Viaje a Madrid. Escenas matritenses.

Cuando llegué a Atocha salía rodeado de gentes mayormente adultas. No recuerdo la presencia de ningún niño. Antes de pisar las cintas transportadoras observé que se concentraban las miradas en mi entorno. Como mi anonimato es prácticamente total, sobre todo en un medio como Madrid, fuera de mi pequeña aldea, no atribuía la atención a mi presencia. Efectivamente, poco después escuché entre la gente a alguien que decía: “mira, ese es el antiguo ministro socialista”. Justo en ese momento me adelantaba el personaje en cuestión, bastante corpulento o, quizá más bien grandón, arrastrando una maleta de viaje como la mayoría del personal y adelantando a grandes zancadas a todos. A lo lejos, en su humanidad un poco inclinada hacia el suelo, destacaba la pronunciada calva de su coronilla. Caminaba sin prestar atención a los escasos cuchicheos que se escuchaban a su paso, ajeno a ellos y como ensimismado. Era Ángel Gabilondo, ministro de educación en el último gobierno socialista, y actual líder de la oposición en la comunidad de Madrid. Los escasos comentarios que he escuchado sobre él ahora en este viaje o en otras circunstancias, han sido más bien favorables. Lo consideran en general algo blando para la política, como dando por sentado que alguien que se dedica a la política debe estar dispuesto y preparado para despellejar al adversario o, más bien enemigo, aunque estoy seguro de que este último calificativo no está en su vocabulario. Su silueta se fue perdiendo en la lejanía, engullido, como todos, por esta ciudad acogedora, donde todo el mundo pasa casi desapercibido y puede encontrarse como en su casa. Minutos después, ya veía a la salida el rostro amable de mi amigo Pepe Satorre, intentando distinguirme entre la avalancha de viajeros que buscaban a alguien o se dirigían a sus asuntos. Nos tomamos un café con leche con croissant y charlamos un rato sobre la familia, su larga estancia en Madrid, los amigos comunes de San Juan y el motivo de mi viaje. No era otro que asistir a un encuentro España-India en la Fundación Ramón Areces, Calle Vitrubio 5, junto al Museo de Ciencias Naturales. ¿Por qué? No es que me interesen especialmente las relaciones entre estos dos países, aunque me interesa el concierto general de los pueblos, sino que mi hijo participaba como ponente en aquel foro. Llegado al número 5 de la calle, toda una manzana rodeada de imponente valla, pulsé el timbre y alguien preguntó: ¿Quién es?. —¿Es aquí el foro España-India? —Sí, pase usted. Se abrió la puerta y a través de un cuidado jardín accedí a un vestíbulo donde buscaba quien me indicara qué hacer para entrar al acto. Mi hijo, atento a mi llegada me envió un correo diciéndome que salía en 10 minutos. Entró entonces un señor que, inicialmente no sabía si podría ser el conserje porque iba con un uniforme azul marino, enseguida que di cuenta de que era un militar de la marina porque aparte de los galones que aún recordaba vagamente de mi época del servicio militar, llevaba inscrita en la solapa de la chaqueta su graduación de capitán de navío. Me preguntó si los actos llevaban retraso porque él participaba en el último panel. (Así se llama al grupo de expertos que participan en un debate). Le dije que mi hijo, que también participaba acababa de decirme que iban con unos 20 minutos de retraso sobre el horario previsto. Y entonces me dijo: – ¿Su hijo es Luis Simón?. —Si, le respondí. —Estará usted orgulloso de él. Era evidente que lo estaba, con aquellos elogios. Habían participado juntos en algún otro encuentro. Como tenía que hacer una gestión en Defensa me dijo si podría anotar su número de teléfono para avisarle en caso de que se anticipara su panel. Y se marchó. Minutos después salió Luis de la conferencia y le referí lo que acabo de contar. Mi duda era si entraba al encuentro o no porque si había mucha gente y mi salida no iba a notarse, entraba, pero si no era mucho el personal y se notaría demasiado, teniendo en cuenta que todas las intervenciones eran en inglés sin traducción simultánea y no iba a enterarme de mucho, entonces no entraba. Finalmente opté por ir al hotel junto al Retiro y descansar un rato porque la reciente operación de rodilla tampoco me aconsejaba caminar demasiado. En el camino de bajada volví a encontrarme al capitán y luego árboles y paisanos sin cuento. Ya en el hotel, llamé a la mujer de mi amigo José Antonio Muñoz, muerto prematuramente hace ya tres años, y comimos juntos un cocido madrileño y bacalao a la vasca en uno de los restaurantes junto al Retiro. Ya en el hotel nos encontramos con Luis. Después de descansar nos lanzamos a la ciudad y en Vodafone-Puerta del Sol ¿cómo se les ha ocurrido aceptar ese nombre para la plaza más emblemática de la capital y del país? recogimos a mi sobrina Julia y atravesando algunas calles llegamos al Madrid literario, calle de Santa María, con escritos de poetas por el suelo, “Ande yo caliente y ríase la gente” de Góngora, y otros, buscando el restaurante Triciclo. Estaba todo reservado pero podíamos instalarnos en la barra o en una mesa alta con taburetes que quedaba aún libre. La sencillez y austeridad del local, a las 8.30 de la tarde vacío, no hacía presagiar la cantidad de gente que poco después lo abarrotó. Cena original y exquisita a muy buen precio. Tras un corto paseo Maica y Julia se encaminaron al metro y Luis y yo al hotel. A las 8.30 del jueves, 8, Luis se ha trasladado al aeropuerto donde tenía una reunión y volaba después a Bruselas. Yo, con casi dos horas por delante, he visitado la exposición de Eduard Munch en el Thyssen. Cuadros casi todos llenos de tristeza y soledad. Hacia las 11, y paseando por el Retiro, sinfonía de colores otoñales, he llegado a Atocha, mirando de paso los puestos de libros de viejo de la cuesta de Moyano. A las 12.15, con puntualidad ¿británica? el ave me ha llevado nuevamente junto al mar, más gris que nunca, reflejando las nubes que se agolpan en el cielo.

San Juan, 8 de Octubre de 2015.
José Luis Simón Cámara

Sueños.16.

Encantado de encontrarme nuevamente en el pueblo donde pasé los primeros años de infancia semiconsciente, iba resituando a las personas y sus familias por las calles y casas por donde caminaba. Muchas casas estaban abandonadas, otras reconstruidas, otras nuevas, pero la estructura de las calles, incluso algunos rincones, seguían siendo los mismos. Aquí estaba la panadería, allí la casa del barbero, siempre tan bien peinado y con sus largas patillas recortadas, más allá el antiguo y misterioso cementerio, justo detrás de la iglesia y pegado a la escalera por la que se subía a las escuelas parroquiales. Ensimismado en los recuerdos y tratando de poner nombre a las muchas caras que recordaba, vi pasar a mi lado a parte de una familia, cuya cabeza hablando al uso de la época, muy aficionado a los coches, por entonces poco comunes aún en las pequeñas poblaciones como La Aparecida, había muerto en un accidente junto a Antón el molinero en la curva del Rincón de Bonanza, regresando de Orihuela. Seguramente el exceso de velocidad les hizo salirse de la carretera y ambos murieron. Aún recuerdo vagamente el misterioso lugar donde se encontraba el molino con varias alturas y sus estancias blanquecinas llenas de sacos, algunos agujereados, por donde el trigo iba formando pequeños montoncitos, y las historias que se contaban sobre la práctica de sisar en los molinos, como luego tendría ocasión de comprobar en algunas lecturas como la famosísima del Lazarillo de Tormes donde se cuenta que sus padres, para poder alimentarlo, se veían obligados a aligerar el peso de los sacos. Murieron, digo, el molinero y el Serranico, padre de la familia que pasaba a mi lado. Las dos hijas mayores, alumnas de mi madre en las escuelas parroquiales, estudiaron Magisterio y una de ellas se casó con alguien del otro lado de la montaña, de Pinoso, donde se fue a vivir. La otra se quedó por la zona, en las proximidades de Orihuela. Había además dos chicos que se dedicaron a negocios de coches y una pequeña a la que encontré este verano en un bar junto al mar en la playa de Lo Ferrís, uno de los pocos enclaves que aún conserva el aire de tiempos anteriores a la locura urbanizadora que ha levantado cemento a lo largo de estas costas.

Iban las hermanas, los chicos no aparecían, protegiendo una alpargata que se desplazaba por el suelo entre ellas. Cuando me paré a saludarlas, las tres se agacharon para recoger del suelo la alpargata y dirigiéndose a ella le dijeron: —¿Sabes quién es este chico, mamá?—Pues claro que sé quién es. El hijo de doña Rosita y don Antonio. Tanto la voz como la cara provenían de la alpargata que habían levantado desde el suelo.Las besé a todas, también a la alpargata en cuyo frontal o empeine aparecía la cara de la madre, perfectamente reconocible. Si te abstraías del resto parecía una cara normal, aunque pequeña, con unos ojos expresivos y la boca de la que salían sonidos como de cualquier otra. Eso sí, necesitaba del apoyo de una mano para mantenerse a la altura del interlocutor y no caer al suelo, lugar que parecía ocupar habitualmente con total normalidad, como el resto de calzado que se desplaza a ras de tierra. La mayor sorpresa para mí fue no sentirme sorprendido por aquella circunstancia tan sorprendente. Iba interiorizando como absolutamente normal algo tan insólito como que una persona pudiera ejercer de tal, reducida a alpargata. Porque claro, también es poco frecuente que nieve por estas tierras y recuerdo que siendo yo un niño de 5 ó 6 años, hubo una gran nevada no ya solo en las montañas que protegen el pueblo por su espalda sino en la calle, por los tejados de las casas y por la carretera, hasta los olivos agachaban sus ramas por el peso de la nieve. Aquella nevada que debi ócaer hacia el año 1953 no volvió a repetirse hasta el mes de Enero de 2006, coincidiendo con el lanzamiento de las cenizas de mi amigo Alfredo en la sierra de Orihuela, bajo los restos del castillo y junto al seminario, balcón desde el que se domina la ciudad y la vega del Segura hasta el mar. Pero por muy rara que sea la nieve por esta tierra no vas a comparar su excepcionalidad con la de una alpargata hecha persona o una persona convertida en alpargata.

San Juan, 4 de Octubre de 2015
José Luis Simón Cámara

Cumpleaños de Paco Galindo

Hace algo más de dos meses asistía un amistoso duelo literario entre un consagradísimo autor, Mario Vargas Llosa y Javier Cercas, si menor en años no menor en prez, autor de “Soldados de Salamina”, la sorprendente historia de un episodio ocurrido durante la guerra civil. A la vez que cada uno analizaba las obras del otro, elogiándolas hasta el punto de que, como decía Vargas Llosa con ironía, si fueran japoneses hubieran rozado el suelo con la frente, iban haciendo un recorrido por la historia de la literatura que se ha ocupado de contar la belleza de las estrellas y bajar a las miserias humanas. Los 90 minutos pasaron lamentando que la hora solo tenga 60.

Unas semanas antes y en el mismo lugar, el auditorio de Campoamor en Alicante, asistí con Inma y mi amigo Paco González a otro acto literario. Era Rafael Chirbes el invitado. Ya conocido y premiado por su novela “Crematorio”, proyectada en televisión y reciente Premio Nacional de Narrativa por su última novela “En la orilla”. El crítico literario Ángel Basanta nos fue llevando de la mano por la obra del autor que dejó deslumbrado al público por su naturalidad, espontaneidad y sinceridad. Lo primero que hizo al entrar fue mostrar su sorpresa por la numerosa audiencia que creía más propia de la comparecencia de Ronaldo que de un novelista.

Escuchemos unas líneas de su última novela: “Me lo he hecho yo solo, he aprendido rápido, el bobito de la familia, ya ves: veinte conguitos en un andamio y el volante de un todoterreno entre las manos y una sábana de seda de color rosa bajo el culo recién lavado por la manita suave de la ucraniana, que ahora la mueve arriba y abajo junto a su boca, y teclea con los dedos el tronco de mi nabo, ella trabajando aquí, echándole voluntad, porque con las copas y la coca la verdad es que no acabo de correrme pero estoy feliz (toma, toma, mira cómo entra, otra vez, otra, toma, uf, mira cómo me la pones, cabrona, me gusta verme el nabo entrando y saliendo de esa boquita dulce, olvidado de la mujer y los niños, que van a lo suyo, que es gastar: se me han acostumbrado a todas las cosas buenas, el club de tenis, el paseíllo por la bahía en el catamarán con un matrimonio amigo, la cena de los sábados con la botella de Möet descorchada para abrir boca y un ribera del Duero…”

En ambos casos se evidenció que los escritores, quizá de todos los tiempos, no viven en sus aisladas torres de marfil sino en medio de la más cruda realidad.

Bueno, me diréis con razón, y ¿qué tiene todo esto que ver con el cumpleaños de Paco Galindo?

Él si lo sabe muy bien porque fue él quien una noche, mientras veíamos un partido Barça-Madrid en el bar Susarón, me habló con entusiasmo de Rafael Chirbes, del que yo ni siquiera había oído hablar y se ofreció a dejarme sus novelas. Es un escritor, me decías, que está mostrando la hipocresía, la corrupción, el compadreo de mucha gente, la de los ladrones de guante blanco que, tras su elegancia y desenfado en el vestir, que tras sus exquisitos modales, esconden lo más putrefacto de nuestra sociedad y son, como decía Cristo de los fariseos, sepulcros blanqueados.

Acabado el acto literario de Chirbes, que supo a poco, mi amigo Paco González nos dijo que el autor era una persona muy corriente y muy asequible, además era primo de la penúltima relación sentimental – que sepamos – de mi amigo, de modo que se ofreció a organizar un encuentro con él. Así quedó todo, en el aire.

Pocos días después, el 7 de Junio, mi amigo Paco murió súbitamente, y hace apenas dos semanas me sorprendió la noticia de la muerte de Rafael Chirbes. Aquel hipotético encuentro nunca se podrá realizar.

Saco a relucir estos hechos, tristísimos para la amistad y para la literatura, no para ahondar en la tristeza sino para estimularnos a la alegría y las ganas de saborear la vida, compartir esos sentimientos con los amigos que somos y estamos esta noche aquí contigo y desearte mucha felicidad y muchos años más lleno de vida y de alegría.

San Juan, 4 de Septiembre de 2015.
JoséLuis Simón Cámara.

Galería de personajes. 6.

El antiguo alcalde.

Anda por la calle sin mirar el asfalto que se sabe de memoria, solo va mirando las caras de la gente por ver a quién saluda, es su profesión, es su oficio, podríamos decir que el de “saludador”. En sus buenos tiempos, cuando estaba al frente de los destinos del municipio, además de saludar o ser saludado se comprometía a solucionar todos los problemas habidos y por haber. Es más, si no hubiera problemas los crearía para demostrar que podía solucionarlos. Para que se lo agradecieran. Era lo que le interesaba. No por el bienestar de los ciudadanos, de la gente, que en el fondo le interesaría bastante poco, no, sino por ir siempre con la cabeza muy alta restregándole al personal que nada se le escapa de la mano, que todo lo tiene bajo control, que es un inmenso error pensar siquiera en la posibilidad de votar para alcalde a otro que no sea él. Él no quiere nada a cambio, solo el reconocimiento, solo que se le vaya agradeciendo con la mirada cuando te lo cruzas por la calle, solo que lo votes, que tampoco es tanto, cada varios años, a cambio de tener asegurada la solución a todos los problemas imaginables, que no es poco. Parece que los trajes, incluso de la época pasada en que estaba más grueso, ya ni le vienen, de lo ancho que va, de lo lustroso que se encuentra, de lo que se regodea en su diario paseo por todas partes, sobre todo por la arteria principal del pueblo, por la Rambla. Todos necesitamos sentirnos de alguna manera queridos o admirados o halagados o al menos respetados, bueno, aunque hay algunos como Jean Genet, por ejemplo, que cuando en un bar le servían lo que solía consumir sin pedirlo, dejaba de ir a ese sitio porque ya se sentía mediatizado, reconocido, y él prefería pasar siempre inadvertido, es cierto que al propio Sartre le resultaba difícil aproximarse a Genet, a pesar de haber influido junto con Picasso y Cocteau ante el presidente de la república para evitar su condena a cadena perpetua y de haber escrito sobre él su monumental “Saint Genet, comédien et martyr”. Pero quizá los enanos mentales, no me refiero desde luego a los biológicos, son los que más necesitan alimentar su ego, son los que más buscan el incensario del halago, los que no pueden vivir sin el permanente reconocimiento de sus méritos, reales o imaginarios, más bien esto segundo porque, como sabéis, el propio Nerón que no conseguía medir con gracia dáctilos y espondeos se consideraba uno de los mejores poetas del imperio y hay quien dice que provocó el incendio de Roma para que su musa, ante el pavoroso espectáculo de la ciudad en llamas, le inspirara aquellos versos tan aburridos que el público, ante la prohibición de salir del teatro mientras él los recitaba, simulaba perder el conocimiento para ser sacado en camilla o incluso saltaba los muros del teatro. Desde luego no era mi intención establecer la más mínima comparación entre estos dos gigantes, monstruosos o no, de la historia y el aldeano saludador objeto de este retrato, que se contenta con mucho menos que ellos y más bien al contrario que el primero, no solo desea sino ansía ser reconocido, saludado, reverenciado y observar de reojo cómo, a su paso, se habla de él aunque sea mal en los corrillos, muestra de que a nadie resulta indiferente. En cuanto al parangón con el segundo, no llegaría su osadía a quemar la ciudad, pero quizá los incendios antiguos equivalgan a esas aperturas de tripas que, ofrecidas al mejor postor, vemos por las calles y plazas de la ciudad, en obras permanentes, sobre todo cuando se acercan, como acabamos de comprobar, los períodos electorales.

San Juan, 1 de junio de 2015. José Luis Simón Cámara.

La rodilla de un maratoniano

Desde que tenemos uso de razón aprendemos la mayoría de las veces que lo que nos enseñan es lo correcto aunque esto en ocasiones no sea lo acertado y por ese silogismo podemos llegar fácilmente a la conclusión que lo que nos enseñan no siempre es verdad.

Casi nunca, por ejemplo, nos hablan de Atletismo. Hablemos pues.

Está sobradamente demostrado que el brazo de un tenista es un ejemplo claro de fuerza. Un tenista de alto nivel es capaz de sacudir mandobles que tumbarían al hombre más fornido. Lo que no nos suelen enseñar es que un lanzador de jabalina tiene con toda seguridad una palanca más fuerte, además de una flexibilidad envidiable, estamos hablando de Atletismo. Atletismo no es Futbol. La patada de un Futbolista de los que levantan pasiones con sólo sacudir su melena jamás podrá compararse a la de un vallista de élite. El acto primitivo, tosco y vulgar de patear es un reflejo innato que tenemos desde nuestra concepción como animales placentarios que somos. Un vallista necesita miles de horas para perfeccionar una técnica y un desarrollo muscular que sólo se obtiene con años de entrenamiento estricto. La patada de un vallista cuando ataca la valla es un latigazo al alcance de muy pocos mortales, un trallazo.

Hablando ahora de boxeo todos sabemos que cuando un púgil lanza un crochet a la cara de su adversario es capaz de ejercer una fuerza como para noquearlo aunque éste lo vea venir por el rabillo de su ojo. Un buen puñetazo no es comparable a lanzar una bola latón de 7,260 kg a más de 21 metros de distancia. El brazo de un lanzador de peso es como un martillo percutor de impulsos fulminantes anclado a un motor de compresión de 200 cv. Hablamos de Atletismo.

¿Y qué hay del balonmano?, para ser un buen portero de balonmano sólo hace falta tener unos reflejos felinos, la flexibilidad de una mimbre y la valentía que da estar al límite de la cordura, ¡como si todo esto fuera poco! Pues bien, un pertiguista tiene todo esto pero además es capaz de correr rápido como un gamo y acertar a clavar y doblar la pértiga para impulsarse con ella después. Una pértiga, para quien no lo sepa, le diré que es bastante más dura de lo que parece.

El Atletismo es el deporte rey, eso todo el mundo lo sabe y quien no quiera verlo es porque quizás no se lo enseñaron cuando empezó a tener uso de razón. Muy pocos sabemos, por ejemplo, que un velocista es capaz de abandonar los tacos de salidas en menos de 100/1000 seg tras un estímulo sonoro o que un marchador desarrolla una frecuencia de zancada que muchos no seríamos capaces de aguantar apenas unos minutos mientras que ellos se deslizan sobre el asfalto durante 40 o 50 km, ni mucho menos que un triplista es capaz de volar más allá de 18 m. demostrando así que la osamenta humana puede soportar impactos increíbles, impactos, impactos. Un maratoniano también impacta sobre el suelo firme hasta un total de casi cinco millones de veces en un año, en un acto repetitivo, cansino, rutinario que sus rodillas se encargan de gestionar como buenamente pueden. La rodilla de un maratoniano es una maquinaria preciosa, perfectamente engranada, es un dispositivo único en la naturaleza, no existe parangón.

Hace unos días pude ver como un compañero de entrenamientos, un amigo me atrevería a decir con su permiso, sufría enormemente pero no por dolor, eso se ve con sólo mirar al fondo de los ojos. Está desolado porque una de sus rodillas está cascada, tiene una avería seria.

Un maratoniano, amigos, no es aquél que un día corrió un maratón sino aquel que corre maratones y entrena miles de kilómetros para saber impactar, sufrir y como fuere que el sufrimiento te hace acumular uso de razón, en la próxima me gustaría estar a su lado. Paciencia, él sabe.