Estampas campestres. 1.

Por los cristales de la puerta exterior de la casa chorreaban las gotas de lluvia racheada que desfiguraban las siluetas de los vecinos pasando por la amplia acera. El niño, profundamente dormido, comenzaba a despertarse y estiraba brazos y piernas recreándose en un intento de prolongar el sueño reparador. –¡Qué bien he dormido! Exclamó. ¿Me puedes poner la rebeca? En la cocina no cesaba el bullicio de vasos, tazas, galletas y mermeladas de la mañana preparando el desayuno. Estábamos en El Siscar. Mi hijo desde Pensilvania haciendo juegos de guerra en el ejército americano en previsión de un futuro que a veces se adelanta al pasado. Cuando venimos al pueblo donde nací, al levantarnos son otras las perspectivas. Casi siempre me adelanto al resto y, si no voy solo corriendo hasta la Mina o con amigos hasta el Pico del Águila, voy a tomarme un café al bar del Seva, donde suelo encontrarme con conocidos desde la infancia, Antonio el Lindo, siempre optimista, que no piensa ni por un momento reducir su abultada barriga con lo que le ha costado conseguirla, o José el Gallina, siempre cojeando y esperando operarse de la rodilla cuando lo llamen, o Pepe el Garajista, ya tiempo jubilado y ahora ayudante del cura en la sacristía, o Rafael el carpintero, desde siempre cojo por una polio infantil, o mi primo Antonio el albañil, ya retirado del oficio por edad y por lesiones en las piernas y ahora cuidador de caballos con los que pasea su soledad en la carriola. Regreso a casa y ya están los peques por el patio o la cocina, la niña viendo dibujos animados o colocándose ropas, el niño con la caja de herramientas por el suelo o llenando de ramas la estufa o con las tijeras de podar. Podemos hacer varias cosas, la más a mano es visitar a Pepe, el vecino, con su inmensa jaula de pájaros diminutos y otras pequeñas donde tiene ninfas, perdices, canarios. Los periquitos forman un arco iris de colores. Una de las perdices se mueve con el cuello vuelto hacia atrás, como si tuviera alguna lesión permanente. Es lo primero que solemos hacer. El pequeño siempre intenta desprender una caña de apoyo en la jaula y rozar a los pájaros. Después ya nos vamos hacia la acequia donde están las cuadras al aire libre de Pepito el de los cherros. Puede haber entre 500 y 600 de todos los tamaños y edades, desde los que beben leche en un gran biberón instalado en un cubo metálico como si estuvieran amamantándose, hasta las vacas con ubres gigantes y los terneros ya de 400 kilos. Por en medio las gallinas del terreno, las americanas, los pavos, algún cerdo revolcándose en el estiércol de su cerca. No siempre vemos a Pepito. Siempre están por allí los chicos que trabajan con él, últimamente negros o árabes; también suele ayudarles a cambio de un lecho de paja para dormir un joven con pocas luces, como su padre, el “Paisano”, chico de mi edad al que conocía desde la Aparecida y muerto de desatención hace ya unos años. Su hijo, muy afable con mis nietos, se mueve entre el ganado mejor que por el asfalto. Los animales, que lo huelen, lo tratan con más cariño que la gente de los bares hasta donde lleva el olor del establo. Mis nietos no se irían de allí cuando llegan. Además de los animales, que se dejan picotear el lomo por los pájaros en busca de parásitos, están los tractores por cualquier sitio. Se suben a ellos, los manipulan, se bajan, persiguen a las gallinas, meten los pies en el estiércol y las manos casi en la boca de los animales, echan paja a los terneros y no saben a qué atender con tantos estímulos y tan diferentes a sus hábitos diarios. Siempre resulta costoso sacarlos de allí, más bien hay que arrancarlos a la fuerza con la promesa de regresar la próxima vez que volvamos al pueblo.

José Luis Simón Cámara.
San Juan, navidades del 2014.

Estampas urbanas. 1.

No, no vienen de Marte, tan lejano, ni siquiera de África, vecina, ni se mueven de noche, como hasta hace no mucho, aprovechando la oscuridad para pasar desapercibidos. Ahora son gente de por aquí y bucean en los contenedores a plena luz del día. Su traje no es de neopreno y el arpón no busca veloz al pez entre las rocas, más bien lleva remiendos en la pelliza y una especie de tridente enrobinado con el que remover las basuras y sacar a flote aquello que puede ser rescatado con alguna utilidad. ¡Porque es todo tan relativo! Un sillón con una simple desgarradura que afea la sala con alfombras persas puede parecer y ser un lujo en el cobertizo que alberga a la familia del buscón. Una lata de mermelada, caducada hace unos días, ¿Qué representa para quien no está interesado en el mes o el año en los que vive? Incluso la carne ya pasada que no han querido dar a los perros de la casa, si no está maloliente, puede ser aprovechada. Su vehículo de transporte, la bicicleta, suele llevar una caja de plástico en el sillín, con alguna bolsa o saco presionados por el tridente y un artilugio de hierro acabado en dos uves abiertas que utilizan para sujetar levantada la tapadera del contenedor sin peligro de que se cierre mientras husmean en su interior. De vez en cuando tienen que retirar la cabeza para poder respirar aire limpio. El del contenedor es asfixiante. Y se ve en el gesto de desaliento o, a veces, de entusiasmo, la ausencia o presencia de alguna presa útil para su cesta. Puede ser un plato desportillado, puede ser una muñeca calva y sin el brazo izquierdo, puede ser un bote de cola-cao con restos adheridos a la pared, puede ser una silla con tres patas, puede ser,….Pero, ¡qué más les da a ellos que no tienen un solo juego de platos completo, qué más les da a ellos una muñeca calva y sin brazo si sus hijos andan cojeando y miopes de mal alimentados, qué más les da a ellos si pueden apoyar la silla sobre dos piedras y les sirve para sentarse! A veces los veo asomarse a un contenedor sin bajarse de la bicicleta y continuar su ruta porque allí no había banco de peces. Otras se bajan y comienzan a revolver entre las bolsas, las sopesan, las huelen, las agitan, y, es ya tanta la costumbre, que por el peso, por el ruido, por el olor, saben si vale la pena abrirlas y echar al suelo el contenido para seleccionar lo aprovechable. Algunos, sí, llevan guantes que han encontrado en su búsqueda aunque les falte un dedo, otros ni siquiera. No son muy remilgados, ellos saben además muy bien que el viejo refrán sigue en vigor y gato con guantes no caza ratones. Aunque no les importe mucho el qué dirán ni se cobijen en la oscuridad de la noche, yo no lo sé positivamente, ni se lo he preguntado a nadie, me da la impresión de que no les gusta que los miren y los identifiquen. Quizá por eso he observado que rehúyen la mirada y, o bien la esquivan cuando tienen la cabeza en el contenedor, o bien la agachan bajo el hombro si ven que pasa alguien por la acera. Tampoco a mí me ha parecido muy elegante mirar descaradamente cómo un pobre hombre se revuelve entre la basura para encontrar algo que le alivie su miseria y la de su familia. No, no hay que ir muy lejos para ver este espectáculo que cada día se repite con más frecuencia. Tampoco es necesario sacar entrada. Este espectáculo podemos encontrarlo en cualquier momento y a cualquier hora del día o de la noche por la calle. Eso sí, de gratuito nada. Tiene un precio muy alto. La vergüenza de convivir con estos seres como si no pasara nada.

San Juan, 14 de enero de 2015
José Luis Simón Cámara.

Je suis Charlie

Te has pasado, Francisco. Esta vez has debido de meterte la lengua en el culo porque te olía a mierda cuando hablabas. ¿Cómo se te ocurre, cuando aún está caliente la sangre de los asesinados por la barbarie, decir que “si insultan a tu madre pueden esperarse un puñetazo”? Eso se lo dices a tu amigo el doctor Gasbarri a solas y sin micrófonos, pero ¿cómo se te ocurre decirlo a los periodistas, colegas de los asesinados? ¿Cómo crees que van a usar tus palabras los yihadistas de cualquier especie y sus amigos? ¿Es que te ha vuelto la vena inquisitorial, la vena de Torquemada? Ninguna religión, ninguna iglesia, ningún dios, ni el tuyo ni el del profeta valen la vida de un ser humano. Ninguna ideología, ninguna filosofía, ningún Velázquez ni Picasso, ninguna creación humana vale la vida de un solo hombre. Por si no te has enterado o por si con tantos dioses tuyos y de tus amigos, se te ha olvidado que estamos en la tierra y aún no hemos llegado a ese cielo tan lejano de esos dioses tan lejanos.

“No se puede provocar, no se puede insultar la fe de los demás. No puede uno burlarse de la fe. No se puede” ha dicho el Papa Francisco. Y yo pregunto “¿Por qué no se puede?” “¿Quién es él para decidir lo que se puede y no se puede?” ¿Qué les queda a los humanos si ni siquiera tienen el recurso, al humor, a la burla, a la risa? Ya Jorge de Burgos, el bibliotecario de “El nombre de la Rosa”, colocaba trampas mortales a quienes osaban leer el tratado de Aristóteles sobre la risa. Cuando uno aprende a reírse de todo se pierde el respeto a los dioses y eso, a juicio del bibliotecario, no puede permitirse. Los humanos pueden ser objeto de broma, de burla, de tortura, de asesinato, pero los dioses son intocables. ¿Quién lo decide? ¿Los humanos o los dioses? ¿Los dioses como Cronos que, temeroso de que uno de sus hijos lo destronara, los devoraba a medida que su esposa Rea los iba pariendo? ¿O Zeus, el hijo que por un ardid de su madre sobrevivió y destronó a su padre, y fue capaz, por satisfacer sus deseos, de transformarse en cisne para follar a Leda que, huyendo de él, se había metamorfoseado en oca? ¿O los dioses como Yavé, que transformado en paloma fertiliza a una humana para que de ella nazca el salvador de la humanidad a la vez que ordena a Abraham sacrificar como si fuera un cordero a su único hijo Isaac hasta que en el último momento un ángel detiene el brazo con el cuchillo que iba a degollarlo? ¿O el Islám que encierra en una cárcel de tela a la mujer, objeto de deseo del hombre y sujeta a él que puede disponer de varias a su servicio? Frente a todo esto ¿resulta obsceno y provocador presentar en una viñeta a Juan Pablo II de visita en París, leyendo en el wáter un número de Charlie Hebdo mientras se hace una paja? Frente a todo esto ¿resulta obsceno y provocador presentar a Mahoma invitando a sus seguidores a degollar infieles, como él mismo hizo en su época, para obtener como recompensa incontables y bellísimas huríes en el paraíso?

Caricaturizar todo esto después de la larguísima lucha de los humanos por librarse de filosofías y religiones opresoras a lo largo de la historia, ¿puede ser objeto de censura? ¿Cuánto ha costado a la humanidad sólo en alguna parte de la Tierra, poder gritar libremente lo que piensa sin que ningún pope o papa o imán venga a ponernos ahora cortapisas?

Este es un tema tan delicado que si comenzamos a matizar acabaremos autocensurándonos porque siempre puede haber alguna delicada sensibilidad que se sienta ofendida y se sienta con derecho a usar el kalasnikof.

José Luis Simón Cámara.
San Juan, 17 de enero de 2015

Sueños. 8.

Era como para no creerse la historia por ridícula, pero así fue. Que en estos tiempos unos caciques residuales quisieran llevar a cabo sus inaceptables propósitos sin ninguna dificultad ni oposición parecía increíble. No podía asentarse un pueblo sobre una injusticia como ellos querían, como si no pasara nada, como si eso fuera de lo más normal. El caso es que así era como habían funcionado, sin que lo supiéramos a ciencia cierta, muchas de las realidades que nos rodeaban tanto de carácter privado como incluso público. Lo que querían ni más ni menos era que con fondos públicos se pagara el mantenimiento de tres grandes familias de la localidad. Bueno, grandes en el sentido que se suele dar, no sé por qué, a ese tipo de familias, es decir porque tienen muchas casas, muchas tierras, mucho poder, no desde luego por su grandeza de espíritu, su contribución cultural o su generosidad. Eso sí, eran tres familias que tenían sujetos por el cuello a casi la mitad del pueblo por distintas razones: favores que habían recibido en tiempos anteriores, contratos actuales de trabajo en alguna de sus muchas propiedades, guardas de seguridad en sus negocios, chóferes con función de guardaespaldas, arrendamientos ruinosos de tierras medio abandonadas, invitaciones en la barra del bar, el regalo de alguna chaqueta deslustrada o la invitación a sus hijos en el cumpleaños de los suyos. Y lo dejaron bien claro, o se les pasaba una parte del presupuesto del pueblo, así como suena, a ellos y al cura, que por lo que parecía ni se enteraba de la situación ni quería saber nada, él a lo suyo, hacer visitas a los pobres, lamerles las heridas ayudándoles con limosnas que recibía de las familias ricas, y a comer de vez en cuando invitado por estas mismas familias a cuyo calor se reconfortaba de las muchas desgracias que estaba obligado a ver y compartir. Un amigo de toda la vida había sido el emisario del mensaje. O se aceptaba su oferta, claro está, a cambio de que todo siguiera igual como estaba, o sería la guerra abierta a punta de pistola. No salía de mi asombro. ¿Cómo era posible ahora, en estos tiempos, en un país democrático de Europa, con una prensa libre, con instituciones periódicamente elegidas por los ciudadanos, que un grupo de esos ciudadanos, además de los más considerados, de los más respetables, de los de misa de domingo en primera fila reservada de la iglesia, de los que ofrecen limosnas a los pobres sin dejarse rozar por su mano, en resumen, de los más desalmados, en cualquiera de las acepciones de ese vocablo, pretendiera, siendo los más ricos del pueblo con muchísima diferencia con el resto de habitantes, que se les sufragara sus gastos, a la vez que su fortuna crecía en proporciones incomparables a las del resto de ciudadanos? No salía de mi asombro. Y aún me parecía más incomprensible que mi amigo transmitiera el mensaje como si se tratara del precio de una camisa en una tienda de ropa. O lo tomas o lo dejas. No cabía la posibilidad de discutir con él, ni tenía ningún sentido, la irracionalidad de su propuesta. Nos despedimos y, rumiando con paso lento lo que acababa de decirme, me dirigí hacia ninguna parte porque no había nada que decir a nadie. A los pocos días se escucharon unos disparos por el pueblo y por las afueras, camino del monte. Aún no era temporada de caza.

José Luis Simón Cámara.
San Juan, 19 de noviembre de 2014

Poda otoñal

Nada extraordinario que caigan las hojas en otoño. La propia naturaleza es lo necesariamente sabia para ir despejando el espacio que tras el letargo invernal necesitarán las nuevas hojas que retoñan primero como una yema que va poco a poco desperezándose hasta desarrollar esos nervios entrelazados por una tenue lámina verde, violeta, fosforescente. Todo esto mucho antes de que Don Ramón Gómez de la Serna dijera que “El otoño es el autobús de las hojas”. La poda es ya una cuestión de la civilización porque los árboles solos no se podan. A veces, al caer uno sobre otro porque ya se ha hecho muy viejo o porque está enfermo o porque se ha cargado de nieve, se rozan y quiebran con un chasquido algunas de sus ramas. Esto ocurre en los bosques. Los expertos no se ponen totalmente de acuerdo sobre la época mejor para podar los árboles causándoles el menor daño. Todos coinciden en que el mejor momento es cuando el árbol está en hibernación, en zonas muy frías, no es el caso de estas tierras donde podríamos decir que vivimos una primavera permanente, no en vano otro escritor llamó a esta tierra “La casa de la primavera”. Digamos que el mejor momento es cuando está más dormido el árbol y varía de año en año. Hogaño creo que ya está empezando el tiempo de la poda porque se ha adentrado un frío hasta ahora ausente. Y yo me he puesto hoy a la faena. Desde el suelo he quitado ramas secas al laurel, que al herirlo te regala su inconfundible aroma. He arrancado algunas de sus hojas-espada al drago que va creciendo aunque aún le falta mucho para hacerse milenario como el de Icod de los Vinos en Tenerife. He mirado desde mi altura la pequeña, delicada, coloreada y efímera flor del azafrán, que por primera vez he plantado en mi jardín. Después me he subido a la escalera para cortar las ramas de la morera que da sombra y alimenta a los gusanos de seda cuando mis nietos se encaprichan y los guardan en cajas de zapatos agujereadas. Y finalmente he comenzado, también desde la escalera, a podar una enredadera, que como el rosal, junto a hojas persistentes y flores moradas o rojas desarrolla unas desnudas pinchas que suelen vengarse de la tala aunque lleves puestos los guantes: la buganvilia o buganvilla. Nombre tomado al conde de Bougainville, navegante francés que la trajo a Europa desde América en el siglo XVIII. Mientras la podaba y la troceaba para disponerla en haces me ha hecho alguna caricia en forma de pinchazo leve, nada sorprendente. Lo que sí me ha sorprendido ha sido un golpe seco que he recibido en la espalda, mientras estaba agachado presionando el haz. ¿Qué ha podido ser? He mirado a mi alrededor y he visto una piña rodando. Había sido la piña que ha caído desde unos diez metros del alto pino que sin duda se siente protector de la humilde buganvilla allá abajo, inmisericordemente talada por un humano. Ha sido la venganza del pino. He recordado la vieja historia de Humbaba, el dios protector de los bosques, en el poema épico más antiguo conocido. Atacado y vencido por los gigantes Gilgamesh y Enkidu, en su búsqueda de aventuras, provocó el dolor de los árboles que guardaba, y en una de las primeras y más bellas figuras literarias de la historia, dice el poema que “los bosques se lamentaron y los cedros gimieron” porque “Enkidu había dado muerte al guardián del Bosque”. Un último aguijonazo de una espina ha acabado por hincarse en mi dedo meñique que se ha hinchado rivalizando con el pulgar. No, no estoy exagerando. Inevitablemente, acaba ocurriéndome algo parecido todos los años, cualquiera que sea la fecha elegida y las precauciones que tome para la poda.

San Juan, 7 de diciembre de 2014.
José Luis Simón Cámara.