El árbol de Guernica

¡Qué enternecedor ver al rígido e inexpresivo lehendakari Urkullu plantando otro nuevo raijo, eso sí, genéticamente puro del antiguo y moribundo árbol de Guernica, símbolo de las libertades vascas! La pureza de la raza sin mezclas con otras razas menos insignes. Tantos árboles en las montañas y en los valles, y justamente el símbolo, jodido. Quizá por eso, porque es el símbolo, no de la libertad del País Vasco, sino de su ausencia. Porque aún no se han cerrado las heridas, aún está sangrando por muchas partes de su cuerpo, por muchos lugares de su geografía, por muchos sectores de su sociedad. Las cosas son como son y nada ni nadie puede cambiarlas. García Lorca está enterrado en una cuneta no se sabe dónde cerca de Granada. Miguel Hernández está enterrado en una tumba en Alicante. Antonio Machado está enterrado donde murió, en Collioure, expulsado de su tierra. Y ¿para qué buscarlos y desenterrarlos y trasladarlos a ellos y a tantos miles y miles? Están donde los condujo la barbarie. Y el árbol va a seguir muriendo porque no puede burlar a su destino. ¿Y qué es eso de las libertades vascas o de las libertades catalanas o de las libertades españolas? El único sujeto de libertades es el ser humano, es el ciudadano, son las personas. ¿Qué significa la palabra región o nación? No creo que signifique mucho más que golfo, cabo o continente. Es algo puramente descriptivo. ¿Acaso por vivir en una tierra tiene el ser humano más o menos derechos que viviendo en otra?¿En qué filosofía podría apoyarse semejante afirmación? ¿Añade o resta valor a Aristóteles haber nacido en Aviñón o en Estagira?

Me vienen a la cabeza aquellos hermosos e imperecederos versos de Don Sem Tob, escritos en una época (siglo XIV) en que la convivencia de culturas empezaba a zozobrar:

“Por nascer en espino

la rosa, yo non siento

qué pierde, ni el buen vino

por salir del sarmiento,

nin vale el azor menos

porque en vil nido siga,

ni los ensemplos buenos

porque judío los diga”.

 

Pues eso, menos árboles de Guernica y más derechos humanos en Euskadi, sin bombas de la Cóndor ni de etarras ni de proetarras.

José Luis Simón Cámara.
San Juan, 6 de marzo de 2015.

Estampas campestres. 2.

Cuando los primeros rayos del sol comienzan a dorar los picos de la montaña, me encamino hacia La Mina por sendas y veredas rodeadas de huertos de naranjos, limoneros, o de tierras en blanco con cultivos de alcachofas, repollo, perejil,… Poco después La Rambla, semicírculo de hormigón casi siempre vacío menos cuando una tromba de agua le hincha las narices y el cauce se desborda y arrasa lo que encuentra a su paso. Cruzando la rambla me vienen recuerdos de la infancia, cuando sus márgenes eran una mota de tierra por la que mi admirada y desafortunada prima Lupe saltaba en bicicleta, algo impropio para aquella época en una chica, provocando la admiración y el escándalo a la vez. A los 18 años un inmisericorde cáncer de hueso, un sarcoma, la postró en la cama donde fue poco a poco perdiendo sensibilidad que comenzó por los pies y fue subiendo lentamente por las piernas, recuerdo que mi madre, con la aguja con la que cosía sentada en la cama mientras le hacía compañía, le pinchaba en la pierna por su insistencia y ella, decepcionada, le decía: “no siento el pinchazo, tía, no siento dolor”. Un día perdió la voz y finalmente le paró el corazón. Siempre que paso por la que fue su casa recuerdo su triste historia. Poco después comienza a empinarse el camino, siempre rodeado de limoneros salteados de olivos y almendros. En aquel hueco lleno de escombros y hierbas había una balsa ya cegada que sirvió para el riego. En aquella pieza que llegaba hasta la sierra, donde mi madre había heredado unas motas o bancales escalonados nos deslomábamos quitando piedras que abundaban más que la tierra. Era un trabajo como los de Sísifo, jamás se acababa. Quitábamos unas piedras pero aparecían otras. Luego se descubrió que todo aquel trabajo era inútil porque precisamente las piedras servían y sirven de drenaje natural que evita el encharcamiento y el exceso de humedad. Aun así, después del esfuerzo y el sudor, cuando a media mañana llegaba la hora del almuerzo, devorábamos con fruición el bocata y la litrona recién traída del bar más próximo, compensando con creces aquellos trabajos interminables. Todo esto me acompaña cuando subo a la Mina que se encuentra ya bastante avanzada la falda de la montaña, casi en la cintura. Debajo de grandes montones de tierra, arena y piedras, había, ya desaparecidas, balsas escalonadas, como crisoles, de distintos tamaños para ir filtrando los minerales. Por encima, la boca de la mina, que siempre era misteriosa para nosotros, peligrosa, oscura, cobijo de murciélagos que, sobresaltados, revoloteaban cuando algún intruso osaba adentrarse por las sombrías galerías. Ahora aún quedan pozos o respiraderos, algunos protegidos con endebles vallas metálicas apenas sostenidas por postes de madera medio podridos, otros sin protección alguna y de una profundidad que hace perderse en la lejanía el golpeteo de las piedras por sus paredes. Justo en el cruce de la vereda ascendente con otra que la cruza horizontalmente se encuentra ahora un panel explicativo: “Yacimiento Cabezo de la Mina. De esta mina se extrajo cobre y oro nativo desde la antigüedad (Cultura Argárica, Antigua Roma). Después de ser abandonada se volvió a explotar en el siglo XVI y en la segunda mitad del siglo XX, cuando cesó su actividad definitivamente. En el yacimiento se han encontrado abundantes fragmentos de cerámica argárica, molinos de mano, industria lítica y restos óseos procedentes de enterramientos. De la época romana destaca la cerámica Sigillata Clara y un fondo de plato de cerámica común.”

Como si la mina fuera ajena a este discurso, sentado sobre la tierra acumulada y de espaldas a su boca contemplo la ancha vega del río Segura, jalonada de pequeñas concentraciones de casas, los pueblos de la Vega, y de otras muchas diseminadas en un hábitat típico de esta tierra.

José Luis Simón Cámara.
San Juan, 15 de Febrero de 2015.

Estampas urbanas. 2.

Unos pantalones de camuflaje militar, pelliza agujereada y con remiendos, el gesto altivo, desafiante, y un cartel de cartón irregular con una inscripción:”Pido ayuda. Estoy en paro”. Cuando entras al supermercado y cuando sales te saluda mirándote a los ojos. Hace falta mucha osadía para pedir así limosna. No hija de la vergüenza, no hija de la humillación, no hija de la cobardía sino de la desesperación, del reproche, casi del ajuste de cuentas con aquellos que pueden entrar cuantas veces quieran al supermercado donde hay de todo lo que se puede necesitar mientras ellos andan mendigando las migajas que, en forma de una lata de conserva o de una botella de leche, o de unas monedas, se les echa en un cuenco de plástico para suavizar el escandaloso ruido del dinero cuando cae. ¡Cómo me recuerda esta imagen aquella otra del Lazarillo con su habilidad para guardarse en la boca las “blancas” y engañar al ciego dándole las “medias blancas”! A últimas horas del día se le ve afanoso reuniendo los carros de compra desperdigados por el exterior e introduciéndolos en la entrada del supermercado para congraciarse con los empleados que no pueden evitar una esquiva sonrisa de agradecimiento cuando se cruzan sus miradas. Es una presencia molesta porque te recuerda, cuando tú vas a satisfacer tus necesidades, que otros necesitan de tu generosidad para satisfacer las suyas. La primera reacción es de incomodidad porque te muestra una realidad desagradable, pero pronto controlas esa sensación que da paso a otra más egoísta, ¡afortunadamente no te encuentras en esa situación! Y a una derivada como es la conmiseración que te lleva a ayudarle con unas monedas o, a veces, un saludo o un gesto de ánimo, como diciendo que algún día mejorará la situación, para él, claro está.

Otros, sentados en el portal o en la calle, no se atreven a levantar los ojos, hundidos en el suelo, únicamente las manos suplicantes o alguna palabra apenas balbuceada que ni siquiera se abre paso más allá de la boca o algún escrito con faltas de ortografía, los mal pensados creen que a propósito, pidiendo ayuda para algún hijo o su madre hospitalizada. Y no me refiero ya a los que acostumbran tirarse por el suelo exhibiendo sus pies o dedos contrahechos, o una herida supurante, o la falta de algún miembro, me estoy refiriendo a los que esperan a que tú te levantes de la mesa de una gran cafetería de, por ejemplo, el hospital clínico de San Juan, para sentarse en la silla aún caliente de la que tú te acabas de levantar y devorar el trozo de churro mordisqueado y la media taza sucia de chocolate que has dejado sobre la mesa, antes de que el servicio de limpieza pase a retirarlos.

Las más veces no vuelves a verlos, se pierden como si no existieran, desaparecen de tu vista, como si vivieran, me recuerda las películas, en túneles infectos llenos de humo y tuberías con el agua que chorrea por las alcantarillas de la ciudad.

Otras veces te los encuentras comprando una “litrona” o un tetrabrik del Tío de la Bota con las monedas que han ido recogiendo o sentados en un banco del parque, solos, porque nadie quiere sentarse a su lado y hasta los niños les huyen recordando las historias que sus padres les han contado del hombre del saco o del tío Saín que se los lleva no se sabe dónde.

José Luis Simón Cámara
San Juan, 2 de febrero de 2015.

Sueños. 10.

Ya había visitado anteriormente al alcalde. Ahora estaba desnudo e iba solamente a presentarle a un miembro nuevo de mi partido o grupo municipal. Estábamos en el salón de su casa por donde se movía su familia. Los padres sentados en torno a una mesa de camilla y varios hermanos de distintas edades y todos con los dientes grandes y salientes que destacaban aún más porque gesticulaban como estirando los labios. Desde la silla del salón veía a través de los cristales de la ventana a un señor grueso sentado en el salón de su casa un piso más abajo con la bragueta desabrochada por donde parecía salírsele la barriga y a una señora dando un masaje en la cabeza a un joven que podría ser su hijo. Ya estaba yo impaciente por la tardanza de la entrevista para presentarle al alcalde. Cuando éste salió los presenté y les dije que yo tenía que marcharme. “Es una pena que te vayas”, dijo él, “porque precisamente tu mujer ha denunciado esta mañana un caso de acoso escolar e íbamos a reunirnos varios miembros del consejo escolar para tratar el asunto”. Mientras intentaba llamar por teléfono móvil a casa para avisar de que no me esperaran apareció un payaso que me lo cogió y no sé cómo lo manipuló que yo no conseguía llamar. Recurrí al procedimiento de apagar el móvil, le saqué la batería para comenzar de cero pero entonces él se quedó con una parte y colocó una tortilla francesa en el lugar de la batería. Lo curioso es que tampoco me sorprendía demasiado. Como pasaba el tiempo y no conseguía conectar con mi casa salí a la calle y entré a un bar en busca de un teléfono público, seguido del payaso. Nadie se escandalizaba de verme desnudo, sí se sorprendían del payaso. Pedí una cerveza y él un zumo de almendra. El camarero lo encontró todo de lo más normal. Cuando me dieron el cambio fui al teléfono público a llamar a casa y los números eran tan pequeños y estaban tan borrosos que al marcarlos rozaba los próximos y en la pantalla aparecía otro distinto del que quería pulsar. Cuando conseguí con un lápiz acertar en todos los números, se me hundían las monedas en la cartera y pasaba el tiempo límite. Tuve que reiniciar la operación y entonces la máquina se tragó de golpe varias monedas sin que aparecieran en pantalla. El payaso parecía ajeno a mi nerviosismo y no paraba de levantar el vaso de zumo de almendra y mirar el juego de luces a través del cristal y dar saltos por el local. Habían pasado más de dos horas y mi desesperación iba en aumento. Al intentar guardarme la cartera en el bolsillo me di cuenta nuevamente de que no llevaba ninguna ropa, iba completamente desnudo aunque nadie parecía darse cuenta. Todas las miradas se concentraban en el payaso. Salí del bar y el payaso detrás de mí. El tiempo había pasado tan lentamente que ya habían acabado la reunión a la que estaba invitado, me dijo uno de los asistentes y me lo repitió un hermano del alcalde con los dientes aún más grandes y los labios más estirados que cuando estaba en el salón de su casa. El payaso había desaparecido y yo seguía desnudo por la calle tratando de orientarme para llegar a casa, si es que aún seguíamos viviendo en el mismo lugar. Ya en una ocasión me encontré con personas de otra familia en la que había sido mi casa hasta que salí de ella por última vez. Ya no era mi casa ni sabía de quién era. Con la esperanza de que no se repitiera la misma situación iba caminando sin más preocupación que no tropezar en algún bache y romperme la cadera. Cada vez se iban rebajando los planteamientos.

José Luis Simón Cámara.
San Juan, 1 de diciembre de 2014

Sueños. 9.

No me quedaba muy tranquilo dejando a mi gente y yéndome en busca de aventuras, pero lo que me decidió a volver sin dudarlo por un momento fue ver a aquel grupo de encapuchados que, cobijándose en el anonimato de sus atuendos y arremolinándose sobre alguna víctima sorprendida en su confianza o inocencia o inconsciencia, estaban robándole algo si no se la llevaban para esclavizarla a su servicio. No era la primera vez que había presenciado algo similar. Al principio no le di ninguna importancia. Más bien, ni sabía de lo que se trataba. Un grupo de gente en torno a alguien que cuenta una historia o saca los dados o vende un producto para el cabello, como en las viejas películas del oeste americano. Días después leí que un grupo de gente había expoliado a una joven que regresaba del trabajo y era exactamente en el lugar donde yo había presenciado el tumulto. Fue entonces cuando asocié ambos hechos. Y no era la primera vez que ocurría, porque la última chica fue robada y pudo regresar a su casa, pero había otras que no habían regresado ni se tenía noticia de ellas. Únicamente por la información de una de ellas que había conseguido escapar supimos que estaban vivas, no sabía dónde, y al servicio de sus secuestradores. Todo hacía pensar que explotadas sexualmente en casas de alterne ubicadas en algunas rutas de camioneros que, sin muchos escrúpulos, sólo ansían vaciar sus miserias sin pararse a pensar en la situación de esclavitud de las chicas de su desahogo. Ya están ellos bastante explotados como para pensar en aquellas chicas por lo demás rodeadas de luces, música, calefacción, copas y molicie, al menos aparentemente. Intentaba restarle gravedad a los hechos pensando que se trataba de un sueño del que no puedes escapar, como suele suceder cuando estás inmerso en él y eres incapaz de correr huyendo del perseguidor porque se te hunden los pies y ya está dándote alcance hasta que súbitamente despiertas y, abandonando la pesadilla, se restablece la realidad. Pero no sé si dentro o fuera del sueño recurría a los periódicos y a las noticias de la radio y la televisión, todo esto producto de la realidad, y la situación era la misma. Aparecen diariamente casos de chicas que han conseguido escapar de sus secuestradores y han denunciado a una red de trata de blancas, chicas rumanas o georgianas o ecuatorianas que, engañadas con un pasaporte gratuito y un contrato de trabajo, son explotadas y recluidas, prácticamente en régimen de encierro y con muy pocas posibilidades de comunicarse con el exterior y de salir a la calle. El contraste con la realidad no me tranquilizaba, más bien al contrario. Me debatía en la duda de optar entre el sueño y la realidad. Y ambos me intranquilizaban. ¿Cómo es posible venir a este mundo y no encontrar un momento de serenidad, de calma, no ya de felicidad? A ella hace tiempo que las circunstancias me han hecho renunciar. ¿Cómo dices eso? Jamás lo hubiera puesto yo en tus labios ni en tu mente. Nunca podemos renunciar a la felicidad. Al contrario. A su consecución deben estar dirigidas todas nuestras fuerzas. ¿Cómo es posible que tú, optimista por naturaleza, hayas dado cobijo a esa rendición? Ciertamente ¿cómo puede oscilar tanto el estado de ánimo para pasar de la euforia al abatimiento? Me debatía, como digo, en la duda de elegir entre sueño y realidad. El sueño te atrapa como en una red de la que no puedes desliarte, la realidad está ahí, no es un sueño, es real, está inevitablemente presente. El sueño permite pensar, al menos, que no es real lo que te está ocurriendo, que puedes aunque con dificultad escapar de él. Éste era el punto en que mi mente se debatía cuando a las 6.50 sonaba la alarma del móvil para salir corriendo hasta el mar donde sumergirme en las aguas purificadoras que, como las de Jericó, me limpian cada día de las pesadillas de la noche.

José Luis Simón Cámara.
San Juan, 25 de noviembre de 2014