Galería de personajes. 18.

Poco después de salir de casa a pie, un poco de ejercicio aunque sea suave y para no anquilosarme ahora que, con el catéter en el riñón, me es desaconsejada la carrera habitual de estos últimos años, caminando por la calle del Mar escucho a alguien decir en voz alta a lo lejos: “¡Eh, torero, ¿te acuerdas de cuando corrías delante de la vaca si la soltaban? ¡Cuánto tiempo ha pasado!” Y, guiado por la voz, vi a quien parecía haber hablado. Me fui acercando a él, que había reducido la marcha mientras hablaba con su interlocutor y enseguida lo reconocí. No era la primera vez que lo veía. Con camisa de manga corta a pesar de que a estas horas de la mañana, aún no serían las 9, en los primeros días de Abril aún refresca, el poco pelo que le queda al cero y sus 80 años bien cumplidos sin duda. A la altura de la Casa de Cultura vi que se paraba frente a un coche aparcado junto a la acera, tocaba la carrocería con una mano mientras con la otra se remangaba el pantalón, seguramente para no manchárselo, y ponía la rodilla desnuda en tierra. Después se remangaba la otra pata del pantalón, dejaba la otra rodilla a descubierto y la apoyaba también en el suelo mientras con una mano seguía tocando la chapa del coche y con la otra se santiguaba varias veces y con bastante rapidez. Al ver que yo me acercaba caminando, no había nadie más por la calle, se incorporó con cierta precipitación, dejó caer los camales del pantalón y continuó la marcha. Algún conocido suyo venía en la otra dirección porque él le dijo al cruzarse:

–“Me faltan trece cartas para los quince millones”.

–“Vale, vale, muy bien”, le contestó el otro sin interrumpir el paso.

Yo me iba acercando a él que mascullaba algo solo y, para evitar que me interpelara, crucé a la otra acera por el paso de cebra asegurándome de que una furgoneta con niños y cajas de verduras, conducida por un joven con raftas que miraba a uno y otro lado sin haberme visto, no me atropellara. Poco después comprobé que bajaba las cajas en la plaza del Ayuntamiento donde los domingos se instalan algunos puestos con fruta, miel, verduras y otros productos ecológicos traídos de la montaña. El señor en mangas de camisa y yo caminábamos por aceras paralelas casi al mismo ritmo. Al llegar al final de la calle giré la vista con disimulo y no lo localizaba. Entonces miré directamente y vi que se incorporaba de junto a otro coche en el que parecía haber hecho la misma operación que en el coche junto a la Casa de Cultura porque aún capté el movimiento de la mano al santiguarse e incorporarse detrás del coche. Era un coche rojo. Quería comprobar después si había algún símbolo en el coche porque en la ocasión anterior observé que se había santiguado frente al escudo de San Juan en que aparece la bandera de la comunidad valenciana y un cordero con una cruz. Continué hasta el kiosco de prensa de donde salía otro señor mayor que saludó al de las genuflexiones. Éste entraba al kiosco cuando yo ya salía con el periódico y la kiosquera le preguntó:

–“Antonio, ¿es que conoces a este señor que acaba de salir?

–“Más de 50 años”, respondió.

De regreso a casa, después de tomarme una manzanilla, infusión, no de Sanlúcar, pasé junto al coche rojo ante el que Antonio se había arrodillado y santiguado pero no había nada especial que, a mi juicio, hubiera sido la causa de su actitud. Debían de ser otras sus razones.

San Juan, 10 de abril de 2016.
José Luis Simón Cámara.

Galería de personajes. 16.

Hoy, mañana desapacible, me lo he vuelto a encontrar, como siempre, husmeando en las papeleras, sin dejarse una sola, siempre por la misma acera, eso sí, no zigzagueando de una acera a otra, algo de ahorro de energía al menos. Lo he visto, inconfundible, desde lejos y me he ido aproximando lentamente hasta llegar a su altura. Como suponía, aunque no se aprecia a distancia, porque el pantalón le cae ligeramente sobre los zapatos, iba sin calcetines. En pleno invierno y sin calcetines. No es el primer caso que me encuentro, como ese otro señor que va con abrigo y las zapatillas de casa también sin calcetines. Al pasar junto al kiosco de la ONCE se me ha ocurrido regalarle un cupón, pero he pasado de largo. Me he vuelto en dos ocasiones para ver su ritmo y hacia dónde si dirigía. He seguido pensando que quizá no hubiera muchas más oportunidades de regalárselo y quién sabe si por una vez la suerte se le presentara de manera tan inesperada. Regresé hacia el kiosco, la verdad, he de reconocerlo, abrigando la dulce sensación de que por ser generoso quizá el azar me premiara también a mí, y compré dos cupones. No los separé para hacerlo en su presencia, para que viera que era en serio y no se trataba de una broma. Cuando lo alcancé al cruzar por un paso de cebra me dirigí a él y le dije: “Tome usted este cupón por si hay suer…” Apenas me dejó terminar la frase. Con un movimiento de rechazo del brazo y balbuciendo entre dientes algo como “no, no quiero” me dejó boquiabierto. Quizá no me ha entendido, pensé, y ha creído que le pedía algo. Pasaba por la acera un conocido que observaba en silencio la escena. Creo que por discreción se alejó sin decir nada. Aprovechando que “el hombre a una bolsa en la mano de plástico pegado” se asomaba a la papelera que hay en la acera justo al cruzar el paso de cebra, insistí otra vez en mostrarle el número de lotería, en ponérselo a la vista, pero volvió a rechazarlo, esta vez con un tono de disgusto. Yo seguía sin comprender su actitud. Es verdad que su situación no es como para que se muestre simpático y educado. Quizá ni sepa lo que esas palabras significan ni haya tenido ocasión en su vida de ejercerlas o practicarlas. Alguien que siempre recibe miradas de repulsa, rechazo social, menosprecio, insultos de esos niños tan monos y tan crueles, que solo ven en él a un pordiosero, a un pobre hombre que va hurgando en la basura ¿cómo va a entender o asimilar que alguien bien vestido se le acerque para ofrecerle un número de lotería?. Si aún se hubiera tratado de unas monedas o de un billete, pero lotería, ¿pensaría que quería engañarlo con una variante del “toco mocho” que hace tan desconfiada a la gente por los casos tan frecuentes de engaño a pobres ancianas? Siempre se le puede arrebatar a alguien lo que tiene aunque sea poco. Supongo que para él debo aparecer como uno de los responsables del funcionamiento de esta sociedad, puesto que me va bien, y por tanto culpable aunque sea indirecto de su situación. ¿Cómo le va a pasar por la cabeza que yo, miembro de esa sociedad que lo ha condenado a él a vivir de los desperdicios, de las sobras, de las migajas de las que nos desprendemos arrojándolas a la basura, intente ayudarle a cambio de nada? Un abismo de desconfianza, quiero entenderlo aunque me cueste, nos separa y se me hace difícil aceptar que lo mejor de todo quizá sea que yo me limite a pasar a su lado y ver su progresivo deterioro y dar cuenta de ello con unas pinceladas para reflejar esta realidad que desde el principio de la historia ha permanecido casi inalterable.

San Juan, 9 de febrero de 2016.
José Luis Simón Cámara.

Galería de personajes. 15.

Ludopatías.

Le atraía tanto la máquina tragaperras que solo por ella era capaz de apagar el cigarrillo sin apurarlo para poder entrar al bar. Aun así no paraba de maldecir las nuevas leyes que le impedían simultanear, como antes, sus dos vicios compulsivos. Delgada y exagerando su delgadez con una ropa siempre ajustada, caminaba nerviosa por la calle y la proximidad de un bar con máquina parecía hacerle acelerar el paso. Cabello corto, rubio y un poco rizado. Las uñas mordidas y pintadas, repartiéndose el hueco de los labios entre ellas y el cigarro. Alguna vez con dos hijos pequeños a su lado, uno agarrado a su falda o pantalón, con más frecuencia, y el otro apoyada la cabeza en un taburete de la barra mientras ella se rebusca en el bolso las monedas que la máquina se traga. Su mirada nerviosa va de la calle a la barra, mirando con desconfianza. Yo, imposible estar ajeno al espectáculo, me tomo un café preguntándome cómo es posible la escena que presencio. Una sensación de pena, de abatimiento, de ver el inevitable desenlace, como cuando una pequeña embarcación zarandeada por el viento es arrastrada al precipicio por la impetuosa corriente, me recorría el espinazo, sobre todo pensando en el futuro de esos niños, sin duda abandonados a su suerte.

Más próximo y doloroso para mí el caso del hijo veinteañero de mi amigo muerto imprevistamente y antes de tiempo. Ludópata. Cuando pasa junto a un salón de juego se le altera el pulso, comienza una excitación incontrolable, se le demuda la color y, si con gran esfuerzo, consigue superar la tentación, primero pasa un rato de nerviosismo y alteración y después entra en un estado semidepresivo de agotamiento y abatimiento del que le cuesta reponerse. Si, por el contrario, y, como suele ocurrir habitualmente, sucumbe a la tentación, mira de soslayo antes de entrar, como para no ser visto por quien no quiere que lo vea, y echándose la mano a la cabeza en un intento de ocultar la cara, desaparece sigilosamente, tragado por su irrefrenable deseo del que es fiel esclavo.

Y no puedo olvidar el comentario que mi amigo Pepe, el torero, con mucha discreción y en voz baja, para que nadie más que yo lo oyera, me hacía cuando nos veía echar unas monedas a la máquina tragaperras a mi otro amigo Santi y a mí. No es que lo hiciéramos con frecuencia, pero a veces, mientras tomábamos unas cañas en un bar cualquiera y por pasar el rato, lo hacíamos.

— ¿Sabes qué es lo mejor que os puede pasar cuando jugáis a las máquinas tragaperras?

— Pues no sé. ¿Qué quieres decir?

— Que no os toque ni un duro porque así se os quita la gana de repetir. Si uno tiene la mala suerte de que le salga algún premio, cuanto mayor peor, la adicción aumenta y acaba uno jugándose, como conozco varios casos, hasta los ojos.

¡Cuántas veces he recordado esos sabios consejos! De alguien que solo tuvo por libro varias cuartas de tierra, por renglones los surcos hechos primero con legón o azada, su lápiz, después con arado y más tarde con mula mecánica. Aprendidos de sus padres los ciclos de la tierra, las épocas de siembra, el vuelo de las aves según las estaciones, los indicios de la lluvia, siempre tan imprevisible y escasa por estas tierras.

San Juan, 4 de Abril de 2016.
José Luis Simón Cámara.

Galería de personajes. 17.

Autorretrato.

¿Cómo puedo ser yo ése que camina titubeante, inseguro, como si le fallara la tierra bajo los pies?
¿Qué ha podido pasar para que esos miembros que caminaban serenos y decididos, si no ya audaces, lo hagan ahora vacilantes?
Cuando se pisa con fuerza, cuando se mueve el aire a tu ritmo, vas abriéndote camino entre la gente, te dejan paso porque ven en ti el brío, el empuje que les hace apartarse a un lado. No es que tú lo pidas, ni lo exijas, ni lo supliques ni lo sugieras. Es como si empujaras el aire.
¿Dónde están aquellos andares, aquel empuje, aquella mirada resuelta?
El “Ubi sunt” me recuerda inevitablemente a Jorge Manrique.
Está muy claro que es diferente la forma de caminar en las mismas personas cuando se va a un objetivo concreto, por la prensa o al estanco o al supermercado o a la farmacia y cuando se va de paseo. El ritmo de la marcha diferencia a los primeros, decididos, del segundo, relajado, mirando a su alrededor, observando los cambios operados en la calle. Cómo ha cerrado aquel bar tan mortecino y han abierto un salón de juego. El que va a tiro fijo va como si llevara orejeras que le impiden distraerse de su objetivo, de su tarea principal, que es llegar al punto de destino. Todo lo demás sobra, resbala.
Pero, claro, no se trata ahora aquí de esa variedad en función del objetivo. Aquí se trata de otro asunto.
Ahora observo con más atención a la señora con andador, al anciano inseguro que espera en la orilla de la acera a que pasen todos los vehículos antes de atreverse a cruzar el paso de cebra, al patizambo o al patituerto que trata de disimular su cojera con movimientos de reequilibrio, al aquejado de espondinitis que se esfuerza en levantar la cabeza que busca el suelo.
Como cuando tu mujer o tu hija tienen bombo y sólo ves por la calle a mujeres embarazadas, y sólo entonces, aunque haya siempre la misma o parecida proporción de preñadas. Pero ¿qué ocurre? Te pasan desapercibidas.
Hoy en la acera, y casi ocupándola, un trío, padre, madre e hija, supongo. El padre con una muleta de trípode intentando girarse mientras la madre le dice a la hija que en el pasillo de la casa se lo advierte: “No vas derecho caminando. Vas torcido”. Tiene pinta de una trombosis.
Poco después en la Rambla, tres señoras en sendas sillas de ruedas con motor. No es la primera vez que me las encuentro. A veces ocupan toda la ancha acera en línea, como si estuvieran a punto de desenfundar en una polvorienta calle del Oeste o como en una competición paraolímpica.
No quiero hacer broma de esta situación, en cualquier caso la haría sobre mí mismo también que ando, como decía, con ese aire macilento, pero siente uno la tentación de hacerlo. En el fondo creo que lo mejor es reírse de uno mismo. ¿Qué otra opción queda? ¿Encabronarse? No, gracias. Prefiero la ironía.

San Juan, 26 de marzo de 2016.
José Luis Simón Cámara.

El Pireo. 1980-2016.

Una vela encendida sobre la mesa. Sombrilla protegiéndola. Acude un acordeonista tocando aires mediterráneos. Oscurece a un metro escaso del mar donde vemos a los peces disputarse restos de comida, migajas de pan. En la mesa, sentados frente a frente, Santi y yo. Observando las inabarcables dimensiones del puerto de El Pireo. Yo, evocando las orillas del Sena, donde también he escuchado el nostálgico sonido de la acordeón. Santi, corrosivo como siempre y rompiendo el romanticismo de la situación me dice:

–Dos tías es lo que nos hace falta. Déjate de chorradas.

Mientras suena la música el camarero nos ofrece la carta y no dudamos mucho. Dos langostas, cerveza y retsina, ese vino blanco del que ya llevábamos varias botellas en el cuerpo. Era el último día de estancia en Grecia. Habíamos recorrido en la península hasta el cabo Sounion, donde estampamos nuestra firma junto a la de Lord Byron en el templo de Poseidón, dios al que se encomendaban los navegantes antes de lanzarse a las procelosas aguas del Egeo. Por el otro lado habíamos llegado hasta Delfos, adonde su fundador fue conducido a lomos de un delfín. Allí, en las ruinas de la antigua ciudad colocamos el pie en las hendiduras donde los colocaban los atletas para hacer los 100 metros lisos. Siguiendo hacia el oeste pasamos en barco hasta el Peloponeso por la ciudad de Patrás. Olimpia, la Arcadia, donde la tierra mana leche y miel. No fue casualidad que una anciana vestida de negro y con pañuelo en la cabeza nos parara bajo un árbol en una curva del camino y nos ofreciera dátiles y miel. ¿Cómo decirle no a aquella anciana?

Y ahora leo en la prensa y veo en los informativos que en aquellos mismos lugares, miles de personas, niños incluidos, se hacinan hambrientos y desprotegidos. Las ayudas solidarias, si es que llegan, se limitan a un mendrugo de pan y una naranja si les toca en suerte porque con mil raciones tienen que abastecer a más de 4.000. En este clima de inseguridad, de incertidumbre sobre el futuro, no saben qué va a pasar con ellos, pasan días y noches interminables de lluvia y de frío. Su destino se juega muy lejos, en Bruselas. Quizá la mayoría ni sepan dónde se encuentra esa ciudad donde se puede decidir su futuro1. Mientras tanto ellos deambulan desorientados y peleándose no ya sólo por un pedazo de pan sino incluso por un enchufe donde poder recargar el móvil para poder mantener el contacto con sus seres queridos que, en la mayoría de los casos se encuentran en zonas lejanas, como Siria y Libia, o muy lejanas como Afganistán, Iraq, Somalia o Bangladés.

¿Cómo es posible que casi 40 años después, en aquel paradisíaco puerto lleno de luces rutilantes reflejadas en el mar, donde al son de sirtakis, acunados por la acordeón saboreábamos mi amigo Santi y yo los frutos de ese mar, en ese mismo puerto, en ese mismo lugar se escuche ahora el gemido de niños hambrientos y desamparados en la noche?

San Juan, 22 de marzo de 2016.
José Luis Simón Cámara.

1Mientras escribo estas sensaciones ocurre ese horrible atentado en la ciudad europea. Los intolerantes y salvajes fanáticos, a los que Europa ha dado cobijo, pretenden que acabemos odiándolos a todos en busca de la guerra total. Muchos van a situarla en el mapa, como en estos últimos tiempos, a golpe de atentados.