Crónica celestial

Vicente Crespo (corresponsal en La Gloria).- Sigue en disputa la peculiar Liga Celeste con un equipo destacado que cuenta sus actuaciones por victorias y que no es otro que el Hércules de Alicante CF, a las puertas de llegar a una existencia secular.

Una magnífica planificación de su Junta Directiva encabezada por Vicente Pastor, “el Chepa”. Afable y entusiasta donde los haya, y arropado por personas del talento y la valía de Guixot, Bardín, Juan Pastor, Tarruella, Muñoz Llorens, Rico Pérez y tantos otros, libres ahora de otros quehaceres, ha llevado al equipo, con abnegación y sin arrogancia, a la cima del campeonato universal.

No es de extrañar si tenemos en cuenta el imponente plantel de jugadores. Una meta bien guardada por Humberto, Pérez o Cosme, capaz de disuadir a cualquier goleador. En defensa se dispone de Ernesto, Rivera, Pavlicic, Quetu, Santamaría o Maciá -que alterna capitanía con Baena-. La media se ha visto reforzada recientemente con la llegada de Sarrachini y Paqui, quien volverá a formar tándem con Torres en una medular de ensueño, acompañados del “Cacho” Saccardi, Juan o Ricardo García, que hacen a los rivales aborrecer la tarde del enfrentamiento. Y en la vanguardia una delantera nada vacilante, con el fútbol supremo de los Ramón, Arana, Blázquez, Pina, Calsita o Ramonzuelo, haciendo picadillo las redes contrarias.

En el banquillo, dirigiendo al equipo, entrenadores “ascensores”, como Suárez de Begoña, Amadeo, Pagaza y César, prestos a garrapatear en la pizarra la táctica de cada partido.

Delegado de Equipo en las salidas interestelares Vicente Compañ, velando por que nadie pueda desposeer al club en los despachos de los triunfos que consigue en el terreno de juego, y como masajista-utilero Manolo González, obsesionado con tener todo a punto.

¿Y qué decir de la afición? Ahí tenemos apiñados en todos los partidos a los fieles seguidores de Santa Pola, de “Los Gorilas”, de “Las Banderas”, de “El Bombo” y de tantas otras peñas, apoyando sin fanatismo al son que marca el excéntrico “caramelero”, que regala sus productos en reconocimiento al estridente coro de ánimo.

Siempre detrás de la portería rival, que es donde estarán los goles, Miguel Vilaplana con gesto de indolencia y su cámara al cuello.

En días de partido, desde allá abajo, desde el planeta que llaman Tierra, todo el que alza su mirada puede ver franjas de nubes blancas entre las que se divisa el azul intenso del cielo. Científicos, astrólogos y chamanes coinciden con acierto en la interpretación del acertijo o señal: LA GLORIA ES BLANQUIAZUL.


Rafa Olivares Felete es el autor del anterior relato que ha sido galardonado con el segundo premio del concurso de relatos cortos sobre la historia y los valores del Hércules.

¡¡¡Enhorabuena!!!

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Historias de un pueblo fronterizo

Amistades rotas.

De pie, junto a la chimenea que este año no han encendido tanto como otros inviernos por falta de leña, la hermana de mi amigo, que otras veces me ha dado a leer sus memorias, casi ilegibles, para que se las corrigiera, me ha dado una hoja escrita a máquina y, como si fuera a resumirla, aunque se trataba de otro asunto, ha comenzado a contarme una historia sobre su hijo delante de su hermano al que yo había ido a visitar y que se levantaba de la mesa recién acabado de cenar. Serían las ocho de la tarde. De pie, como digo, en ademán de salida, como si lo que iba a contar fuera cuestión de minutos, ha comenzado la historia. Su hijo Miguel, nacido en Cieza, de una antigua relación con un viudo con peluquín y aficionado al claqué, del que acabó por separarse, ya tiene más de 30 años y, salvo breves períodos de trabajo normalizado, se ha dedicado y dedica, sobre todo, a abrirle las tripas a todo tipo de maquinaria, oficio no remunerado en el que ha conseguido ser experto. Arregla bicicletas antiguas, incluso les pone motor, y fabrica con elementos comprados o extraídos, aviones de vuelo teledirigidos que algunos fines de semana sobrevuelan el cielo del pueblo. El porche trasero de la casa, con puerta de persiana metálica, está lleno de motores de lavadora, ruedas de bicicleta, alas de los pequeños aviones, cadenas aceitosas, herramientas, y un sinfín de aperos de labranza, mulas mecánicas, remolques y otros instrumentos que su tío utilizaba años atrás en las labores de la huerta. Siempre que voy a ver a mi amigo, encuentro a su sobrino con dos o tres colegas suyos que le ayudan en sus trabajos o están sentados platicando o tomándose una litrona. He de decir que mi amigo, soltero empedernido, convive con su hermana y el hijo de ésta desde que regresó hace ya muchos años de su desafortunada aventura con el aficionado a los zapatos de claqué. Hasta aquí lo que yo he visto. A partir de ahora lo que ella me cuenta apoyada en el dintel de la puerta que separa la pequeña cocina del comedor.

“Uno de los amigos de mi hijo, que vive en la vereda de las palmeras y que ya lo frecuenta muchos años, al que tú has visto sin duda en muchas ocasiones, cuando has pasado por aquí, le dijo un día a Miguel:

– Miguel, ¿por cuánto arreglarías el coche de mi padre?

– Hombre, yo creo que entre piezas y trabajo podría arreglarlo por 50 euros.

El amigo llevó el coche al almacén de Miguel que comenzó a arreglarlo y, cuando ya solo le quedaba una mano de pintura, Germán, su amigo, le dijo:

– He pensado que no lo arregles y me lo llevo.

Miguel se quedó sorprendido de la actitud de su amigo que, a partir de aquel momento, no volvió a pasar por su casa, de la que antes no salía. Pasados dos meses se encontraron por el azarbe y se encararon.

– Oye, le dijo Miguel, ¿cuándo vas a darme los 50 euros?

– Ni te los doy ni pienso dártelos nunca y lleva mucho cuidado.

Miguel no conseguía entender aquel brusco cambio de actitud. ¿Qué había pasado por su cabeza? A partir de aquel momento cuando se veían lo amenazaba o lo perseguía en la bicicleta diciendo que se iba a enterar, que lo iba a matar. Finalmente llegó a ir a su propia casa, al porche donde tantas horas había pasado durante años y le amenazó allí mismo delante de los otros chicos:

– Te vas a enterar. Tú ¿qué te has creído?

Un día llegó Miguel a casa con hematomas y sucio de barro. Había llovido y se habían peleado junto al azarbe. Pero no paró ahí la cosa. Como conocía sus costumbres, de hecho no tenía secretos para él de tan amigos que habían sido, un día que Miguel iba por la vereda de la acequia, no sabemos si había avisado a la guardia civil o fue casualidad, Germán lo asaltó y tiró de la bicicleta, cogió un machete que Miguel, imprudente, solía llevar, y se lo aproximó al cuello a la vez que gritaba que lo llevaba encima porque lo quería matar. Algún vecino presenció las amenazas y los gritos y la guardia civil se los llevó a los dos al cuartel. Al rato soltaron a Germán y se llevaron a Miguel detenido por la posesión del machete. Pasó la noche encerrado y lo soltaron al día siguiente, previo pago de una multa de 200 euros por tenencia de armas. El lunes próximo hay un nuevo juicio. Dice la abogada que Miguel no corre ningún peligro pero es un juicio por amenazas cuando ha sido el otro quien en la calle, en su porche y delante de testigos ha amenazado varias veces de muerte a mi hijo”.

Yo no daba crédito a la historia que, abreviadamente relato, y se prolongaba de forma interminable. Mi amigo asistía de pie, junto a la mesa, sin decir una palabra, con su gorra americana de la que ahora no se desprende nunca, con ojos de asombro y creo que con la sensación de que es muy poco lo que se puede hacer contra el destino. Nunca su hermana se había explayado tanto contándome delante de él algo tan personal de su hijo. Mostrando perplejidad salgo con mi amigo al bar y él apenas balbucea:

– No vayas a decir nada en el bar.

Se toma un descafeinado y yo una copa de wisky. Cuando salimos del bar hacia su casa me dice que tuvo que sacar 400 euros para pagar la multa y tendrá que sacar más para pagar a la abogada. Por fin había encontrado la cartilla buena porque la última vez que había ido a la sucursal bancaria fue con la cartilla caducada y en qué se vio para que le dieran dinero y solo porque lo conocían. Mi amigo tiene 81 años y principio de Alzheimer recién cumplidos pero sigue sin cortarse las uñas de la mano derecha porque aún las conserva para rasgar la guitarra.

José Luis Simón Cámara.
San Juan, 26 de mayo de 2013.

Orfeo Negro

Lo veo casi todos los días en alguna de mis frecuentes salidas por las calles más concurridas del pueblo. Su paso tambaleante, sus brazos colgando paralelos al cuerpo, su mirada ausente, aunque aún me reconoce (no sé de qué exactamente) y me saluda. Él, seguramente, no recuerda cuándo ni dónde nos habíamos conocido. ¡Hacía ya tanto tiempo y había cambiado tanto todo! En una de las viejas calles de la ciudad, muy cerca del barrio de Santa Cruz antes de que la Avenida de Alfonso el Sabio se prolongara en una ancha carretera por la ladera oeste del castillo, había un cochambroso bar nocturno donde la gente joven, muchos de ellos barbados, con melena desgreñada, ellas con atuendos informales, sin afeites, se juntaban a beber, fumar y hablar. Envueltos en la penumbra de una escasa luz macilenta y una abundante nube de humo de tabaco, fumado solo o mezclado con hachís, nos sentíamos protegidos del frío ambiente exterior, aún dominado por guindillas y chivatos. Algunas visitas a los aseos no eran para desaguar precisamente. O un amigo había dejado una raya de coca sobre la taza del inodoro o  allí mismo se extendía sobre la loza una papelina y con el canto del carnet de identidad o de una tarjeta bancaria se cortaba la “nieve” en varias rayas para ir esnifándolas sucesivamente. Así pasaban las horas hablando, bebiendo, fumando, esnifando, echando el ojo o pegándose algún sobo, hasta que, ahítos de alcohol, humo y drogas nos retirábamos, muchas noches ya al amanecer.

Allí, durante años lo veía moverse tras la barra del bar, como el capitán de un barco ante el  timón, sirviendo copas, observando, controlando, dirigiendo la nave. Allí su mirada, ahora perdida en el pasado, era aguda y penetrante. No necesitaba la palabra para controlar el local, para que nadie se extralimitara, para que el desorden tolerado, propio de este tipo de locales, no rebasara los límites de la prudencia. Tenía a su alcance todo lo que en aquella época era deseable y deseado por la gente que pasaba allí su tiempo de ocio.

Algo debió jugarle una mala pasada. No era el primer caso. Ya habíamos visto y oído hablar de gente que se había quedado colgada. Y no me estoy refiriendo a los que habían dado con sus huesos en la cárcel por atraco a mano armada bajo el síndrome de abstinencia. No, me refiero a quienes habían sufrido en su personalidad alguna transformación  que los había dejado fuera de combate. Me estoy refiriendo a quienes, como éste que yo veo con frecuencia por la calle, han perdido la relación normalizada con la realidad, a quienes viven fuera de la realidad o de una manera no adaptada a esta realidad y se les ve vagar como almas en pena, como adormilados, como fuera de onda, como ajenos al mundo, ajenos a los quehaceres de la vida, viviendo como los pájaros, despreocupados del pan de cada día, confiados en la generosidad de la naturaleza y a la par temerosos de complots universales contra su independencia y autonomía.

Orfeo Negro era el local, sin duda barrido por el tiempo, donde trabajaba el chico del que hablo. En la misma vieja calle donde se ubicaba un coqueto restaurant con velitas en las mesas, la “Marmita”. De todo esto puede hacer ya 40 años. Aunque al chico lo veo ahora casi a diario, cuando vuelvo de llevar a mi nieta al cole o más bien pasadas las 11 de la mañana, siempre por las mismas calles, siempre con la mirada ausente, como buscando algo ya perdido para siempre.

José Luis Simón Cámara.
San Juan, 18 de mayo de 2013.

Necesita mejorar

El cabo Hopkins repartía las cartas con la izquierda, con rapidez y precisión, mientras que con la derecha hacía blanco seis veces en una diana a cincuenta metros. Simultáneamente, mantenía en equilibrio, sobre su nariz, una vara de bambú sobre la que rodaba un plato a la vez que, con un pie, daba incontables toques a un balón de cuero sin que le cayera al suelo y en la otra pierna giraba un aro sin parar.

No fue suficiente para ascender a Sargento. El Tribunal apreció cierta rigidez en su mirada.

El anterior microrrelato ha sido escrito por Rafa Olivares Felete y ha quedado finalista del concurso que organiza la Cadena Ser y la Escuela de escritores.

¡Atención!, se abre el plazo para poder votar, hasta el miércoles 29 a las 18 h. El voto -sólo uno por correo- se puede hacer a través de esta página y recordad que el relato se llama “Necesita mejorar”.

A continuación también podéis escuchar el programa donde fue seleccionado.


¡¡¡Mucha suerte!!!

Confusión

Llego a la playa, como muchos otros días, en esta época de primavera. Saco la toalla de la bolsa y la extiendo sobre la arena. Hoy ciega el sol. Dejo la bolsa junto a la toalla y, como de costumbre, comienzo a caminar por la arena. Luego un ligero trote hasta aquel edificio azul que muchas veces me sirve de referencia. Ya algo acalorado me voy adentrando en el mar poco a poco. Primero me mojo los brazos, la cara con las manos, un poco de agua por el cuello y por el pecho y finalmente ¡zas! Inmersión. Una ligera impresión sacude el cuerpo pero tras unas pocas brazadas se restablece la sensación de bienestar. Aún no invita de todos modos a permanecer placenteramente quieto  el cuerpo en el agua. No está fría. Fresca. Nuevo paseo por la arena, ya caliente, a veces caminando por el agua hasta la pantorrilla. El pequeño oleaje y las zancadas van levantando gotas que salpican rodillas y torso. Apenas alguien paseando por la arena. A bastantes metros de distancia alguna toalla tendida. Me doy un último baño y salgo. El sol deslumbra. Me dirijo hacia la toalla, la sacudo para que se desprenda la arena que la brisa ha posado sobre ella y comienzo a secarme el pecho y la cara. Cuando me quito la toalla de la cara veo a un bañista que me mira insistentemente saliendo del agua en dirección hacia mí. Miro la bolsa y la toalla y compruebo que  las mías están unos metros más allá. Dejo la toalla sobre la arena, le dirijo un gesto de disculpa al bañista y me encamino hacia mi toalla. El chico regresa al agua y yo me alejo sonriendo para mí y pensando con qué facilidad nos confundimos.

José Luis Simón Cámara

San Juan 21 de abril de 2013