Era todo muy contradictorio. Salir huyendo de un trato indigno, humillante y verte abocado a ejercerlo sobre quienes lo habían sufrido por parecer la única forma de hacer valer el principio de autoridad. A veces, o se normaliza la situación o el caos se generaliza y corroe la convivencia que se hace imposible. Porque ¿qué hacer cuando no sirven las razones, las palabras suaves, ni siquiera las amenazantes? ¿Puedes permitir, es un ejemplo, que el niño, desobediente, presa del disgusto, se lance a la carretera llena de coches a toda velocidad en ambas direcciones? No puedes permitirlo porque se pone en juego su vida. ¿Es agredir sujetarlo fuertemente del brazo aunque le hagas daño? No tiene nada que ver con dar un golpe en, a saber dónde, porque no es lo mismo la cara que el culo. A veces se trata solamente del gesto, del amago del golpe, de la ruptura aparente o exterior del afecto, con la intención de que provoque catarsis, reacción, inflexión, ruptura de la línea de conducta, para salir del círculo infernal del enojo y pasar a otra dimensión en la que sea posible establecer contacto racional, anulado en la situación anterior por el empecinamiento, por la negativa a dar el brazo a torcer, por el empeño en hacer valer tu posicionamiento, tu punto de vista, tu ego, en última instancia. Lejos ya el siglo de las luces, tantos años de racionalidad, de aceptación de los derechos humanos, de respeto a la diversidad, a los distintos puntos de vista, tanta experiencia acumulada en los largos años de entrenamiento y aprendizaje en el trato con alumnos de todo tipo y extracción, desde los más educados y correctos a los más rebeldes e ingobernables, para encontrarse inseguro, desvalido, lleno de dudas, sin argumentos en el trato con unos niños de pocos años. Es entonces cuando nos planteamos lo poco que en la solución de conflictos se nos ha enseñado desde la infancia, en la escuela, en la universidad y en la vida familiar, entre otras razones porque casi siempre era el argumento de autoridad el que acababa predominando y siendo además aceptado como tal. ¿Quién osaba en su niñez o juventud poner en duda, discutir y menos aún enfrentarse a la autoridad de los profesores, de los padres o de los abuelos? Era algo tan insólito que podía considerarse excepcional. Como enfrentarse a las doctrinas de Aristóteles o de Santo Tomás, del aprendizaje de cuyas enseñanzas y de su memorización todos se sentían ufanos. Tanto estudiar la geografía, incluso tierras lejanas, el mundo de la física, de las matemáticas, el origen incierto de la vida, hasta el sexo de los ángeles cuando las disquisiciones eran un escenario para la esgrima, y no haber dedicado parte de ese tiempo a conocer el comportamiento humano, las pasiones, las vísceras, las razones de un ser que está aprendiendo a desenvolverse en la vida. Salí a la calle para oxigenarme también yo después de aquella algarada familiar, discusiones que, no por relativamente civilizadas, dejaban de afectar al sereno espíritu de convivencia. La calle, el aire, el anonimato, escuchar los coches y los perros a lo lejos, van acariciando la ropa, van penetrando en la piel y serenando a esa hormiga que camina bajo la luna menguante y acaba por relativizar sus sensaciones, sus impresiones y sus disquisiciones en el inmenso mundo que nos rodea.
San Juan, 23 de octubre – 23 de noviembre de 2014.
José Luis Simón Cámara.