Ensimismamiento

Estáticas, ausentes, pasaban los minutos, que equivalen en estos seres a horas o semanas, sin apenas mover la cabeza para mirar indiferentes una ola que se acerca, ya desfallecida, y moja sus pies apoyados en la arena. Ambas mirando exactamente al punto de donde viene el viento que encrespa el mar. Ni una sola pluma de su cabeza ni de sus alas, perfectamente plegadas, se ven agitadas por el temporal que mueve el mar como si fuera una pluma.

Para no distraerlas de su ensimismamiento doy un rodeo por la arena, como formando la curva de una interrogación y sin quitarles la vista de encima. Sé que me ven pero también sé que saben que paso a una distancia suficiente como para no inquietarlas.

Como dos amigos que observan el horizonte, en este caso no una plácida línea lejana, sino una agitada y revuelta catarata de espumas oscuras y blanquecinas, seguramente recuerden tormentas como ésta, con cielos amenazadores, o amaneceres plácidos con los rayos del sol trazando un camino dorado por la plancha de acero. Quizá se cuenten sus amores pasados, sus viajes al otro lado de las montañas, siempre en busca de comida para ellas y para sus polluelos. Aquella compañera abatida por un cazador. Aquella otra atrapada por la descarga eléctrica de un cable que se interpuso en el vuelo. Otra envenenada por la ponzoña del vertedero. O quizá estén sencillamente pasando la resaca de una borrachera de vuelos enloquecidos por las turbulencias del viento en contra y a favor.

Cuando estaba cerrando en la orilla la curva de la interrogación, una racha de viento posó junto a la pareja una tercera compañera. Como si nadie hubiera llegado siguieron allí mirando hacia el infinito. Y así continuaron todavía cuando la visita, quizá no le hicieron caso, alzó nuevamente el vuelo.

Yo caminaba volviendo la vista y esperando que se marcharan en cualquier momento. No solo las veía a ellas. Su sombra se reflejaba en el espejo del agua que se iba filtrando lentamente en la arena. Poco después solo a ellas.

Pero aún hice el camino de regreso, interrogación incluida. Y mucho después y ya desde muy lejos, allí seguían estáticas y ausentes las dos gaviotas.

José Luis Simón Cámara.
San Juan, 29-03-2014.

Sueños

Había salido siguiendo el vuelo de un pájaro no identificado pero de tamaño mayor que el de un gorrión, incluso que el de un mirlo y hasta que el de una urraca, bastante frecuentes ahora por esta zona próxima al mar. Atravesando huertas, unas cultivadas, otras abandonadas y con abundancia de hierbas silvestres, llegué hasta una hilera de árboles en el costón de una acequia sin agua. Allí vi que se había cobijado el pájaro. En la cruz de una morera así como a algo más de dos metros de altura. Veía asomar trozos de paja y barro. Me hizo pensar que se trataba del nido. Sin hacer ruido cogí una rama de las que había por el suelo, seguramente desde la poda anterior, y tanteé con ella sobre la cruz del árbol. De inmediato el aleteo de un pájaro volando, se trataba de un búho, ahora sí lo había visto de cerca. Segundos después lo siguió otro pájaro de vuelo más lento y corto. Lo seguí con la vista y aterrizó unos metros más adelante. Parecía de más envergadura. Cuando quise acercarme vi cómo con un movimiento de las alas ponía en el suelo a un polluelo que llevaba sobre sus espaldas. Y lo hostigaba picándole en la cola para que se alejara. Fue como empujándolo varios metros hasta que la cría emprendió el vuelo, seguida, supuse que por la madre. Se perdieron en la tarde, ya oscureciendo. Yo regresé junto al árbol y, encaramándome sigiloso, vi que aún quedaba algún polluelo. No lejos de los árboles había una vieja construcción, de las que abundan en la huerta, donde los agricultores suelen tener algunos animales, a veces, caballerías y utensilios de labranza, algún cerdo, gallinas, conejos y también alguna cabra. Como ya oscurecía y el vuelo del pájaro me había alejado bastante de casa pensé pasar la noche bajo aquel cobertizo, donde siempre suele haber paja para alimento y cama de los animales. No sería la primera vez que iba a dormir en esas condiciones. Ya lo había hecho en la infancia, con alguno de mis tíos, y mi padre me contaba que los chicos varones de su casa, que eran nueve, todos dormían en la cuadra. Y también recordaba aquel viaje por el camino de Santiago, en el paso de Cebreiro, donde hubimos de empujar la puerta de una palloza abandonada para pasar allí la noche, rodeados de paja, cartones y plásticos. No solo no me inquietaba sino que me ilusionaba volver otra vez a repetir esa experiencia de los hombres primitivos. Dormir junto a los animales, sin zapatillas ni sábanas ni almohadas. Me acomodé como pude apoyando la cabeza en un saco de pienso y, mirando las estrellas por el hueco de las tejas y las ramas, me dormí profundamente.

– ¡Qué hace Vd. aquí si se puede saber!

– ¡Eh! ¿Cómo? ¿Qué dice Vd.? Mire, perdone, se me hizo tarde por estos lugares y he pasado la noche aquí. Espero que no le moleste.

– ¡Hombre, con todas las cosas que están pasando!, ¿qué quiere Vd. que le diga?

– Mire, vine siguiendo a un pájaro, se me hizo muy tarde y pensé que no hacía ningún daño quedándome a dormir sobre la paja; además quería marcharme muy temprano antes de que pudiera venir nadie, pero he dormido tan plácidamente, que me ha sorprendido Vd.

Era un campesino bastante más joven que yo. Pasados unos minutos bajaron del coche una señora, también bastante joven y dos niños de entre 6 y 9 años.

– Ahí, en esa morera, vi el nido de los búhos, le dije.

– ¡Que nos lo enseñe, papá! Gritaron los niños al unísono.

El campesino, que no me quitaba ojo de encima, ya más condescendiente, me preguntó si quería enseñarles el nido a los niños. Yo cogí al más pequeño en brazos y lo subí hasta por encima de mi cabeza diciéndole que se asomara en silencio.

– ¡Hay varios pajaritos!

No pudo contener la emoción. A continuación levanté a su hermano. La mujer, silenciosa y sonriente, contemplaba la escena. Me marché con protestas de los niños y, con el paso de los años, nos hemos seguido viendo de tiempo en tiempo junto a la morera con el nido de los búhos.

José Luis Simón Cámara. San Juan, 23 de enero de 2014

Cata a ciegas

En aquel sobrio salón tendría lugar la cata. Sobre la mesa cuatro botellas de vino. Un Tempranillo de Rioja, un Cabernet Sauvignon de Ribera del Duero, un Verdejo de Rueda y un Chardonnay de Somontano. También dieciséis copas. Sentados alrededor, cuatro caballeros de buena presencia, de distintas etnias y de edades claramente diferenciadas. Mientras probaban los caldos comentaban las virtudes de cada uno. Después se desnudaron y quedaron en silencio. Entonces apareció ella con los ojos vendados. La cata iba a empezar.

 
Sigue a Felete en su blog “Potaje de palabras
 

Educación para la ciudadanía

Salieron a la puerta todos a la vez, cada uno con su bolsa de desperdicios en la mano. Mientras Javito esperaba al lado del coche observándoles, el padre depositó los residuos orgánicos en el contenedor, la madre echó, uno a uno, los envases de vidrio en el iglú verde, la hermana las latas en el cubo amarillo, la abuela las prendas de ropa en el armatoste con trampilla giratoria, la tía Charo el aceite usado en el bidón gigante y el tío Lucas el papel y el cartón en el recipiente gris. Después se fueron juntos, como todos los años, a celebrar el cumple.

El incendio arrasó trescientas hectáreas de pino y carrasca; los focos distintos de fuego detectados fueron seis. Los mismos que años cumplía Javito.

(Relato premiado con el 2º Premio en el I Certamen de Microrrelatos de CFE. Tema: Medio Ambiente)

Un día cualquiera en la vida de …

No, no voy a comenzar, como el Lazarillo, desde la infancia para que sea una novela moderna ni tampoco como las historias medievales en las que el guerrero ya era adulto; tampoco como en las historias más antiguas del mundo, las de Gilgamesh y Enkidu o Adán y Eva en las que algún dios aburrido, como los niños juegan con la tierra y el agua, hizo barro escupiendo sobre la tierra y se distrajo dando vida al monigote.

Tampoco sé si es relevante en este caso decir que tengo 15, 40 ó 60 años. Esas medidas del tiempo están siendo discutidas. Esta tarde al llegar a casa donde comían varias amigas de mi mujer, justamente decía Lola que la física cuántica está planteando el resquebrajamiento de esas unidades de tiempo y espacio en las que nos movemos o eso creemos.

A las siete menos diez ha sonado el despertador que funciona con una pila cogida de una muñeca de mi nieta que habla en inglés, me refiero a la muñeca, aunque también mi nieta repite como ella “I love” y suelta una carcajada. Desgreñado, me miro como todos los días al espejo del cuarto de aseo; he de confesar que me miro más de lo que podría parecer al espejo; de hecho, a veces, como si me remordiera, me miro como de paso, como de soslayo, como si no me mirara. Veo la cabellera, abundante aún, revuelta y me asomo a la ventana con la esperanza de que llueva para encamarme nuevamente y evitar la carrera hasta la playa. Eso sólo ha pasado este mes de octubre último en que parece que las lluvias se habían aprendido el camino de esta zona casi siempre seca.

El termómetro exterior marca 8 grados. Me coloco el equipo: pantalones cortos, dos camisetas, de manga corta y larga y las zapatillas de deporte. Escuchando, ya desde la cama el canto del gallo, y por el callejón las 7 en el reloj de la iglesia camino por la acera que blanquea en el amanecer aún oscuro. Llego al jardín triangular y contra el tronco de un árbol hago algún estiramiento para desentumecerme y entrar en calor. Algún coche ilumina los árboles al pasar por las protuberancias de la calle, y casi siempre antes de las siete y cinco llega Jesús, mi compañero de carreras, y también aparece un vecino que todos los días a esa hora saca al perro a pasear y cruzamos algunas palabras.

– Hoy tu amigo se ha dormido.

Lleva un zapato de tacón muy alto para equilibrar alguna diferencia de tamaño en las piernas. Viste chándal y parece envidiarnos cuando iniciamos poco a poco la carrera. De un eucaliptus gigante que hay en el jardín está lleno el suelo de semillas que cojo y pongo en movimiento con los dedos como si fuera una peonza. Miramos la luna, las estrellas y comenzamos la carrera por una senda de tierra que blanquea entre las hierbas y matorrales y nos guía en la escasa luz de la mañana. Alguna vez hemos pisado un charco o tropezado en una piedra hasta caer tendidos al suelo. (Véase la muestra en estos días). Años atrás había una casa ya derruida de donde veíamos salir y entrar a unas viejecitas.

Antes de llegar a la carretera, a la izquierda una antigua y hermosa casa, en lo que se ve, porque está como amurallada con una pared muy alta y rodeada de mucha vegetación. Con torreta, grandes ventanales, pintada de rojo y blanco, con rejas historiadas. Nunca hemos visto entrar ni salir a nadie más que al guarda de la casa que a la vez es el hortelano que antes cultivaba la tierra de los alrededores y ahora se limita a cuidar el jardín, creemos, y a quemar en la antigua huerta abandonada, la poda de los árboles y plantas del jardín.

Nos hemos tropezado a veces a una pareja de ancianos tanteando el camino, a algún estudiante cargado con la cartera, algún coche aparcado de cualquier forma y ocultando a jóvenes chutándose, al anciano vecino del Carrer del Mar con su bastón y la hierba entre los labios, últimamente a otro señor de unos 70 años que camina rápido dando saltitos con su vara al subir el puente que cruza la carretera. Incluso alguna moto subiendo por el puente, gente casi toda con la cara fría y las manos en los bolsillos. Al cruzar el puente siempre miramos a la sierra y allá vemos la lucecita de Aitana y también un reverberante grupo de luces que creemos es Sella, a media altura de la montaña. Si ya ha amanecido se pierde en la montaña, pero si aún es de noche las vemos a lo lejos. Y también, al fondo, el mar.

Al bajar el puente está la carretera de servicio. Un día, mi perro que nos precedía, saltó a la carretera y un camión que pasaba pegó un frenazo brusco. Golpes y ruido de botellas. El camionero bajó todo airado porque se le habían volcado los palés de bebidas y había botellas rotas. Yo, por evitar problemas, le dije que el perro no era nuestro y él, a regañadientes y como sin creérselo, se fue hacia el camión maldiciendo, mientras nosotros desaparecíamos por la penumbra de la vereda.

No voy a salir más con el perro, me decía a mí mismo, y no es la primera vez que me lo decía, porque en otra ocasión salí con los dos perros, éstos de más envergadura, eran bouvier de Flandes, atados entre sí por una cadena de unos 60 centímetros para controlarlos mejor y, a una llamada mía, acudieron rápidos y me pasó cada uno por un lado; yo estaba distraído y del golpe me levantaron un metro por los aires y caí al suelo y me levanté asustado porque entre el pecho y el vientre se me habían levantado como las costillas. Inspiré aire y me oprimí con las manos y todo aquel saliente sin heridas volvió a su sitio. Regresé a casa y fui al médico. “Ha tenido usted suerte, me dijo, han sido las costillas flotantes que se le han salido pero han vuelto a su sitio con la presión de las manos”. Decididamente, ya no iba a salir más con los perros. Eso lo podía decidir.

Lo que yo no podía decidir ni me esperaba una mañana era encontrarnos por la senda de todos los días con una perra negra a la que traté de ahuyentar y me lanzó un mordisco en la pierna izquierda que me produjo desgarro. Inmediatamente regresé a casa acompañado de Jesús y Rodolfo y fui al médico. “Por aquí está erradicada la rabia pero siempre en estos casos hay que atar y observar al perro” me dijo. Puse la denuncia a la policía municipal que fue a la casa del dueño, el del almacén de almendras, que se negaba a aceptar que su perra hubiera salido de su casa. Cuando acompañé a los agentes para mostrarles por dónde había desaparecido el perro después de morderme, vimos que ya había puesto una malla que cerraba el paso.

Días después me enteré casualmente en el veterinario, un antiguo alumno, de que un vecino de la localidad lo llamaba con urgencia para vacunar a su perro contra la rabia. Era el mismo, que quería vacunarlo después de haberme mordido. El veterinario, ante la sospechosa insistencia del dueño del perro le planteó si le había mordido a alguien porque en ese caso no se podía vacunar. Basura humana.

Finalmente me conformé con que reconociera ante el juez de paz que había tapado el agujero por donde el perro entraba y salía y que había intentado vacunarlo después de morderme para justificar que estaba vacunado. Le importaba un rábano mi integridad física y luego quería invitarme a una cerveza.

Bajando la vereda asfaltada, nuevos edificios tan encima del camino que han tenido que apartar las farolas sobre las que se abalanzan. El almez, al que vemos perder la hoja cansada y oscura cada año y rebrotarle tierna, sutil, transparente, jovial. Los olores del jazmín que se encarama por las viejas paredes de los patios. Algún ladrido tras las vallas y enseguida las cañas a cuya altura a veces Rodolfo nos esperaba equipado con sus mallas y calcetines de colores hasta la rodilla, siempre bienoliente, más bien callado cuando de sí se trataba, gustoso de comentar “el dardo en la palabra” aquellos artículos en el ABC del director de la Real Academia Española de la Lengua, Lázaro Carreter. Y juntos hacia abajo, el lugar deshabitado donde poco a poco fueron colocando artilugios de obras o de perforaciones, de grandes dimensiones, luego unas pilastras y después unas grandes telas gruesas negras que formaban como una nave. Un buen día todo fuera.

Cuatro caminos, para la izquierda a los pavos reales, esa hermosa mansión donde los miembros del Gobierno de la República pasaron los últimos días antes del exilio, Villa Marco, en cuyas verjas hacíamos inspiraciones y estiramientos mientras veíamos saltar cientos de pavos reales desde fuera, desde el campo, hacia dentro de la valla, encaramados en ella, en los pinos o en la fantasmal cabaña o cenador, porque arriba, en lo alto de los pinos, antes de que el sol quemara, eran bandadas de garzas las que parecían su fruto. Y no sé si el ruido de una sirena las hacía tomar el vuelo a cientos en distintas direcciones, en tal cantidad que parecía que los pinos crecían tras su marcha, de aplastados que estaban por su leve peso.

Hacia la derecha de Cuatro caminos hay, dicen, una casa de cuento de hadas o de las mil y una noches, con palmeras traídas, como hace el pájaro con la paja para el nido, en el pico de grúas y helicópteros, para situarlas en el patio, con puertas de hierro forjado traídas de las fincas compradas donde se encontraban, con cámaras acorazadas llenas de lingotes de oro,..

Pero nosotros seguimos derechos hacia abajo, hacia la playa. Enseguida la casa de Felipe y Magdalena con su huerta delante, naranjos, limoneros, bambú, antes viñas y ahora habas, ajos, tomates, berenjenas, unos pocos para ellos, él cocina como si hubiera aprendido en París donde pasó trabajando a los 20 años. Su cuñado me viene a la cabeza cuando paso, Salvador, el albañil de Jumilla, calvo, delgado, aporreado tras caerse de un andamio en la rehabilitación del teatro principal de Alicante, jugador de máquinas tragaperras, de lotería, fumador, seguidor de faldas, ya muy deteriorado y con el humo pasándole factura en los pulmones.

Unos perros grandes nos seguían corriendo tras la valla y nosotros íbamos buscando el fallo por donde podrían colarse. Al fin se estrellan en el ángulo y nosotros seguimos ya casi en los dominios del gran can, un mastín desmesurado que al principio tras la valla pero luego por la vereda, nos seguía o precedía, sin atacarnos nunca pero…..

Poco a poco fue decayendo, parecía enfermo; luego reaparecía nuevamente, hasta que al fin desapareció y ahora lo reemplaza un chichinabo que ladra y corretea como huyendo, éste sí, de nosotros.

Un día, por cierto, Rodolfo, que siempre nos acompañaba, no vino a correr. Y otro día. Al tercero nos lo dijeron. Se había suicidado.

El mundo se hundió bajo nuestros pies. No podíamos creérnoslo. Sí, sí, era taciturno, reservado, serio, amable, doliente, problemas…¿Quién no los tiene? Mujer, madre, hija… ¡Habíamos corrido tanto juntos! Juntos entramos en la meta de la maratón de Valencia, Olivares, Jesús, Rodolfo y yo. ¡Tanto cuidarse, tanto correr, tanto curar la vida de los otros para quitarse la suya!

Al fin la vereda sin asfalto, qué descanso para el pie, y la casa en cuya puerta veíamos coches de lujo, salir alguna dama, detrás algún caballero, a esas horas de la mañana… y el Séneca cordobés me indica con la mirada: “Finca san Valentín” ¿Te das cuenta Jota Ele?

Luego el señor de la moto, embozado de bufanda, gorro y guantes, el jardinero de otra de las casas rodeada de jardines. Es una familia vasca. Tienen ocho o nueve hijos y vienen alguna temporada.

Tras alguna loma o árbol o tras la cortina de altas gramíneas, a veces hacemos una leve parada de desagüe. Si no hay papel una piedra sin aristas, como siempre, como antes de la ciudad, como en las afueras de los pueblos donde aún no había, cosa reciente, servicios o toilette.

Y mientras tanto pensando que luego mi madre, mi hermano, mis hijos, mi nieta… Cuando consigo borrar del paisaje de mi mente estas inquietudes permanentes que están en el fondo oculto de todas las conversaciones matinales, seguimos viendo perros, los conocemos a todos, y nos vamos acercando a las proximidades silvestres desde donde saltando ya se ve el mar a lo lejos y los primeros reflejos del sol que aún no aparece en alguna nube o en lo alto del Puig Campana con ese tajo que el gigante le propinó para prolongar unos minutos la vida de su amada que moriría con el último rayo de sol.

Rodeados de tamarindos, de palmeras, de carretera y de vía, hay también un colector maloliente, los traspasamos y al fin sobre la arena nos descalzamos y vamos corriendo hasta la orilla del agua. Allí, buena parte del año, si la luz, si la temperatura, si la soledad o una discreta presencia lejana, nos despelotamos y nos sumergimos en el agua, toda la playa para nosotros, sin turistas, sin gente; si alguien viene a lo lejos, esperamos que nos dé la espalda para no herir su pudor; nos calzamos, nos deleitamos saboreando el amanecer, el mar, la montaña y, a veces, tenemos la suerte de ver emerger al sol en segundos hasta que despega como cayéndole una gota de fuego sobre el agua.

Son las 7 y media cuando regresamos, el tranvía lleno, alguna sudamericana se baja con la bolsa y se pierde por las casas, junto a las obras, permanentes por esta zona, vemos a grupos de trabajadores que se calientan junto a unas maderas encendidas frotándose las manos o están cambiándose de ropa junto al coche o fumando un cigarrillo. Hacemos el camino inverso y encontramos al coche que cruza todos los días, también solemos cruzarnos a la chica rubia, su amigo un poco torcido y el perro fiel y tranquilo que los sigue a veces a muchos metros de distancia. Ya clarea y el viento del norte nos hiela la cara y el cuello, escondemos las manos en las mangas de la camiseta y el vaho nos rodea. Hacia las 7.50 hemos llegado al Típico, nombre dado a la plaza de encuentro, por mi hijo y sus amigos que allí se reunían hace años.

Mañana a la misma hora. “See you tomorrow”. También hacemos pinitos en inglés. Los perros están sueltos cuando llego a casa. El rito diario, atarlos, limpiar sus cacas, recoger las vasijas de comida. Tiendo la alfombra en el patio y estiramientos. No son muy abundantes las carnes, pero unos ejercicios de estiramiento y abdominales, de brazos, subirse por la cuerda a la cabaña del árbol, ayuda a mantenerse en forma.

Después de la ducha, mientras me afeito y me echo limón al pelo para que los rizos no se hagan escarola me sorprendo pensando en todas las cosas que pueden pasar en una hora cuando apenas acaba de comenzar el día.

José Luis Simón Cámara
San Juan, año incierto, posiblemente 2006.