Retazos. 5.

Los había visto desde lejos. Uno en medio de la carretera. Parecía con dificultad para moverse. El otro estaba mirando desde la acera. Yo regresaba de sacar la basura en el carretón y no me iba a acercar con él. Lo primero era llevarlo a casa y después ya vería lo que hacía. Estaban más allá de mi camino y para saber lo que pasaba exactamente hubiera tenido que dejar el carretón en un lado de la calle, entorpeciendo posiblemente el paso de los vecinos. Pero solo el hecho de pensar que el que estaba en medio de la carretera podía estar herido, haber sido golpeado por un coche de los que pasan a más velocidad de la debida, me intranquilizaba. En el fondo posponía la decisión de acercarme hasta allí para más tarde, con la esperanza de que aquella situación hubiera cambiado.

¿Qué hubiera podido hacer yo si me hubiera acercado? Si estaba herido, lo mejor, dicen los médicos, es dejarlo tumbado en la carretera hasta que venga un especialista para evitar lesiones mayores. No quería yo agravar la situación. Es verdad que me quedaba intranquilo porque creía escuchar un quejido lejano y eso no deja insensible a nadie. Aún así llegué a casa con el carretón, lo guardé en la armería, modo de llamar mi nieto al trastero donde guarda sus espadas de madera, me lavé las manos y, aunque ya era hora de ponerse el pijama y cenar puesto que no iba a salir, seguí con la ropa de calle haciendo tiempo para volver a ver la situación en la carretera. Cené y, ya cuando Inma dormitaba, así no tenía que darle explicaciones, volví a la calle. A mitad del callejón no se escuchaba ningún quejido, como antes, y temiendo encontrarme nuevamente el mismo espectáculo, asomé la cabeza y vi que no quedaba rastro de nada. O se trataba de una disputa amorosa, muy abundantes en estas fechas del año, a punto de comenzar la primavera, o el golpe del coche no había sido tan grave. También era posible que alguien más generoso que yo hubiera acudido en auxilio del herido y lo hubiera llevado a algún centro donde lo atendieran. Todo era posible. De todos modos no me quedé totalmente tranquilo, el sentimiento era de incertidumbre. Si me hubiera acercado cuando regresaba con el carretón hubiera podido auxiliarle antes y, a veces, el paso de unos minutos cuenta en la vida de cualquier ser vivo. Aunque por otro lado, no se veía rastro de sangre, es decir, que el golpe, en el caso de que se tratara de un golpe, no había sido tan grave. Quizá fuera tan solo una contusión muscular, que son dolorosas, es cierto, incluso más a veces que uno rotura ósea, porque ésta pronto suelda y cicatriza, en cambio las contusiones musculares suelen hacerse muy pesadas, sobre todo cuando la zona afectada es de movimiento involuntario y permanente, como la caja torácica que no se puede inmovilizar porque la respiración es rítmica e ininterrumpida. Me quedé pensativo como el protagonista de “La chute” (la caída), novela de Camus. Clamence, pasando en París por un puente del Sena, vio a una joven apoyada en la barandilla y ya algo alejado creyó escuchar el ruido de un cuerpo al caer en el agua. Siguió su camino, pero al día siguiente buscó intranquilo en la prensa hasta leer que una persona aún no identificada se había ahogado en el río, al parecer se trataba de un suicidio. Afortunadamente en mi caso el problema era incomparablemente menor. En última instancia se trataba de una pareja de gatos.

San Juan, 9 de junio de 2016.
José Luis Simón Cámara.

Galería de personajes. 21.

Después de 60 años la misma serenidad, el mismo silencio, el mismo gesto no alterado por el paso del tiempo. Apenas el amago de unas casi inapreciables arrugas en su fina piel apergaminada. Los ojos algo rojizos. Quizá el más delgado del grupo. Nació en Pinoso, se crió en Elche y vive en Elda, el tiempo que pasa por estos lugares. Tras los saludos iniciales al llegar, no lo he oído hablar en toda la comida. Los que estaban a su lado en la larga mesa, como si se tratara de árboles cimbreados por el viento, inclinaban el cuerpo y las palabras hacia los otros contertulios. Él quedaba aislado, en medio, entre unos y otros. Se lo he hecho notar a alguno de los que había a mi lado, a Juan y a Jesús, no, no se trataba de la última cena, también estaban Fulgencio y Pepito, porque “el padre eterno”, es decir, Berbegal, medio sordo, medio ausente, solo se ocupaba de ir comiendo y poner, de vez en cuando, cara de extrañeza, señalándose el oído con los dedos para recordarnos que apenas oye. No se trataba, como digo, de la última cena pero tampoco andaba muy lejos de serlo porque lo que estoy refiriendo es el encuentro anual que celebramos un grupo de compañeros, más que de amigos, que casi solo tenemos en común haber pasado algunos de nuestros años jóvenes, desde los 10 hasta los 13, 15 ó 18 y, en algunos casos hasta acabar los estudios, en el seminario diocesano de Orihuela allá por los años 50 y 60 del siglo pasado. Y sí, todos han coincidido en mi comentario sobre Antonio, sobre su silencio permanente a través de los años. También ha escuchado mi comentario Manolo y nos ha dicho que sí, que Antonio habla poco y hace mucho. Ha sido entonces cuando la curiosidad nos ha picado y, más que nuestras preguntas nuestras miradas y una sugerencia de su vecino de mesa, lo ha decidido a tomar la palabra.

–Sí, desde hace más de 10 años estoy yendo periódicamente a Colombia donde desarrollamos actividades para ayudar a los campesinos en las zonas más pobres de aquel país.

–Cuéntanos en qué consisten exactamente esas actividades.

–El último proyecto ha sido en dos veredas 1 del pueblo de Pijao. Y el próximo es de dos gallineros para los que necesitamos 4.400 euros. Está coordinado con el ingeniero agrónomo de la diócesis de Armenia, capital del departamento. Yo salgo a mediados de julio hacia dos veredas de Salento, departamento de Quindío.

–¿Eres misionero? ¿Tu motivación es religiosa, humanitaria, ética?

–Un poco de todo. No soy misionero. Solo me dedico a ayudar al colectivo campesino. Mira, un gallinero, al cambio actual sale por 2.200 euros. El nuevo proyecto es para dos. Cada uno tiene unos 40 metros cuadrados y caben 120 gallinas ponedoras. Edificarlo, gallinas, pienso, vacunas y transporte de materiales vale eso. La diócesis aporta el trabajo del ingeniero y su transporte y el mío en moto a las veredas. Los campesinos aportan la mano de obra, el agua y las hierbas silvestres, buenas para las gallinas. Cada gallinero es para 6 ó 7 familias. Unas 35 personas. Les enseñamos las técnicas correctas y los habituamos a trabajar en comunidad.

Ese silencio suyo del que hablábamos al principio se nos fue contagiando a medida que nos iba contando y, sorprendidos, fuimos quedándonos boquiabiertos por la generosidad de sus colaboraciones y su discreción en divulgarlas.

San Juan, 10 de junio de 2016.
José Luis Simón Cámara.


[1] Sección administrativa de un municipio o parroquia.

Galería de personajes. 23.

Un gaucho en la sierra de Gredos.

Lo vimos pasar sobre su caballo blanco, como ausente, a lo suyo, y el niño lo llamó:

–¡Caballero!

Una voz que parecía perderse entre el murmullo de la gente que pasaba. Unos regresaban del baño en la piscina, otros paseaban por la ladera que lleva al río, otros se levantaban de las mesas del kiosco-restorant donde habíamos comido, algún coche, pocos, hacía maniobras para salir del aparcamiento formado por el hueco entre los pinos. ¡Vaya pinos!. Algunos quizá alcanzaran los 40 metros y la mayoría, eso es lo sorprendente, se elevaban hasta el cielo. De vez en cuando un cencerro nos indicaba la proximidad de algún ganado de vacas, casi siempre en grupo de 10 ó 12, y el vaquero en muchos casos se apeaba del land rover, sin espuelas, y las seguía por el sendero.

El caballero, ensimismado, moviendo su esqueleto al ritmo pausado del caballo, alto y delgado, el pelo recogido en la coleta, sombrero, botas de montar. Toda una estampa.

Entre el murmullo había escuchado la voz del niño porque al momento giró la cabeza, se apeó del caballo y animó al niño a acercarse preguntándole si quería montar. La timidez se apoderó del niño y su madre lo acercó al caballo y al jinete. Éste lo cogió en brazos y lo sentó en el caballo.

–¿Cómo te llamas?

–Juan.

–¿Te gusta montar a caballo? Ya ves, yo me dedico a llevar niños. Cuando gustés me buscás. Yo ando todo el día por ahí con el caballo.

Al día siguiente, con el pelo suelto, ya sin coleta y sin sombrero, lo reconocí en el bar “El Cruce”. Su mirada era inconfundible. Se sentó en una mesa y, como todos, pidió café con leche y magdalenas, se sacó las gafas de la faltriquera y comenzó a mirar el móvil, como casi todos. Entonces vi que miraba a Juan como queriendo reconocerlo y se lo hice notar al niño que se le acercó nuevamente.

–¡Ah!, tú eres Juan, el niño de ayer. Yo soy Lucho.

Fue entonces cuando observé más de cerca su cara, sus ropas, sus botas. Todo su atuendo, deslumbrante a caballo, iba cobrando el color de lo diario, el sabor de la rutina, la tristeza del cansancio, la fatiga de lo viejo. Sus botas desgastadas y con muestras ya de agujeros, sus gafas con ese hilo del que cuelgan para que no se caigan, algunas gotas de leche chorreando de la magdalena volvían al gaucho a su dimensión más humana, desprovista de la épica de la pampa o de la sierra, donde quizá en otros tiempos era hábil en el manejo de las bolas para detener los terneros y parar la carrera de los caballos salvajes.

Como un viejo cawboy recuerda sus aventuras en la pradera conduciendo ganado, domando potros y enfrentándose a los cuatreros, y ahora sentado en el estrado del circo espera su turno para la exhibición ante los niños, así ahora quizá este gaucho, la cara cruzada de tristeza y arrugas, sonríe contemplando el infinito y acordándose de aquella “mina” que se quedó, también triste por su ausencia, bajo el porche en la enramada.

San Juan, 1 de Agosto de 2016.
José Luis Simón Cámara.

El ruedo ibérico. 8.

Tauromaquia

Si yo fuera un toro no tengo muy claro qué preferiría1, si vivir encerrado en una granja, alimentado de pienso y paja, moviéndome en unos metros cuadrados y pisando continuamente el estiércol de mis deposiciones o si vivir libre en una dehesa de amplios horizontes, sesteando bajo las encinas y bebiendo agua en los embalses.

Porque el final lo tengo claro.

Cuando mi peso y envergadura alcancen la medida adecuada para el mayor beneficio de mi amo, se acabará la historia.

O bien seré trasladado como la mayoría al matadero y allí acabará conmigo un pistoletazo en la nuca. A partir de ese momento seré fileteado y, entre brindis, unos dientes que muy bien podrían ser de tiburón, qué más da ya, darán cuenta de esa carne celebrada por expertos en el arte culinario.

O me sacarán de la dehesa, eso sí, en un cajón para mí solo, no vaya a malherirme, y me trasladarán a los patios de una plaza, donde comenzaré a oír no ya el canto de la urraca que aletea por el prado, sino el vocerío de la gente que echando humo y empinándose la bota, se prepara para verme en el ruedo donde ahí sí, hundiré la rodilla en el suelo, ya con el lomo ensangrentado, habiendo quizá levantado hacia las estrellas al multicolor arlequín que me burla con su esbelta figura y su trapo. Ya sé que es el fin, pero aún puedo oler las tripas de un caballo y en algún caso afilarme los cuernos en el fino terciopelo del torero.

Nadie podrá quitarme las noches de luna en el prado mirando las estrellas, abrevando en el riachuelo o saltando a los cuartos traseros de aquella vaca que días atrás me miró con insistencia bajo la carrasca de la loma más alta.

Yo sé muy bien cuál es mi final. Vaya con el cuerno limpio o ensangrentado.

Si yo fuera un hombre quizá me costara entender los razonamientos que llevan a los toreros –frágiles y ligeras estructuras- a ponerse delante de un animal que multiplica por diez su envergadura y que posee en su cornamenta la capacidad para agujerearlos por donde los alcance y para levantarlos por los aires y hacerlos girar como una marioneta. Pero tampoco entendería que sus colegas, incluso aquellos a los que despertamos pena, se alegraran de que murieran corneados los toreros cuando su suerte no iba en ningún caso a cambiar la nuestra, que era morir en la plaza o en el matadero y no sé por qué en un caso con más dignidad que en el otro.

¿Es acaso más noble una descarga eléctrica sujeto a un potro e inmovilizado que el estoque en medio de la plaza?

¿Es acaso más elegante el carnicero con su mandil que el torero con su traje de luces?

Nunca he asistido a una corrida de toros. Quizá nunca asista. Pero si los animales racionales que dicen defender a los irracionales se siguen comportando como en estos días de la muerte del joven torero Barrio, quizá consigan que pase al bando de los defensores de las corridas de toros porque si me parece comprensible el rechazo de estos espectáculos me parece abominable alegrarse de la muerte del torero y burlarse de su entorno.

Porque, vamos a poner las cosas en su sitio. Que la lucha entre torero y toro sea igual o desigual habría que preguntárselo no solo al toro que cada tarde muere en la corrida, también a la lista de toreros que han muertos corneados por el toro. Siempre es superior la posibilidad de defenderse en la plaza que en el matadero. No se sabe de ningún matarife corneado.

Cuando el torero burla el envite de los cuernos que acarician la capa y esa imagen se queda plasmada en la retina –quizá sea la estampa más hermosa de la fiesta—un sombrío silencio recorre la plaza, pero ver al toro que se sabe vecino de la muerte, buscar el cobijo de la orilla, regando de sangre y de baba, casi como un niño, la arena, bajo el acero que penetra por su lomo, a quién satisface..

No sé qué es más trágico en el supremo momento de la muerte, si el murmullo y el aplauso de la plaza precedidos del silencio de la incertidumbre o el metálico y pautado sonido de la máquina anónima en la sala vecina del despiece.

Todo esto, lo sé, son consideraciones mezcladas y confusas.

Pero de ahí a alegrarse de la muerte del torero, de ahí a bailar sobre su tumba, de ahí a desear que la cornada alcanzara hasta sus padres… tanto veneno deja de ser humano y rezuma odio a la especie en lugar de amor a los animales.

Y me cuesta creer en el amor a los animales de quienes odian a sus congéneres.

Y llego a pensar si ese pretendido amor a los animales no es más que una forma amable de mostrar su odio a los humanos.

San Juan, 19 de julio de 2016
José Luis Simón Cámara

1 Frase dicha por Concha Seco mientras paseábamos por el pueblo.

Galería de personajes. 22.

Hacía ya tiempo que lo echaba de menos. Y la verdad es que había sentido cierto alivio con su ausencia. La presencia de alguien siempre con la mano tendida en la puerta de un supermercado u ocupando parte de la acera por la que pasas con frecuencia acaba por convertirse si no en agobiante o molesta, al menos en incómoda. Es como si alguien estuviera, aunque no diga nada, echándote en cara que vives mejor que él y que además o lo reconoces echándole unas monedas en la mano o en una cestita apoyada en el suelo o ni siquiera lo reconoces y pasas olímpicamente de él. Digo de él porque lo más frecuente es que se trate de un varón entre los 30 y los 50 años, aunque a veces los he visto acompañados de una mujer de una edad más indiferenciada y casi siempre sin dientes. Hasta tal punto se apropian de un lugar, hay quienes aseguran que las mafias les asignan el sitio, que normalmente suele encontrarse el mismo en el mismo lugar. Pasado un tiempo acaba por resultarte familiar. Y no es la primera vez que he visto a algunos de los que pasan a su lado pararse y entablar, aunque breve, conversación. Del tipo de “dónde estabas, hacía tiempo que no te veía, me preguntaba se te habría pasado algo, ah, que estabas visitando a tu familia”, porque, claro, también los pobres tienen sus cosas que hacer. Quizá más aún que los ricos o, digamos, la clase media, porque los ricos ricos casi no suelen pasear por la calle o ir a comprar al supermercado, ellos suelen ir con sus despampanantes señoras y en sus aparatosos coches para que se note que son ricos de verdad. ¿Cómo va un rico a mezclarse con el resto de humanos en la cola para comprar un kilo de tomates o patatas? Pues solo faltaba eso, no hombre, no, de eso nada. Pues como iba diciendo, el otro día y después de varias semanas, volví a ver al habitual de la entrada a un supermercado. Y, claro, cuando nos cruzamos, prefiero que esté con otro cliente que se para a saludarlo o que esté ocupado recogiendo y ordenando los carritos de compra, razón, creo, por la que los toleran en la puerta de los supermercados, porque tampoco a ellos les hace mucha gracia tenerlos como moscones espantando a los clientes, y además porque afortunadamente el espacio público es para uso de todos y nadie les puede prohibir que lo ocupen a su aire.

En esta ocasión me encontré solo frente a él que, con su característica e interesada amabilidad, se abalanzó hacia mí con la mano tendida hacia la mía que, inevitablemente, hube de ofrecerle mientras intentaba esbozar una sonrisa pretendiendo que no pareciera forzada, aunque dudo que a él, experto callejero en relaciones humanas, se le escapara el matiz. Me vi obligado a preguntarle qué tal, cómo había estado tanto tiempo ausente. Y lo sorprendente no era que yo le hiciera estas preguntas, estaba dentro de la lógica de una conversación superficial entre personas que solo se conocen de eso, de verse ocasionalmente en la calle. Lo sorprendente fueron sus respuestas.

–Sí, es verdad, hubiera querido volver antes pero se me han pasado los días volando. Uno tiene sus obligaciones, además que el estrés del trabajo… No es que dé para mucho pero con los pequeños ahorros que voy haciendo puedo permitirme pasar unos días en alguna playa del norte porque las de aquí están abarrotadas y además hace mucho calor. Eso sí, aunque están muy disputados, siempre tiene uno algún colega que me reserva su sitio en algún supermercado del norte. Yo, hombre, no soy ni tan afortunado ni tan desgraciado como Houellebecq, que tiene un apartamento en Almería y la cara de alimentarse de los desperdicios de las basuras, pero para ir tirando no me falta, y, a pesar de todo, no me puedo quejar.

San Juan, 6 de julio de 2016.
José Luis Simón Cámara.