Kolikós nephrós

(Escrito bajo los devastadores efectos de un cólico nefrítico[1], viaje al infierno incontrolable del dolor.)

Simplemente la ausencia de dolor. Aunque sea desde la apatía. Desde la desgana. Desde el aburrimiento. Sólo se aprecia todo esto desde el dolor. Ese sordo tornillo enroscado en el hueso. Sentado te aporrea, de pie te exaspera, acostado te machaca, te reconcome, imposible el sueño con ese aguijón. Buscas posiciones diferentes, haces contorsiones, repliegues, estiramientos y ningún cambio de posición altera la intensidad del dolor, si acaso unos segundos, para volver con la misma fuerza destructora. A pesar de los analgésicos. Pienso en otras épocas de la historia y me resulta difícil imaginar la actitud, la respuesta del hombre ante el dolor.

Porque no me refiero ya al dolor infligido a otro ser humano para arrancarle confesiones. Me resulta espeluznante leer que uno de los jefes de Hamás en Gaza ha sido torturado hasta hacerle confesar lo inconfesable y morir, su traición a la causa en suma, por haber descubierto la organización su homosexualidad. Y destaco este caso concreto porque si hablo de los miles o millones de seres humanos sujetos a desplazamientos, exilios, humillaciones y torturas parece que la gravedad se diluye en la masa. Los asirios cortaban los miembros de sus enemigos, los romanos arrojaban a sus esclavos a los tiburones, las iglesias expulsan del paraíso a los herejes pero además los condenan al suplicio y a la muerte, las teocracias árabes pueden colgarte por adulterio, los nuevos zares, más refinados, te suministran en una cosmopolita cafetería londinense una pequeña dosis de polonio que te va corroyendo.

¡Qué horror! Los Estados y las Religiones, que dicen justificar su existencia en la defensa del ser humano y sus derechos, muestran su rostro más miserable infligiendo dolor y sufrimiento a esos súbditos, más que ciudadanos, a esos devotos sumisos, más que creyentes, por la llamada razón de Estado o de Yavhé o de Alá.

Vuelvo al tema del dolor, que eterniza el tiempo, paralizado sobre todo cuando llega la noche, donde parece que la soledad y la penumbra te impiden compartirlo y te rodea y te envuelve, a sabiendas de que es solo y todo para ti.

Los humanos parecemos apreciar los bienes que tenemos, los bienes que gozamos, sólo cuando los perdemos.

Esa serena estampa de alguien sentado frente al mar contemplando el horizonte sin prisa, sin agobio, sin presión.

Me vienen a la cabeza aquellos versos de Machado, pero no de Antonio, sino de su hermano mayor, Manuel:

“Mi ideal es tenderme sin ilusión ninguna
De cuando en cuando un beso y un nombre de mujer”

Ir dejando discurrir plácidamente el tiempo, viendo pasar las nubes, hojeando un periódico aunque sea viejo, u observando a las abejas libar en torno a una flor.

San Juan, 14 de marzo de 2016
José Luis Simón Cámara.

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[1] Cólico < colon; nefrítico < nephros> riñón.

Galería de personajes. 14.

Como si su brazo derecho acabara en una cajetilla roja de cigarrillos iba paseando de un lado a otro en torno a la plaza de los Hierros o del Olivo en la avenida de la Rambla. Rarísimo no verlo con el cigarrillo encendido en los labios o en la mano izquierda mientras tomaba aliento para respirar o saludar a alguno de sus muchos conocidos. Cuando se está mucho en la calle acabas conociendo a casi todo el mundo, al menos de vista. Y después de haberlos visto tantas veces, como me ocurre a mí con él, acabas por saludarlo. De todos modos tengo que decir que la primera vez que nos saludamos de manera espontánea y a la vez no fue en el pueblo. Es algo que he observado en otras ocasiones y con otras personas. Gente a la que jamás había dirigido la palabra en el pueblo o la ciudad me parecían casi familiares, vistos por pura casualidad, en la explanada del British Museum en Londres. Parece que encontrarse en lugares lejanos a los de procedencia, aproxima a las personas hasta límites insospechados. Algo así me ocurrió, nos ocurrió, porque fue común a los dos, el día que para mi sorpresa me lo crucé caminando por la arena junto al agua en la playa de San Juan. Esta vez fue la primera que la prolongación del brazo derecho no acababa en la cajetilla roja de cigarrillos. Esta primera vez ni siquiera abrimos la boca, fue solo el gesto de la mano y un leve movimiento de cabeza. A partir de ese momento siempre que nos encontramos por el pueblo hacemos algún movimiento de saludo. Ya no lo he vuelto a ver con el paquete de tabaco ni tampoco le he escuchado aquella tos persistente cuando pasaba a mi lado, echándose la mano a la boca como para apaciguarla o que no se le escapara. Desde aquel primer día en la playa han sido muchas las veces que me lo he vuelto a encontrar caminando junto al mar. Siempre solo. Veo a otros conocidos o desconocidos que pasean en pareja o se encuentran en la playa y siguen juntos el paseo. Él siempre va solo, como Paco el pescador, el que fuera hace años casero de Villa Antonia, esa hermosa casa, patrimonio municipal y cedida a actividades de restauración privada, mientras se gasta erario público en otras construcciones para servicios municipales.
Uno de estos días pasados no salía de mi asombro cuando alguien parecido a él, al menos de su aspecto, poco pelo en la cabeza, con sus andares y su envergadura, iba corriendo junto al agua, no caminando. Debía de ser otro que se le parecía. Cuando pasó junto a mí, sentado en la arena y mirando al horizonte, me hizo un gesto con la mano. Era él. No podía creerlo. Observado desde fuera, ni siquiera sé cómo se llama ni a qué se dedica ni dónde vive, había ido constatando que en el breve tiempo de unos meses había pasado de dejar el hábito del tabaco que siempre llevaba en la mano, a caminar por la playa y últimamente hasta corría. Es verdad que tramos cortos. Digamos que la caminata se aceleraba y trotaba algunos cientos de metros para continuar caminando y así sucesivamente. Me lo sigo encontrando por la calle, a veces con una señora sentado en una terraza frente a una botella de cerveza. Aun lo veo llevarse la mano al bolsillo o mesarse a falta de cabellos el cuero cabelludo como si echara de menos aquella cajetilla que durante tantos años la había mantenido ocupada.

San Juan, 8 de Febrero de 2016
José Luis Simón Cámara.

Juicio a Rita Maestre

Vaya por delante que considero una indelicadeza la actitud de esta chica entrando a la capilla del recinto universitario y mostrando sus desnudeces, pero de considerarlo una indelicadeza a valorarlo como un delito va un abismo.

O ¿es que el integrismo fanático que atribuimos a los radicales islamistas está haciendo mella en la moderna y civilizada sociedad occidental cristiana?

¿Vamos a hacer no ya como aquel papa pacato que mandó poner calzones a los desnudos poco después del Renacimiento sino como el ministro italiano de cultura tapando con cajones las clásicas estatuas desnudas, patrimonio de la humanidad, ante la visita del líder religioso de Irán, con el pretexto de no herir su sensibilidad y más bien porque llevaba bajo el brazo una buena cartera de negocios? Es decir, que no solo las damas europeas tienen que colocarse el velo de la sumisión cuando van de visita a sus países sino que han de ponérselo cuando reciben en Occidente a aquellos mandatarios que, para sus adentros, disponen todavía de harenes donde suponemos que se desprenden de velos y bragas para sin lascivia, eso sí, procrear más hijos de Alá?

¿No están las iglesias católicas llenas de imágenes desnudas, empezando por el mismísimo Cristo que muestra toda su desnudez apenas cubiertas sus intimidades por un trapo más bien escaso?

¿No aparecen en los cuadros que las adornan historias como las tentaciones de San Antonio del pintor Jerónimo Bosco o las tentaciones de Santo Tomás pintado por Velázquez donde aparecen semidesnudas las putas que los tientan?

¿No están llenas las paredes de las iglesias de pinturas didácticas para aquellas gentes que no sabían leer, donde se veía a los condenados en el infierno, desnudos y en actitudes lascivas?

¿No están los capiteles de la Iglesia románica de Frómista, y otras muchas, llenos de esculturas donde se muestran los pecados capitales y especialmente los referidos a la carne e incluso a las relaciones homosexuales de forma tan palpable que pueden tocarse con los dedos?

¿No se inspiró Bernini para su escultural “Éxtasis de santa Teresa” en el gesto de una mujer después de hacer el amor?

¿Va a reaccionar el tolerante Occidente como el zar ruso condenando a dos años de cárcel a las cantantes del grupo punk Pussy Riot que se desnudaron en el altar de la catedral de Cristo Redentor en Moscú y cantaron en ropa interior pidiendo la dimisión de Putin?

Recién llegado de Bruselas donde pude disfrutar de sus cielos permanentemente grises, de sus innumerables cervezas, de su desmochada y hermosa catedral y del museo de los viejos maestros, no puedo olvidar, reflexionando sobre este asunto, el sugerente cuadro de Rubens “Susana y los viejos”, donde se les ve babear ante las turgencias de la joven.

No soy devoto (sometido, sumiso, que eso significa) de ninguna religión ni tampoco de Podemos ni de nada, pero me parece mucha hipocresía estar hostigando a esta joven que quiso, indelicadamente, mostrar su desacuerdo con el compromiso religioso en un espacio público como es una Universidad que, por constitución y principios es ajena a todo aquello que no sea objeto de la ciencia como es la religión que tiene que ver más con la creencia que con la inteligencia.

San Juan, 18 de febrero de 2016.
José Luis Simón Cámara.

Galería de personajes. 12.

Diálogos en la barra

Como todos los días por la mañana, entro al bar en el pueblo a tomarme un café. Desde hace varios años suelo acudir a tomarlo preferentemente al mismo lugar porque desde que le dije al camarero que en un viaje a Roma, cuando pedía un café siempre lo servían con un vaso de agua, él hace lo mismo. Casi siempre voy a tomar el café con un periódico nacional que acabo de comprar en el kiosko de prensa próximo y en el bar suelo hojear, si no está ocupado, el provincial. Hoy un chico de unos 50 años lo leía muy lentamente al fondo de la barra mientras miraba el móvil y se tomaba un café con leche y copa de coñac. Gastaría un 45 de calzado, y el resto de su cuerpo correspondía , más o menos, a esas proporciones. Vamos, de gran envergadura desde la cabeza a los pies. Cara ancha y alargada, bien afeitado. Ropa limpia si bien ajada por el uso. Nada reseñable en su forma de vestir. A mi izquierda, otro chico de edad aproximada, aunque de mucho menor tamaño, pedía una cerveza. Por encima de una recia camisa de manga larga, llevaba un chaleco color azul, mono de trabajo. Tenía delante un vaso pequeño y estrecho de los que ahora se utilizan para el wisky o el revuelto. Mientras yo pasaba hojas del periódico nacional, el chico de la caña se dirigía al del café con leche:
—¿Dónde estás ahora? ¿Sigues en el mismo sitio?
—Sigo en Benidorm en uno de esos trabajos que te ofrecen, ¿y tú?
—Yo ya llevo una temporada en el polideportivo trabajando como un cabrón.
—Me han dicho que os pagan 1.200 euros.
—¡Ja, ja, ja! Eso quisiera yo. ¿Quién te lo ha dicho?
—Pues eso me han dicho.
—Cobramos 640 euros y sin derecho a paro. Pero ¡qué quieres que haga como están las cosas!
—No, no, si ya me extrañaba a mí. No te creas que yo estoy mucho mejor. Además de que una parte de la paga se me va en el trasporte. Tú, al menos, estás trabajando cerca de casa y eso que te ahorras.
—Si, ya lo sé. Por eso no me quejo a pesar de la miseria, pero mejor es eso que nada.

Yo podía haber estado como espectador de un partido de tenis, con la cabeza hacia un lado y otro, siguiendo la pelota, pero nada más lejos; sin levantar la vista del diario, rehusaba mirarlos porque me daba la sensación de que estaban desnudándose sin pudor alguno allí, delante de los pocos clientes del bar. Tenía la sensación de que mi abrigo azul, el pañuelo de cachemir al cuello y mis botines resplandecientes eran un insulto a la miseria que estaban dejando al descubierto. Si hubiera pedido un wisky o una cerveza con olivas quizá hubiera estado más cerca de su situación, pero encima estaba tomando un café solo con un vaso de agua. Podía ser interpretado como un reproche a sus miserias: pobres, con un trabajo mal remunerado y malgastando además su pobreza en copas, quizá para aturdirse y olvidarse de sus miserias. Yo, ajeno a toda esa situación, sin necesidad de embrutecerme ni en busca de paraísos artificiales para evadirme de la, para ellos, triste realidad..

San Juan, 30 de enero de 2016.
José Luis Simón Cámara.

Sueños. 18.

Potemi turón.

Me bajé con él desde la montaña en un coche de alquiler. Cuando lo entregó, dejó unas bolsas atadas con candado a un poste metálico y con otra al hombro nos dirigimos hacia donde había dejado su coche. Llegamos a un edificio antiguo, más bien viejo, con una gran puerta de madera, tras la que se amontonaban cantidades incalculables de mesas y sillones viejos, él diría que antiguos porque el valor que les atribuía era incalculable, solo explicable si se trataba de muebles con más de dos siglos de antigüedad por lo menos. Allí guardaba también el coche grande en que solía desplazarse. Sólo cuando se movía por la ciudad alquilaba uno pequeño para tener más movilidad. Yo estaba asombrado de ver aquella cantidad de muebles de tanto valor y guardados allí en un viejo almacén y como si de trastos inútiles se tratara.

—¿Cuánto crees que puede valer un sillón de éstos?

Yo no tenía ni la menor idea, hice como que intentaba calcular por si él se adelantaba y me libraba de aquel compromiso, como finalmente ocurrió.

—Si te dijera que no vendería un ejemplar por un millón de pesetas ¿te lo creerías? No tengo ninguna prisa y aquí están muy bien guardados.

—Bueno, eso de que están muy bien guardados es relativo porque cualquiera puede darle un golpe a la puerta, echarla abajo y cargar varias piezas en una furgoneta.

—Ah, amigo, todo eso lo tengo ya pensado. El seguro me pagaría el doble por cada pieza robada o deteriorada, además del arreglo de la puerta.

Al poco rato se escucha el timbre y Peñaranda, así se llamaba mi amigo, abrió la puerta desde donde estaba con un mando a distancia. Aparece un personaje, como un ujier con ropa de paje medieval y pregunta por el dueño.

—Yo soy, dijo Peñaranda.

Tras el ujier entra un alguacil que le muestra una orden judicial y sin más preámbulos sujeta el muslo del propietario al suyo propio con unas esposas, en este caso musleras, gigantes. A continuación otro miembro de la comitiva armada que acompaña al ujier y al alguacil le hace una incisión en la pierna y comienza a brotar sangre. Nada de esto parece inquietar a mi amigo que, imperturbable, acepta sin ninguna protesta todo lo que le van haciendo. Cortan la hemorragia e inmediatamente se hace un silencio y alguien pronuncia unas palabras incomprensibles:

Potemi turón.

Todos se arrojan al suelo incluido mi amigo que está literalmente pegado por la pierna al alguacil. Yo permanezco en pie y como fulminándome con la mirada uno de los lacayos se me acerca y con un rayo poderosísimo de luz que brota de un artefacto manual me obliga a echarme a tierra. El rayo de luz es tan potente que parece más bien un punzón metálico. Se escucha entonces una música polifónica cantada por un coro de voces tapadas por enormes capuchas puntiagudas que van rodeándonos y girando en torno a nosotros. De vez en cuando cesan los cánticos y se escuchan las palabras mágicas del principio: Potemi turón. Mientras tanto, nosotros allí, postrados, vemos cómo el techo de la nave, empujado por el haz de luz, se va abriendo lentamente y aparece el cielo, más azul que nunca, repleto de estrellas tan brillantes que sus agudísimas puntas parecen herirnos la retina.

Poco después, ya despierto, recordaba aquel local donde la música apenas nos permitía escucharnos. Era seleccionada para gente con no muchas cosas que decirse, más bien con ganas de aturdirse. Vi que se dirigía al camarero con ademán de echar mano a su cartera y me adelanté a pedir la cuenta. Claro que protestó pero le dije que aquello no era más que la prolongación de mi invitación a comer en casa. Fue después cuando nos dirigimos a su coche para bajar a la ciudad y a partir de aquel momento todo comenzó a tomar un sesgo imprevisible. Yo sabía de su afición a los coches viejos y a las antigüedades pero no imaginaba hasta dónde podía llevarnos aquella afición.

San Juan, 28 de diciembre de 2015
José Luis Simón Cámara.