Sueños. 4.

Era todo muy contradictorio. Salir huyendo de un trato indigno, humillante y verte abocado a ejercerlo sobre quienes lo habían sufrido por parecer la única forma de hacer valer el principio de autoridad. A veces, o se normaliza la situación o el caos se generaliza y corroe la convivencia que se hace imposible. Porque ¿qué hacer cuando no sirven las razones, las palabras suaves, ni siquiera las amenazantes? ¿Puedes permitir, es un ejemplo, que el niño, desobediente, presa del disgusto, se lance a la carretera llena de coches a toda velocidad en ambas direcciones? No puedes permitirlo porque se pone en juego su vida. ¿Es agredir sujetarlo fuertemente del brazo aunque le hagas daño? No tiene nada que ver con dar un golpe en, a saber dónde, porque no es lo mismo la cara que el culo. A veces se trata solamente del gesto, del amago del golpe, de la ruptura aparente o exterior del afecto, con la intención de que provoque catarsis, reacción, inflexión, ruptura de la línea de conducta, para salir del círculo infernal del enojo y pasar a otra dimensión en la que sea posible establecer contacto racional, anulado en la situación anterior por el empecinamiento, por la negativa a dar el brazo a torcer, por el empeño en hacer valer tu posicionamiento, tu punto de vista, tu ego, en última instancia. Lejos ya el siglo de las luces, tantos años de racionalidad, de aceptación de los derechos humanos, de respeto a la diversidad, a los distintos puntos de vista, tanta experiencia acumulada en los largos años de entrenamiento y aprendizaje en el trato con alumnos de todo tipo y extracción, desde los más educados y correctos a los más rebeldes e ingobernables, para encontrarse inseguro, desvalido, lleno de dudas, sin argumentos en el trato con unos niños de pocos años. Es entonces cuando nos planteamos lo poco que en la solución de conflictos se nos ha enseñado desde la infancia, en la escuela, en la universidad y en la vida familiar, entre otras razones porque casi siempre era el argumento de autoridad el que acababa predominando y siendo además aceptado como tal. ¿Quién osaba en su niñez o juventud poner en duda, discutir y menos aún enfrentarse a la autoridad de los profesores, de los padres o de los abuelos? Era algo tan insólito que podía considerarse excepcional. Como enfrentarse a las doctrinas de Aristóteles o de Santo Tomás, del aprendizaje de cuyas enseñanzas y de su memorización todos se sentían ufanos. Tanto estudiar la geografía, incluso tierras lejanas, el mundo de la física, de las matemáticas, el origen incierto de la vida, hasta el sexo de los ángeles cuando las disquisiciones eran un escenario para la esgrima, y no haber dedicado parte de ese tiempo a conocer el comportamiento humano, las pasiones, las vísceras, las razones de un ser que está aprendiendo a desenvolverse en la vida. Salí a la calle para oxigenarme también yo después de aquella algarada familiar, discusiones que, no por relativamente civilizadas, dejaban de afectar al sereno espíritu de convivencia. La calle, el aire, el anonimato, escuchar los coches y los perros a lo lejos, van acariciando la ropa, van penetrando en la piel y serenando a esa hormiga que camina bajo la luna menguante y acaba por relativizar sus sensaciones, sus impresiones y sus disquisiciones en el inmenso mundo que nos rodea.

San Juan, 23 de octubre – 23 de noviembre de 2014.
José Luis Simón Cámara.

Sueños. 7.

Ya está todo. Puedes despertarte. Como si no fuera conmigo. Yo veía en un gran reloj de pared exactamente las 4.52 minutos. Intenté comprobar la hora con mi reloj de muñeca pero no se me ocurrió levantar el brazo para averiguarlo. Entornaba los ojos aunque podía abrirlos perfectamente. Eso de perfectamente lo tenía muy interiorizado porque lo aplicaba a cualquier movimiento que hacía. Hasta ahora limitado a mirar el reloj o abrir y cerrar los ojos. También recuerdo que no sé por qué, tenía el impulso de hablar en francés cuando pasaban a mi lado y a continuación, como si me diera cuenta de lo inadecuado del uso del francés, lo traducía al castellano. Sólo había una razón que explicara el uso del francés y era la reciente estancia en mi casa durante unos días de una antigua amiga francesa a la que no veía desde París hacía más de 30 años. Ella ya se había marchado pero aquellos días fueron de total inmersión en la lengua de Moliére. Quizá fuera esa la explicación. Y además recuerdo que lo que decía era repetitivo. “Je vous remerçie votre travail, je vous remerçie votre travail”. Os agradezco el trabajo. Poco a poco me iba dando cuenta de que había repetido varias veces la misma frase. Ahora ya sí podía mantener abiertos los ojos todo el rato, no como hasta hacía unos minutos en que creyendo poder mantenerlos abiertos se me cerraban solos por el peso inapreciable de los párpados y también porque no ponía suficiente voluntad por mantenerlos abiertos. Habían pasado unos minutos, ya eran casi las 5, y entonces el tiempo comenzó a parecerme que pasaba más lentamente. Ahora sí intenté mirar la hora en mi reloj pero no lo llevaba puesto. No quería impacientarme y volví a cerrarlos creyendo que así todo discurriría con más fluidez. Cada minuto que pasaba escuchaba con más nitidez los pasos por la sala, palabras sueltas sin sentido, después el ir y venir de conversaciones breves, puntuales, siempre dirigidas a otra gente. Hasta que una joven con uniforme azul se acercó a mí que estaba tumbado sobre una camilla, sí yo estaba sobre una camilla, con un pijama también azul y me preguntó cómo me encontraba. Le dije que me encontraba bien. Incorporó un poco la cabecera de la camilla articulada y me dijo que si no estaba mareado podía bajarme y sentarme en la silla que había puesto al lado de la camilla. Allí me quitó la vía que tenía sujeta a la vena de la mano por donde habían introducido la aguja y me colocó una gasa ajustada con un esparadrapo. Si se encuentra bien podemos salir de la sala. Me ayudó a incorporarme y comencé a caminar, siempre cogido por la enfermera hasta el pasillo al fondo del cual estaba Inma esperando que saliera del quirófano donde me habían hecho una colonoscopia. Poco antes había entrado a una pequeña habitación donde me había desnudado y colgado mi ropa en una percha. Me coloqué un pijama de dos piezas y dejé el reloj sobre la mesa del doctor porque había olvidado dejarlo en el armario. Me dijeron que me tumbara sobre una camilla y me colocara recostado sobre el lado izquierdo en posición fetal. No, no era un sueño, se trataba de una prueba real y mi aturdimiento no era más que el resultado de la anestesia que media hora antes me habían aplicado y me había dormido tan profundamente que, al despertarme, no sabía dónde me encontraba ni qué hacía ni qué había pasado.

José Luis Simón Cámara.
San Juan, 15 de noviembre de 2014

Sueños. 6. (Tenacidad)

Tiene más de 80 años y sigue subiéndose al tractor cada día durante varias horas. Él dice que se encuentra más cómodo en su cabina que en su propia casa por una razón bien sencilla. En el tractor tiene aire acondicionado que le hace más llevadero el caluroso verano y el desapacible invierno. La verdad es que pasa en él horas y horas trabajando aunque ese trabajo no tiene nada que ver con el que llevaba a cabo desde su infancia, antes incluso de que la mordedura de un perro y el posterior remojón un día de lluvia sobre la carreta le provocara la rabia que estuvo a punto de llevárselo al otro mundo. Mi madre lo cuidó durante días y cuando sus alucinaciones dieron paso a una brusca mejoría, una tarde, cuando ella se aproximaba a su cara para observar su respiración, Pepe se abalanzó sobre ella lanzando un ladrido como para morderle por su contagio. Todo era una broma. Ya estaba casi curado. Pepe me contaba durante un viaje a Barcelona al entierro de un pariente que en su relativamente corta vida, ya no tanto ahora, había conocido una evolución vertiginosa en las herramientas de labranza, desde el arado árabe con el que comenzó en su juventud y durante años a arar la tierra, pasando luego por la mula mecánica que ya con motor era guiada a pie por el agricultor, después vinieron los Masey Ferguson, una marca alemana y así hasta los últimos modelos de estos años en que no solo disfrutan de aire acondicionado sino también de rayo láser para emparejar la tierra y disponer un bancal o huerto al mismo nivel. Nos vemos de vez en cuando por el pueblo, cuando paso allí unos días, o en algún entierro de conocidos comunes, o porque he ido a visitarlo para ver cómo iba su recuperación de una operación de rodilla. Alguna vez he ido a verlo con mi nieto porque su casa es lo más parecido a la ilusión de muchos niños: camadas de perros recién paridos, gatos bajo las sillas, tractores de todos los tamaños y colores, herramientas apoyadas en la pared. Íbamos Inma y yo buscando mesa para comer en un bar del pueblo de al lado y él nos vio entrar y hablar con una camarera preguntándole dónde podíamos sentarnos. Su mesa estaba llena con su mujer, hijos casados y nietos. Sin dirigirse a nadie se acercó a una mesa supletoria de apoyo con cesta de pan y botellas y depositándolo todo en la mesa más cercana, la levantó para ponerla junto a la suya y hacernos un hueco con ellos. La señora que había sentada en la mesa a la que servía de apoyo la sujetó con sus manos y ambos forcejearon sin mediar palabra hasta que llegó la encargada del local.

– Este señor se quiere llevar nuestra mesa sin preguntarnos siquiera si la necesitamos.

– A vosotros no os hace falta y mis primos no tienen donde sentarse. Perdone mi brusquedad pero ¿le parece bien que me la lleve para ellos?

– Si lo dice usted de esa manera cambia mucho la cosa. Puede usted llevársela.

– Muchas gracias, señora.

La encargada del local solo abrió la boca para decirle a la señora que le traerían otra mesita supletoria. Nosotros asistíamos algo avergonzados y como ajenos a la escena. Mi primo acercó la mesa junto a la suya y nos hizo una señal con la mano para que fuéramos a sentarnos con ellos. Para evitar miradas incómodas dimos un pequeño rodeo hasta llegar junto a ellos. Besos, saludos y preguntas centradas sobre todo en el viaje y peripecias de su hijo mayor a Nigeria, uno de los focos del ébola que ha estremecido a medio mundo.

José Luis Simón Cámara
San Juan, 4 de noviembre de 2014

Sueños. 5.

“Yo sé que ver y oír a un triste enfada
Cuando se viene y va de la alegría” (M. H.)

No era propiamente un bar, tampoco un restaurant ni un chiringuito, era una casa de comidas; creo recordar que ni siquiera disponía de barra o si la había se usaba mientras se esperaba algún hueco en las mesas para sentarse a comer. En la calle de Maisonnave, frente al antiguo “Galerías Preciados”, ahora “Corte Inglés”, se encontraba, ya desaparecido, “La Parra”. Allí iban estudiantes, oficinistas, obreros, gentes de la provincia venidas de compras o a gestiones administrativas. Era una casa de comidas popular en un lugar privilegiado. Dos o tres menús con ensalada, pan y bebida a un precio asequible. Su plato estrella era sin duda la sopa de ajos y huevo con pan. Aquel día andaba buscando una mesa donde sentarme. Fue entonces cuando me di de cara con una amiga que entró no sé por qué razón y me dijo que habían estado comiendo varios amigos comunes en el bar Enrique, lugar de cita tan frecuente que ni siquiera necesitábamos decir dónde quedábamos para encontrarnos. En el mismo espacio del paseo de Gadea hay ahora una farmacia. Allí, lo contaré con más detalles en otra ocasión, habíamos tenido pocos días antes una larga charla con Alfonso Sastre, el dramaturgo, que había venido invitado por la obra cultural de la antigua CAM, antes de que los corruptos la vampirizaran. Si no fuera porque estaban en calles transversales podría decir que ambos locales se encontraban a un tiro de piedra. En el Enrique, sobre todo, había un trasiego permanente de gente que desfilaba especialmente a la hora del desayuno y del almuerzo y conversaba con el dueño siempre interesado en lecturas relacionadas con la historia. Que los que se dicen amigos no hubieran dado un paso por buscarme para comer juntos, visto desde ahora es ridículo, me entristeció bastante. Con la amabilidad de que era capaz en aquella situación le dije a mi amiga que se sentara conmigo pero ella, consciente de mi estado de ánimo, rehusó, no recuerdo con qué pretexto, quedarse y se despidió dejándome solo, que era como realmente quería estar, que era como me encontraba. Hay ocasiones en que no sienta mal que alguien, sobre todo amigo, te pase la mano por encima, te consuele; pero en otras preferimos la soledad, el silencio, la ausencia de conocidos, el anonimato. Como cuando te molesta que al entrar a un bar te pongan sin pedirla la bebida que suponen quieres. Sí, algunos pueden pensar que es muestra de familiaridad, pero también es verdad que interfiere o determina o quita independencia porque quizá en esa ocasión tú quieres tomar algo distinto, simplemente porque te duele la barriga y quieres té en lugar de café o vino en lugar de cerveza. Pues eso tan antiguo. Buey solo bien se lame. Y a los amigos que les den. Se harta uno también a veces de ellos. A ver si me explico. Habrá quizá pocos que aprecien, necesiten, valoren y hasta idolatren la amistad tanto como yo, pero también hay que comprender la necesidad de ausencia de presencias que experimentamos. Lo de Sartre, vamos. El infierno son los otros. Creo que es ese su sentido más exacto. La presencia permanente de alguien por muy querido que sea puede convertirse en un infierno. Y cuando uno se encuentra así lo mejor es estar solo, deambular por la calle, aturdido por el ruido del tráfico o reconfortado por el canto de los pájaros en un solitario jardín. Sumirse, diluirse en el paisaje, como un elemento más del mismo.

José Luis Simón Cámara.
San Juan, 24 de octubre de 2014

Lo que yo sé

Esta mañana me he sentido con la necesidad de gritar fuerte. Si te molestan los gritos, por favor, no sigas leyendo.

Esta mañana, una semana después de mi maratón más rápida he salido a correr por correr, por buscar sensaciones como decimos los fondistas y os diré:

Sé lo qué es acordarse del pasado y sé que nunca hay que olvidarlo para saber apreciar el presente.

1480772_1006014542747926_2813395618268500777_nSé lo qué es tener un complejo de adolescente por sobrepeso y sé lo que es empezar a practicar Atletismo para vencerlo. Y efectivamente, vencerlo.

Sé lo que es ser pionero en mi tierra y aguantar el “uno, dos, uno, dos” de los ignorantes.

Sé lo que es entrenar jóvenes Atletas y ser testigo orgulloso de sus logros. Y saber por ello que estaba haciendo las cosas bien.

Sé que el Atletismo me ha dado mucho, de hecho, creo que le debo casi todo lo grande que me ha pasado en la vida.

Sé que he llegado a ser Juez de Atletismo de cierto prestigio y he visto como los mejores han dedicado su tiempo y sus conocimientos para enriquecerme y creo que he sabido aprovecharlo.

Sé lo qué es compartir sintético con la élite mundial y he sabido ser justo gracias a haber aprendido de grandes maestros.

Sé lo que es vivir intensamente y desde muy adentro un deporte en el que Atletas, entrenadores y Oficiales remamos al mismo son. Eso es muy grande.

Por otro lado también sé que, sin duda, nada se logra sin esfuerzo, sacrificio y constancia y el que no lo consigue así, nunca llega a saber lo que ello supone. Sé lo que es poder mirar fijamente a los ojos de la gente sin tener que desviar la mirada.

Sé también que el tiempo te enseña y por eso sé que mis piernas para mí son casi más importantes que mis brazos, sé también que les debo mucho por los miles de kilómetros en que me han acompañado. He sabido igualmente que la experiencia te lleva al conocimiento y por ello hay que saber respetar a los que te aconsejan, a los mayores y a los jóvenes. Sé que los jóvenes son lo mejor. Sé también que aquél que hace lo que puede no está obligado a más y sé que todos los Atletas merecen un respeto. Sé que la élite es importante pero el Atleta popular es necesario.

Me atrevo a decir que sé qué es el padecimiento. Sé lo que es entrenar a -10 y a +40 grados, sé lo que es sentir como te crujen los huesos del frío y notar como el sol te consume con su fuerza.

Sé que el Atleta popular lucha consigo mismo y no existe lucha más encarnizada que esa.

Sé sufrir, sé llorar, sé reír y que todos los Atletas lo hacen. Sé que lo necesitan.

Sé diferenciar al menos 10 superficies diferentes con el sólo tacto de mis zapatillas sobre el firme. Sé que no es igual entrenar sobre asfalto que sobre hormigón o un piso de mármol. Sé diferenciarlos con los ojos cerrados.

Sé que debo muchísimo al Atletismo, repito.

Sé lo que es una fascítis plantar, o dos, y una periostitis y un neuroma de Morton y una contractura en el piramidal, la cual no deseo a nadie, además de un quiste de Baker o una bursitis trocantérea, se lo que son varias roturas fibrilares y tendinitis, un edema óseo y otras cuantas lesiones que ahora no recuerdo. Sé qué es no poder permanecer en cuclillas por el dolor insoportable que siento y sé que mi estado físico sólo puede ir a peor. También sé que todo esto no tiene importancia si tienes gente en la que apoyarte.

Sé qué es estar rodeado de gente, de buena gente y desde hace un tiempo sé lo que se siente cuando a la gente les hablas de tu Club o de tu Equipo. Sé que en mi Club he encontrado algo que, sin saberlo, llevaba buscando más de treinta años.

Para terminar os diré, os gritaré, que no puedo parar de dar gracias al Atletismo por lo que sé y por lo que me ha dado.

Sé que me dio a la mujer que me quiere y que necesito. Sé que nuestro fruto es lo más grande que nos pasará nunca y sé que cuando las veo sonreír es el mejor momento de mi vida.

Sé que sin el Atletismo nunca habría llegado a ser quien soy, habría sido un ser incompleto y hoy sólo sé que necesito gritarlo.

Si a alguien he molestado, sabed que no era mi intención y sólo necesitaba eso, gritar.
Desde el pasado Domingo sé que aun puedo aprender y aprendí que hay momentos en que las piernas pueden estar más fuertes que la mente.

Sé que tengo aún mucho por aprender y sé que me vais a enseñar.

Gracias.
Julián