Sueños. 3.

Me encontraba en la amplia sala por donde pasaban indistintamente alumnos y profesores a recoger papeles, libros, bolsas o a comentar las últimas novedades literarias o pictóricas. En este caso la mayoría de comentarios se centraban en la muerte súbita de un profesor de dibujo y pintor a la vez. Aquel chico que hablaba de él con pasión se me acercó, habíamos cruzado algunas palabras anteriormente, y quedó impresionado cuando le dije que lo había tratado y había asistido a la inauguración de algunas de sus exposiciones. La conversación se alargó, por su insistencia, más de lo que yo deseaba y se hizo bastante tarde para llegar a tiempo de tomar el tren que debía sacarme de aquella vieja ciudad fundada por los cartagineses en el sureste de la península ibérica. Cartagena, donde los amigos y el servicio a la patria me llevaron muchos años antes. Allí vivían compañeros de estudios de la universidad de Murcia y allí, tras un breve período en Alicante, hice el servicio militar durante un largo año que me permitió conocerla bastante bien. No tenían muchos secretos para mí sus distintos y variados ambientes. Quizá por eso en aquella ocasión me parecía absurdo no conseguir llegar a la estación de ferrocarril que había utilizado en algunas ocasiones y por cuyas proximidades había pasado muchas más. Ya sé que las ciudades cambian con el paso del tiempo. No es la primera vez que había experimentado esa sensación. Ya me había ocurrido en París, donde me desorientó mucho el desmantelamiento de Les Halles, o en Ponferrada, donde sólo he sido capaz de recordar, con tantos días y tantas noches que viví por allí, el castillo templario junto al Sil. Además de que se me había hecho tarde para tomar el tren que, no sé por qué, suponía que salía a una hora determinada, no conseguía orientar mis pasos en la buena dirección. Nadie me daba una respuesta exacta de la ubicación de la Estación. Unos no lo sabían, otros creían que era en una dirección contraria a la que me indicaban algunos, había quienes decían que ya hacía tiempo que habían quitado el ferrocarril. El chico, amigo del pintor, que me acompañaba, sintiéndose responsable de mi ansiedad por haberme entretenido, me seguía unos pasos detrás y yo caminaba a toda prisa sin saber muy bien hacia dónde dirigir los míos. Enfebrecido por la prisa iba saltando por aceras, jardines, casas bajas a mi alcance que me subían a otras más altas hasta estar a punto de saltar desde la alta terraza de un edificio de varias plantas. En el último segundo paralicé el impulso que me hubiera estrellado contra el suelo desde varias alturas, donde su hubiera acabado definitivamente mi viaje. Me acordé de aquel salto fatal que Julio, un chico de Orihuela, había dado jugando por la azotea de un edificio de siete plantas, y muriendo reventado en el patio de luces. Seguí caminando sin atender a las contradictorias informaciones que me habían ido proporcionando los distintos viandantes o sedentes, había mucha gente sentada como sin nada que hacer, porque daba la sensación de que estuvieran esperando nada más que el paso del tiempo, unos repantigados en el respaldo del banco, otros con la cara arrugada por la presión de la mano que la apoyaba, otros con los ojos tapados por la gorra echada hacia adelante, todos ellos callados, cada uno en su mundo. Después de cruzar varias sendas a través de peñascos llegué al lugar donde yo recordaba la estación del tren. Allí, a través de pasillos a distintos niveles, encontré a unos chicos con ropa militar. – Sí, hace unos minutos que ha salido el tren con soldados y algunos, pocos, civiles, porque éste ya es prácticamente solo un tren militar. –¿Cuándo sale el próximo? pregunté. –Solo sale tres días a la semana. El siguiente será pasado mañana a la misma hora. Era evidente que ya no podía irme aquel día en tren. Desolado, regresé paseando ya sin prisa y solo, mi acompañante había desaparecido en alguno de los muchos y bruscos giros que di, pero pronto me dije que no valía la pena entristecerse por algo ajeno a mi voluntad y dirigí mis pasos hacia los lugares donde años atrás pasaba las horas de paseo con mis amigos, algunos jardines, plazas y bares de la ciudad, donde tomábamos cerveza, sardinas, hueva o mejillones. Antes del oscurecer el Costa Azul, ya dormitando, me llevó por la antigua carretera general hasta Alicante, donde por aquella época vivía.

José Luis Simón Cámara.
San Juan, 21 de octubre de 2014

Sueños. 2.

Esta madrugada, contra mi hábito de dormir toda la noche hasta despertarme, normalmente hacia las 7 de la mañana, o bien espontáneamente o bien con el despertador, me he despertado hacia las 4 de la madrugada. Aunque sin necesidad he ido al aseo a orinar y beber un poco de agua y he vuelto a acostarme. Pronto he conciliado el sueño, pero ahora ya, soñando. Me encontraba charlando sentado en un balcón terraza y mientras conversaba me llamó la atención el balido de una oveja. Miré hacia abajo y vi que había, justo debajo del edificio en el que me encontraba, un recinto cercado donde se movían en todas direcciones cientos de ovejas. Entre ellas había varios pastores, y uno de ellos era “El Segundo”, apodo con el que era conocido un chico ya entrado en años, siempre había sido mayor que yo, obviedad innecesaria, al que yo conocía casi desde la infancia, cuando mis padres me llevaban a ver a mi tío Antoñín, entre El Siscar y La Aparecida, los pueblos de mi madre y de mi padre, respectivamente. Entre sus vecinos vivía “El Chalao”, también dedicado al pastoreo y con el que durante muchos años tuve una escasa pero estrecha relación. Personaje realmente sorprendente al que algún día dedicaré un retrato porque es alguien fuera de lo común. En aquella vereda, además del “Chalao”, había varios más dedicados al pastoreo, no muy lejos de mi tío Antoñín, así llamado con este diminutivo aunque tenía ya más de 70 años. “El tío Bicho”, “El Segundo” y poco más arriba “El Martínez”. Este último trabajaba en la tierra de mis padres en la sierra, en labores de riego, cava y poda. Desde el balcón saludé al “Segundo” con la mano y le dije que bajaba. Después de varias vueltas al cercado sin encontrar la puerta de entrada me encaramé sobre unos travesaños de madera y salté la valla cayendo al blando suelo lleno de estiércol que servía de colchón. Las ovejas se arremolinaron a mi alrededor y fui abriéndome paso entre ellas hasta llegar a la altura de uno de los pastores al que no conocía y que no me había visto saludar al Segundo. – ¿A quién buscas por aquí?- Estoy buscando al Segundo. – ¿Para qué lo buscas?- Voy a darle dos ostias. Se me quedó mirando huraño y en tensión hasta que vio acercarse a Segundo con los brazos abiertos y abalanzarse sobre mí que tuve que apoyarme en el lomo de un carnero para no caer al suelo. Segundo es más bien bajo pero recio y de vientre prominente. Invariablemente tocado con un discreto sombrero de fieltro siempre con la marca blanca del sudor o con una gorra de paño, la cara tersa, brillante, más bien sonrosada, quemada por el sol, todo el día pasturando por huertos y bancales con las ovejas, cabras y carneros allí donde lo autorizan porque ya han cogido la cosecha, para aprovechar lo que queda de la recolección de las alcachofas, o las patatas o las habichuelas o el maíz o la coliflor o las acelgas. La huerta siempre tiene recursos para los animales. Cuando no hay por el suelo, el pastor lleva su hacha al cinto para cortar ramas de morera u otras plantas cuyas hojas también devora el ganado, hambriento de largas caminatas en busca de alimento. A veces he visto a Segundo con un cabritillo en brazos y la chaqueta manchada de sangre de las parias de algún imprevisto parto ocurrido durante el paseo. Cuando, después de muchos años, vuelvo a encontrarme con Segundo o con El Chalao o con “El Martínez” es como si no pasara el tiempo, como si todo, incluso ellos, ya más mayores, porque las ovejas no envejecen, se renuevan, siguiera igual que hace muchos años. Aún me creo o, mejor, aún me siento un niño, charlando con aquellos que conocí, siempre mayores que yo, en la infancia. Y me envuelve una sensación de serenidad, de paz, de como si no pasara el tiempo y todo, cada cosa, cada animal, cada persona, siguieran en el mismo sitio donde habían estado siempre.

San Juan, 15 de octubre de 2014.
José Luis Simón Cámara.

Fuera de la iglesia no hay salvación

Esa ha sido durante siglos en la historia y durante años en la breve vida del ser humano la incontestable consigna de todas las iglesias o eclesias o asambleas, inicialmente de guerreros, o del pueblo o de fieles o políticas. En todas ellas el mismo común denominador, aquel que disiente o se desvía es heterodoxo o hereje o traidor o espía, merecedor de la exclusión, el ostracismo, el anatema, el castigo, la tortura, la prisión o la muerte. Así desde siempre. Así ahora. Con unos pequeños oasis, justamente donde no hay palmeras ni desierto, porque paradójicamente es en estos lugares donde se instala ahora el más cerril integrismo que no se anda con retóricas de herejía o traición sino que directamente va con la navaja al cuello antes de preguntar. Me refiero a los oasis de tolerancia en algunas partes de Occidente, y cuando digo tolerancia no es porque se trate del paraíso sino porque aquí aún no cortan la cabeza aunque a veces el afectado no sepa dónde ponerla. Como decía, en esos oasis de Occidente, cada vez más infiltrado por virus de toda índole, sea el ébola o la yihad o la xenofobia o la homofobia o..… No sé si el futuro enterrará a Coco Chanel y Armani porque los nuevos diseños parecen más bien trajes espaciales incluso para andar por casa. Tal es la contaminación generalizada de tipo biológico, aéreo, ideológico, religioso, político. Estoy empezando a pensar ya que dentro de la iglesia no hay salvación porque ninguna de ellas pone por encima de todo a la persona que, bajo uno u otro pretexto, siempre acaba pisoteada. Porque incluso fuera de las iglesias, en lo que podríamos llamar la sociedad laica o civil o cínica, parámetros como la verdad o la justicia o la libertad son ya tan irrisibles cuando las personas que encarnan las más altas dignidades y los más respetables valores morales y éticos los burlan, que estoy llegando a la conclusión de que quizá solo pueda salvarse de la quema la amistad. Quizá uno de los pocos valores no canjeables por dinero. Aunque Celestina decía “sobre dinero no hay amistad” también podemos decir que la amistad es ajena al dinero, son algo así como el agua y el aceite, se repelen, no quieren establecer relación o contacto, hay como un pacto secreto, de silencio, para evitar pedir dinero a los amigos, quizá porque se sabe aprendido genéticamente, que el dinero pone en peligro la amistad, y uno prefiere perder sus bienes y su hacienda antes que perder al amigo. Aquellos, perdidos, se pueden recuperar, pero la amistad es algo tan delicado, algo tan frágil, que quizá, perdida, ya no pueda recuperarse. Y ¿qué le queda a uno en la vida si pierde los amigos vivos?, porque los muertos, eso es otra cuestión, eso ya no tiene solución y al menos queda el recuerdo que nos hace sonreír en medio de la tristeza. Porque pasear solitario entre la multitud, tomarse una copa solo en la barra de un bar, sentarse en una terraza a ver pasar la gente hablando y bromeando y sonriendo o riendo a carcajadas mientras tú, inevitablemente te sientes solo, como estás, aunque una atractiva joven parezca fijarse en tu enigmática e intrigante soledad, puede ser una sensación muy hamletiana, puede ser una sensación muy literaria, pero no deja de ser una triste realidad porque el placer, la nostalgia y el dolor si no son compartidos parecen vacíos y no alcanzan la categoría de placer ni de dolor. Acabo esta reflexión afirmando justamente lo contrario de su encabezamiento. Dentro de la iglesia no hay salvación. Hay que buscarla fuera aunque nos sintamos sin la protección de los correligionarios. Sólo la amistad, por encima y a pesar de patrias, religiones, ideologías y banderas, puede salvarnos.

San Juan, 12 de octubre de 2014
José Luis Simón Cámara.

El descanso del mar

Sí, después del largo verano también el mar, a veces sereno y callado, otras agitado, rugiente, se merece un descanso. Nosotros, los animales bípedos, nos acercamos a sus orillas, hollamos la arena, nos tumbamos al sol, y ya cuando nos calienta nos sumergimos en el agua y no se nos ocurre ¿por qué razón? pedirle permiso para adentrarnos en sus dominios. Los humanos nos creemos dueños de todo lo que no tiene propietario. El monte, el valle, el río, el mar. Pero la verdad es que, quizá sin darnos cuenta, agredimos continuamente a todas estas criaturas de la naturaleza. Cuando por descuido provocamos incendios, o abandonamos plásticos y basuras o vertemos inmundicias. Porque gaviotas, palomas, tórtolas, gorriones por la arena o por el agua y, por supuesto, los peces donde habitan, eso ya es otro cantar. Pero que en unos kilómetros de costa algunos humanos aumenten el ya abundante caudal líquido del mar ¿a quién puede importar? Eso pensamos nosotros. El mar todo lo absorbe, todo lo asimila, todo lo tritura. ¿Pensará él lo mismo? Esas aguas limpias, cristalinas, donde las algas, cabellera verde y ondulante, ven pasar a los peces viajeros por sus cavidades azules, ¿recibirán como una caricia o como una coz la aportación humana? Porque, claro, no se trata de un individuo aislado que ocasionalmente deja caer su contribución biológica como por descuido, no, se trata de la mayoría, por no decir la totalidad de los bípedos que de forma sistemática y además, como experimentando un placer especial, dejan fluir en el inmenso líquido moviente la parte del suyo que, invitado por la abundancia del entorno, busca mezclarse, diluirse, perderse en el inmenso mar. Además las hamacas que se sientan a lo largo de la arena, las sombrillas, hincadas como un capitel salomónico, las torres de madera de los vigilantes de la playa, las casetas de la cruz roja, los mástiles con las banderas, las papeleras que aunque, como el mar, azules, éste no las confunde, todo eso unido a los bañistas con gran variedad de orines, porque no sólo se trata de los de la zona que ya están por lógica más asimilados, después de todo las hortalizas, las leguminosas, las verduras de la zona ya no son tan ajenas a estos mares, pero también los de los alemanes, franceses, italianos, árabes, portugueses, suecos, finlandeses, ingleses, irlandeses, no sé si incluir a los catalanes o es aún un poco prematuro, letones, rusos y polacos, etcétera, quiero decir que todo esto acaba por ser muy fuerte incluso para el inmenso mar aunque solo se trate del Mediterráneo y no ya del Atlántico o del Pacífico. Lo que quiero decir en resumen es que se tiene un merecido descanso porque eso de que haya unos cuantos paseantes y unos pocos, poquísimos, bañistas, es como si una hormiga se paseara por el lomo de un elefante o un boquerón por el de una ballena. Y también para mí, que, como habréis podido suponer, soy, lo que podríamos llamar, bastante amigo del mar, no porque me diferencie en comportamiento del resto de los humanos, cuyos hábitos casi inevitablemente reproduzco, después de todo “homo sum et nihil humanum a me alienum puto”(1) sino porque a pesar de todo, y aun confesándolo, hablo con el mar y le cuento todas estas cuitas, y me escucha y sonríe con olas espumeantes y me acaricia, me acuna, me zarandea, a veces, con fuerza, casi diría que con furia si no fuera porque sé que es su manera de abrazarme.

José Luis Simón Cámara
San Juan, 6 de octubre de 20141

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1Hombre soy y nada humano me es ajeno. (Terencio. Roma. Siglo II a, C.)

La pareja inalterable

Casi todos los días, durante el verano, pero sobre todo antes de comenzar la gran afluencia de bañistas, es decir, en el mes de Mayo y a principios de Junio, también a finales de la temporada de verano, es decir, en Septiembre y Octubre, los veo pasear a primeras horas de la mañana por la arena mojada, junto al agua, indefectiblemente cogidos de la mano. Ella en bikini. Él en bañador y con camiseta. Una mano, la izquierda, cogida a la de ella pero no porque se encuentren casualmente a la misma altura y coincidan y se rocen y se entrelacen, no, sino fuertemente cogidas, con los brazos formando un ángulo de tensión. En la mano derecha, él, siempre una bolsa grande de plástico blanco, de las que te proporcionan en un supermercado sin el logo en la bolsa. Llena, supongo, de la ropa y del calzado con que han llegado hasta la playa. Yo los veo pasar, sentado sobre la arena y los reconozco. Él fue hace años profesor en la escuela donde mis hijos hicieron sus primeros estudios. Creo saber incluso que estuvo casado con una profesora del mismo centro. Se separaron y él se marchó. Pasó un tiempo sin verlo. Tras varios años volví a verlo un día en la playa, solo. Aún se mantenía bastante delgado, algo cargado de espaldas, como siempre. En alguna ocasión nos saludamos. Fue entonces cuando me dijo que se había marchado al Norte. Pasado un tiempo y, desde entonces, siempre lo he visto acompañado y cogido de la mano de la misma mujer. Ya entrada en años y en carnes. Él también ha añadido volumen a su silueta. No sé si me reconoce al pasar y verme sentado. Otras veces me ha visto cuando yo iba desde la arena hasta el agua, pero nunca ha hecho ademán de saludarme. La verdad es que no se han cruzado nuestras miradas. No sé si no me ha reconocido o si me ve como un elemento más del paisaje con el que está familiarizado o si rehúye, aunque no sé tampoco por qué, saludarme. Pasan por delante de mí, sentado a unos metros, y allá lejos, siempre en el mismo lugar, frente a la estructura de madera que sirve de vigía a los socorristas, sus manos se desenlazan y la mujer se adentra en el mar y se baña mientras él, con la bolsa blanca en la mano, o se apoya en un travesaño de la estructura vigía o da unos pasos, pocos, sin alejarse mucho de su inseparable compañera. Pasado un rato, no muy largo, la mujer sale del agua, sus manos vuelven a entrelazarse y sus pasos, siempre por la arena mojada junto al agua, la bolsa ahora en la mano izquierda, la derecha cogida a la de su amada, los brazos formando un ángulo, no relajado, no encontradas las manos al azar, regresan hacia el punto, no sé cuál, por el que habían aparecido.

San Juan, 21 de septiembre de 2014.
José Luis Simón Cámara.