Hacia las 8.30 café con leche gigante y croissant en la cafetería donde nos han atendido con más simpatía. Una de las camareras, creyendo que éramos franceses nos decía “Je m´apelle Alejandra”. Era lo único que sabía en francés. Curiosamente en una parte, la más visible y exterior del bar, hay un salón para fumadores que está casi siempre lleno.

Hemos preguntado si eso es normal y nos han dicho que sí, que suele haber un salón para fumadores en muchos bares de Viena. Poco después al hotel. Mañana a las 9.45 un taxi pasa a recogernos para llevarnos al aeropuerto.

Lunes, 22.

Ya en el aeropuerto comenzamos a sobrevolar las verdes praderas vienesas hasta ver 70 minutos después los secos campos de Fiumicino en Roma. Allí un imprevisto control de pasaportes por la suspensión temporal de los acuerdos de libre circulación de Schenguen a causa de la reunión del G 7 en Taormina. Una hora después volamos rumbo a Alicante, rodeada también de montes y valles amarillos y secos.

San Juan, 28 de mayo de 2017.
José Luis Simón Cámara.

Sueños. 31.

Al otro lado del dique y golpeándose contra él había unos cuerpos flotando, todos ellos, descubrí horrorizado, pertenecientes a alumnos del Instituto cuyas cabezas iban una y otra vez contra el muro empujados por el vaivén de las olas.

Nosotros estábamos en la ensenada del puerto resguardados por el dique que nos protegía del mar abierto. Aunque sabíamos que el mar estaba picado no creíamos que hasta el punto de acabar con la vida de los tres que, confiados en su experiencia y habilidad, se habían aventurado al baño al otro lado del muro.

Triste final para un día que había comenzado celebrando el fin de curso. Después de los actos académicos, del reparto de premios, de la lectura de discursos tanto de los alumnos que se despedían del centro tras muchos años allí pasados, quizá de los más importantes de su educación, como de algunos profesores recordando su paso por el centro y el futuro que les esperaba, hubo un almuerzo con todo tipo de tapas y bebidas.

Muchos de los alumnos y algunos profesores, aprovechando el buen tiempo, el calor del incipiente verano, decidieron darse un baño, pero no en la playa, donde iban habitualmente. En esta ocasión bastante excepcional quisieron hacerlo en el puerto para evitarse el engorro de la arena.

La mayoría nos lanzamos al agua cerca de la bocana pero por la parte interior y hubo unos pocos que, a pesar de advertirles del peligro, lo hicieron desde las rocas de protección del muro orientado al mar abierto.

No había pasado mucho rato cuando desde el agua vimos a uno de los que se habían lanzado al exterior, gesticulando sobre el dique y dando alaridos de espanto entre los que apenas conseguimos distinguir sus lamentos. Salimos a toda prisa del agua y ya arriba del muro escuchamos la explicación entre sollozos del compañero y vimos los tres cuerpos golpeándose como peleles contra las rocas.

Inmediatamente llamamos a los servicios de socorro. Toda la prisa por venir fue inútil. Únicamente sirvió para recoger con mucha dificultad los cuerpos inertes, ya bastante destrozados por el golpeteo de las rocas y certificar su muerte, algo innecesario dado el lamentable estado en que se encontraban.

Otras veces, con motivo de algunas celebraciones, había habido problemas con algunos alumnos que tuvieron que ser atendidos o por ligeras borracheras o incluso llevados al hospital en coma etílico. Pero jamás había habido un fin de curso tan aciago como aquel año.

Nunca el mar había sido tan poco hospitalario con aquellos jóvenes que quisieron acabar en él, definitivamente en este caso, la fiesta comenzada con hurras y discursos.

En este caso no fue el vino el causante de la tragedia. Fue el agua. ¡Quién lo diría! La fuente y origen de la vida.

San Juan, 5 de Abril de 2017.
José Luis Simón Cámara.

El ruedo ibérico. 9.

Cuando he visto hoy en los medios informativos a Ramón Espinar, diputado y significado prohombre de Podemos, pedir disculpas por haber sido sorprendido bebiéndose dos coca-colas, y, poco después al líder máximo, Pablo Iglesias, admitiendo su error, del que sin duda sacaría fuerzas para endurecer aún más su lucha contra la multinacional americana, no estaba seguro de si toda esa historia era real o más bien un sueño.

He tenido que palparme la ropa. Me he metido la mano en los bolsillos y he sacado un pañuelo para sonarme la nariz. Llevaba los zapatos puestos y eran solo las 9 de la noche. Acababa además de echarles la comida a los perros y soltarlos para que pudieran moverse durante la noche por el jardín. Vamos, estaba claro por todos estos detalles que no se trataba de un sueño. Aunque, claro, ¡quién sabe!, en los sueños todo se presenta como real. Pero no me resultó fácil llegar a esa conclusión porque la historia resultaba alucinante. Por no llamarla ridícula.

Que una fuerza política que ha entrado en el Parlamento como elefante en cacharrería, arrumbando con todo a su paso, con modales y lenguaje chulescos, se vea obligada a disculparse por haber tomado uno de sus dirigentes unas coca-colas me recuerda la estrecha y pacata moral meapilas de la más retrógrada iglesia clerical del franquismo.

Cuando en la época de Cuaresma no se podía comer carne los viernes o la gente dejaba vicios como el tabaco o no se podía enchufar la radio para escuchar música, a menos que fuera religiosa o los bares y, por supuesto, las discotecas tenían que permanecer cerradas, sobre todo los días en que se conmemoraba la pasión y muerte de Cristo …

Recuerdo de cuando estudiaba a los escritores franceses del siglo XIX, una historia referida a Baudelaire. El poeta “maldito” no solo escribió “Spleen de Paris” y “Las flores del Mal”, obras que fueron objeto de procesos judiciales. Además de pasear hecho un dandy por las orillas del Sena, para mostrar la elegancia de su espíritu, como él decía, además de probar todos los alucinógenos de la época, lo que él llamaba “paraísos artificiales”, y por supuesto, los naturales, también era crítico de arte. Acudía a las exposiciones que se hacían en los Salones y con un criterio bastante exigente, independiente e insobornable, establecía relaciones entre la belleza poética y pictórica en los momentos previos a la explosión de los “ismos”, comenzando por el impresionismo, a alguno de cuyos precursores admiraba.

Pero era implacable y hasta despiadado con los autores cuya obra no cumplía a su juicio la función del arte.

En una ocasión concretamente manifestó su disgusto ante la obra de un pintor desconocido para él. Días después, informado ya del autor, de su obra y sus costumbres, creyó entender por qué su obra no cumplía los requisitos del arte.

El autor era abstemio. Solo bebía leche. Ahora se lo explicaba todo.

Para él, ávido de ebriedad, de donde quiera que viniera, del vino, de la poesía o de la virtud, del hachís, del cielo o del infierno. Eso no importa, como tampoco de dónde venga la belleza.

¿Qué hubiera pensado Baudelaire de aquel joven barbado sorprendido bebiendo coca-cola? ¿Lo habría quizás invitado a probar alguno de sus paraísos artificiales o hubiera sido suficiente con los naturales como beberse una tercera sin disculparse ante nadie bajo cualquier puente del Sena?

San Juan, Abril de 2017.
José Luis Simón Cámara.

Retazos. 14.

La mañana del sábado viene a casa una señora a limpiar. Inma me manda a la carnicería-tienda a comprar algo y allí me encuentro con algunos vecinos haciendo cola. Por suerte veo el producto por el que he ido, lo cojo y dejo el precio justo encima del mostrador.

Encarna, vecina de casa desde la infancia, que está entre los que esperan su turno, me saluda y pregunta:

— José Luis, ¿conoces a este chico?
— Pues no caigo. ¿Quién es?
— Es José Luis, el hijo de Carlos el de la Salud.

Empiezo a recordar el aspecto de un niño al que se le parece desde hace muchos años. Lo saludo.

— Eres entonces el hijo de Carlos y nieto de Carlos y Salud.
— Sí, el mismo. Pero hace tiempo que no vivo aquí.
— ¿Dónde vives?
— En Alemania.
— Y, claro, trabajas allí.
— Sí vivo y trabajo en Francfurt.
— Y ¿a qué te dedicas?
— Doy clase en la Universidad.
— ¡Ah, hombre! ¡Qué interesante! Y ¿de qué das clase?
— Explico a los filósofos del siglo XVI.
— ¡No me digas! Y ¿hay una o varias universidades en Francfurt?
— Hay solo una.
— Pues yo tengo un hijo que vive y trabaja en Bruselas, también en la Universidad.
— ¡Vaya! ¡Qué curioso! Y ¿en qué especialidad?
— En Relaciones Internacionales. Dirige además el Real Instituto Elcano en Bruselas.
— ¡Ah! Muy interesante.

Le pregunto el nombre por la posibilidad de que algún día puedan encontrarse.

— José Luis Egío García.
— Viel spaas, le digo, “Que lo pases bien”, haciendo pinitos en alemán por mi próximo viaje a Viena.

Él me corrige amablemente la pronunciación.

No salgo de mi asombro. Su padre, Carlos, es bastante burdo al menos. Y recuerdo a sus abuelos. Carlos, con su eterna camiseta blanca de tirantes durante casi todo el año y sus largas patillas, sin más cultura que la poca de la calle. Y Salud, su mujer, hermana del Pablo, siempre con las cabras y el cayado colgado del antebrazo, de una humildísima familia de la sierra, autor de la teoría de la mujer del hueso fino, que desarrollaré en otra ocasión. Es realmente sorprendente que este chico esté ahora explicando en la Universidad de Francfurt a los filósofos del siglo XVI, nada menos que a Erasmo, Montaigne, Maquiavelo, Luis Vives, Francisco de Vitoria, Suárez, a los padres de la Europa moderna. Un joven del Siscar dando clases de filosofía en alemán a los teutones en el corazón de Europa.

Se lo cuento a mi hijo, que se acuerda de los dos mellizos de pequeños, casi de su edad, cuando correteaban por la calle, y también asombrado, comprueba la veracidad de su historial.

San Juan, 28 de abril de 2017.
José Luis Simón Cámara.

Retazos. 13.

Estoy pasando unos días en el Siscar, acompañado de Inma y los niños. Mi hija está de excursión por Málaga y mi hijo en Bruselas donde reside. Cuando hablo de los niños me refiero a mis nietos que cada vez ocupan más el tiempo de estancia aquí, donde los amigos se reducen con el paso de los años. Esta mañana, después de subir al monte con mi amigo José Francisco, ¡es curioso cómo nuevos amigos reemplazan a los desaparecidos!, he ido con Juan a visitar al hijo del antiguo peluquero, José María el barbero, del que decían que estaba un poco loco, y todo, según creo, porque en las madrugadas de no sé qué fechas, recorría el pueblo a lomos de un caballo. Su hijo, también José María, esas costumbres de heredar el nombre también se van perdiendo, lleva el camión de unos viveros y además cría animales en unas conejeras o cuadras del patio de su casa. Pollos, faisanes, pavos reales y sobre todo conejos, de los que con relativa frecuencia le compramos alguno, o bien para comerlos allí mismo con patatas fritas o con arroz, o para llevárnoslos a San Juan. Mi nieto quería hoy un conejo, pero vivo. Cuando hemos llegado a su casa y le he dicho a José María el objetivo de la visita le ha preguntado a Juan:

— ¿De qué color lo quieres?
— Blanco, le dice el niño.

Allá que entra José María a la conejera y sale con un hermoso conejo blanco. Un saco de cáñamo que había arrugado por allí encima entre otros enredos ha servido para llevárnoslo a casa. Juan iba tan contento y despreocupado con su trofeo en la mano, apenas daba crédito a haberlo conseguido, que la base del saco casi rozaba el suelo de la calle. De vez en cuando me lo pasaba, era demasiado peso para él. En el patio de la casa y ante la sorpresa de su hermana y de su abuela ha abierto el saco y ha salido el conejo blanco como si un mago lo hubiera hecho aparecer bajo el sombrero de copa. Lo ha tenido un rato entre macetas y revolcones. Cansado ya del conejo lo hemos vuelto a meter en el saco, un poco mojado de arrastrarlo por el patio recién regado, y se lo hemos devuelto a su dueño.

— José María, le dice Juan, queremos llevarnos dos conejos muertos, pero no el blanco. Y uno de ellos troceado como siempre, pero el otro sin despellejar.

Juan quería despellejarlo y partirlo él en casa. A pesar de mi insistencia y la de José María en que lo despellejara allí mismo, Juan se ha salido con la suya y nos hemos llevado los dos conejos, uno despellejado y troceado y el otro muerto pero sin despellejar. Al llegar a casa le hemos quitado el pellejo entre Inma y yo, como se ha hecho toda la vida, soplando a la altura del lomo para que no se interfieran los pelos, abriendo una brecha con un cuchillo, metiendo los dedos y estirando de la piel en dirección contraria hasta la mitad de la cabeza por un lado y de las patas traseras por otro. Se recorta por ahí la piel y, ya colgado con una cuerda en los barrotes de la escalera del patio, se va cortando la carne después de vaciarle las tripas y restos de excrementos de la barriga, quitándole con mucho cuidado la hiel para que no se rompa y amargue la carne que roza. Inútil toda advertencia. El niño, enfrascado en la insólita operación de cortar trozos, acaba salpicado por alguna de las inevitables gotas de sangre que el balanceo del pobre animal colgado de la escalera proyecta en ropa, manos y cara.

San Juan, 27 de Abril de 2017.
José Luis Simón Cámara.