El pintor alemán.
Arrastrando los pies y buscando con unos ojos que apenas saben que sirven para ver se va desplazando al ritmo pesado de los paquidermos. Ojos que han sido maestros en la observación de la luz y del color, ojos hábiles plasmando esos colores percibidos en el lienzo, ojos expertos en el secuestro del azul mediterráneo del cielo y el mar. Su figura imponente, titubeante, adquiere un tinte triste, desconcertado. Fuera del cuadro y el pincel se encuentra extraño en el mundo que lo rodea. Hoy, casualmente, he entrado a un bar, no es lo casual que entre o salga de un bar, eso lo hago bastante a menudo, quizá más de una vez al día, quizá más de lo que desearía mi amante esposa, no, lo de casualmente lo digo porque le he enseñado la portada del periódico al dueño del bar. Ahí aparecen dos imágenes, una del escultor suizo Alberto Giacometti, “El hombre que señala”, símbolo de la fragilidad del ser humano según la visión de la filosofía existencialista de entreguerras, y otra del pintor malagueño Picasso, “Las mujeres de Argel”, recreación al modo cubista del famoso cuadro pre-impresionista de Delacroix, pintado a raíz de su viaje como miembro de una misión diplomática francesa a Argel el año 1832, donde tuvo el raro privilegio de visitar un harén que lo dejó impresionado por su color, sensualidad y clasicismo. Parece que exclamó: “¡Qué belleza! Como en época de Homero”. La primera obra, por eso es noticia de primera página, vendida en la galería Christie´s de Nueva York por 126 millones de euros y la segunda por 160. Estos dos artistas ya tuvieron mucho éxito en vida, pero suele ocurrir que autores de obras valiosísimas han muerto en la miseria, como es el caso de Van Gogh. Tras mostrarle las imágenes del periódico, Paco me ha dicho: “Si, muchos de ellos viven en la miseria y mueren en la abundancia, como le ocurrió al pintor alemán afincado en San Juan, Pablo Lau. Su situación económica no era precisamente muy boyante. Un día me dijo: “Si me compras un cuadro, te regalo la decoración de las puertas de los aseos del bar”. Más que por amor a su pintura, de cuyo valor yo no tenía ni tengo aún criterio formado, por ayudarle en su situación económica, le dije que sí. Y en 2001 le compré un paisaje ya por 250.000 pesetas. Ese que está ahí colgado en el comedor. Y me pintó las puertas del aseo para mujeres y para hombres. Una sirena con los pechos al aire y un pirata tuerto con pata de palo y con garfio. En ambos casos con una leyenda en la parte de atrás de la puerta”.
Para mí, que estaba escribiendo un retrato del pintor al que yo solo conocía de vista sin haber cruzado jamás una sola palabra con él, fue toda una sorpresa la valiosa información que me acababa de proporcionar, sin pretenderlo, el dueño del bar. Inmediatamente me fui al salón-comedor del bar y contemplé y fotografié el paisaje al óleo entre cubista y naif. ¡Cuántas veces había bebido y comido en aquel salón sin haber apreciado el cuadro! Enseguida, y sin necesidad fisiológica alguna, más bien estética, fui a los servicios o aseos o toilette o retrete (que ya no sabe uno cómo llamarlos) y volví a contemplar y fotografiar también esas puertas que tantas veces había visitado y en las que, llevado por la urgencia, ni siquiera había reparado. Efectivamente una sirena y un pirata con sendas leyendas en el reverso sobre las relaciones inteligentes entre las parejas para conseguir la difícil felicidad. El azar me había ayudado a completar el retrato del pintor.
San Juan, 15 de mayo de 2015. José Luis Simón Cámara.