Tengo que procurar no hacer ruido. Me duele cada hueso, cada músculo, cada milímetro cuadrado de mi geografía. Sé que me están buscando, oigo sus pasos. No sé si aguantaré. Es la lucha, mi lucha para sobrevivir.
Desconozco si Marc y Carlos han conseguido escabullirse y se encuentran ya fuera de peligro. Lo último que recuerdo de ellos es que, cuando nos liberamos de las ataduras y redujimos al guardián, cada uno tomamos una dirección distinta para contar con más posibilidades de salvación. Pero, apenas iniciamos la huída, pude oír las voces de alarma y la puesta en marcha del operativo para darnos caza.
Sé que si nos atrapan no tendremos una segunda oportunidad. El enemigo no perdona la insumisión. Este pensamiento me da fuerzas para resistir. Mientras no me localicen estoy vivo y mientras hay vida hay lugar para la esperanza.
Necesito toda la suerte de mi parte para pasar desapercibido. En mi desesperada carrera tropecé y caí justo en un hueco camuflado por abundante follaje. No tengo más alternativa que esperar. Si salgo a la carrera quedaré al descubierto y no tardarán en darme alcance. Además estoy muy cansado y no podría llegar lejos.
Contengo la respiración. Los presiento cerca y sé que ellos también tienen todos los sentidos puestos en detectar cualquier sonido o movimiento que delate mi presencia.
En un par de horas o menos empezará a anochecer. Si aguanto hasta entonces mis opciones serán mayores, estaré más recuperado y la falta de luz favorecerá mis movimientos. Además, para entonces, es probable que ellos consideren que ya debo estar lejos o bien que me he despeñado por algún acantilado y relajen la búsqueda.
A pesar de la tensión, el tedio por la espera y la inmovilidad forzada me dieron somnolencia. Debía de haber pasado más de media hora cuando me sacó de mi adormilamiento aquella voz conocida.
– ¡Niños, a merendar!. Dejad el juego, ya seguiréis más tarde.