Central Station o Grand Central Terminal o Grand Central Station.

No, no es que Marco Polo hubiera estado también en América, pero supo de su existencia por las informaciones recibidas en sus remotos viajes, y aunque se sintió atraído por la inquietante aventura de conocer aquellas tierras, no disponía del tiempo necesario para poder llevar a cabo su deseo sin abandonar todos los compromisos adquiridos con los sátrapas del lejano Oriente donde había llegado a convertirse en embajador para Occidente. “El libro de las maravillas” no había caído en saco roto. Era uno de los libros de cabecera de Cristóbal Colón, estudioso del orden geográfico de la tierra, dividido entre las concepciones geocéntricas de Ptolomeo y las ya heliocéntricas de Aristarco de Samos, aunque fuera Copérnico quien les dio asiento científico no reconocido por todos, especialmente por la iglesia de Roma que años después aún amenazó a Galileo con la tortura a través de la Inquisición. También se habla de que los vikingos llegaron a Norteamérica en alguna de sus expediciones, pero está fuera de toda duda que otros pobladores anteriores a las glaciaciones que separaron definitivamente el continente americano del euroasiático llegaron a aquellas tierras ricas en agua y alimentos vegetales y animales y allí se establecieron. Todo lo que ocurrió después ya es historia, llegaron los colonizadores y trataron de imponer sus leyes a sangre y fuego con la pobre oposición de los nativos y la endeble ayuda de algunos colonizadores. El más significado, sin duda, y nombrado además defensor de los indios, fue Bartolomé de las Casas, admirado por los escasos descendientes de aquellos  pieles rojas por los que se jugó la cabellera. Lo tacharon de loco. Luego ya sabemos, luchas por la línea de demarcación de aquellas tierras entre portugueses y españoles, con la santa sede como mediadora atendiendo con cualquier pretexto de designio divino los intereses de los esclavistas que decidían quiénes tenían o no tenían alma, aunque a ellos lo que realmente les interesaba era el cuerpo. Después los franceses y los ingleses en otras tierras y con otras lenguas, pero siempre la misma historia. Tras luchar entre sí, otra vez contra los indios, desplazándolos, quitándoles las tierras y la vida, encerrándolos en reservas porque eran unos salvajes que cortaban la cabellera del hombre pálido, solo porque éste les había arrebatado las praderas y los búfalos y los adornos de oro. El ferrocarril fue el mensajero que llevaba las decisiones del hombre blanco, era su caballo de hierro que resoplaba humo y transportaba a gentes y herramientas y maderas con las que iban sembrando pueblos y más vías que hacían avanzar la cultura de la fuerza y las pistolas en aquel mundo primitivo y salvaje. Una de las primeras impulsoras de aquella civilización fue la familia Vanderbilt. “Si hubiera aprendido educación no habría tenido tiempo de aprender nada más” decía Cornelius Vanderbilt, que a los 11 años renunció a la escuela, uno de los magnates del transporte y del ferrocarril. El comodoro, que desoyendo a quienes consideraban que la isla de Manhattan era “el fin del mundo” y una estación tan al norte era una idea descabellada, construyó la primera Central Station en 1873.

Pero la prohibición de las máquinas de vapor a raíz de una grave colisión que provocó muertos y heridos en 1902 supuso la demolición de la estación originaria y la construcción de la actual y remozada estación en 1903 y 1913. Situada en la confluencia de la calle 42 y Park Avenue, sus esculturas monumentales en la fachada, su gran vestíbulo de mármol de 114 mts. de largo por 36 de ancho la convierten en uno de los lugares más atractivos de la ciudad. Aquello es un hervidero humano. No solo los miles de viajeros que salen o llegan a la estación sino también los miles de turistas o neoyorquinos que se pasean, compran, descansan, observan. Puede uno allí tomarse las ostras más frescas en el Oyster restaurant y visitar el mercado, de los más asequibles por su tamaño y organización. Los alimentos están al alcance de la mano, casi los tocas con la vista. Todo fresco y de calidad: frutas, verduras, carnes, quesos, mariscos, aceites, especias,…

Cien años después de su reinauguración se celebran festejos, se recuerdan escenas de películas allí rodadas y de personajes inolvidables, reales o de ficción, que han pasado, paseado, comido o pernoctado en alguna de sus muchas y amplias dependencias.

Allí pasa la noche Holden Caufield, el protagonista de “El guardián entre el centeno”, en su escapada por Nueva York, tras ser expulsado del colegio. La novelista canadiense Elizabeth Smart titula su novela “En Grand Central Station me senté y lloré”. Lee Stringer, el escritor vagabundo y adicto al crack escribió los cuentos de Grand Central Winter. Alfred Hitchcock pasea por ella en películas como “Encadenados” o “Con la muerte en los talones”. Allí fue donde desde los estudios de la CBS Edward Murrow cargó contra la caza de brujas de McCarthy. Allí la gente se protegía de la lluvia y hasta de la policía.

Allí subían al tren, pisando la alfombra roja, camino de Chicago, estrellas como Marlene Dietrich o cazadores de recompensas, camino del medio Oeste donde los forajidos asaltaban el incipiente imperio de los Vanderbilt. Gentes como Lee Van Cleef, impecablemente vestido, con su pipa humeante y el revólver en el hueco del falso libro de la Biblia, con su caballo en el vagón de al lado y la decisión suficiente para tirar de la palanca de emergencia y hacerlo parar en seco donde él decide.

En los rincones de aquella gran nave han dormitado Billy el niño y Pat Garret antes de adentrarse en los inmensos territorios donde arrebataban parte de su riqueza a los comerciantes para repartirla entre los miserables y para ir tirando, hasta que los años, que no perdonan, compraron el corazón de Garret para acabar con su amigo y compinche de media vida.

Allí, en un rincón, junto a donde la voz se desplaza por la bóveda, jugaba al póker Doc Holiday, el amigo de Wyatt Earp, mientras se tomaba una botella de wisky entre tos y trago. No sé por qué a Gary Cooper no le gustaba la estación, al menos no tengo constancia. Era muy alto, es cierto, pero no tanto como para que le rozara el sombrero en el techo. Burt Lancaster sí que estuvo. No solo como Wyatt Earp sino como Burt Lancaster, como persona. No sé si antes de trabajar en el circo fue allí mismo mozo de cuerda llevando las maletas de los viajeros adinerados.

Yo no iba a tomar ningún tren, y fui con mis amigos, a confesar a la pared, como Utnapistin, mi amor por mi amada, para que la pared se lo dijera, a perderme como una hormiga en aquella inmensa y hermosa nave donde miles de personas pueden moverse como si sólo fueran una docena, a ver la luz que, a raudales, desborda los enormes ventanales, a apoyar mis antebrazos en la ventanilla donde posiblemente los había apoyado Marilyn.

José Luis Simón Cámara

San Juan, 18 de abril de 2013.

Encuentro

Una niebla densa y baja se cierne sobre la playa, el mar y la montaña. Algo bastante excepcional en esta tierra donde el sol ciega inmisericorde ya en las primeras semanas de la primavera. Un aire fantasmal parece trasladarnos a esas tierras del norte donde los vikingos aprovechaban la bruma para rasgar sus cortinas ya junto al sorprendido viajero. Voy caminando con una bolsa a la espalda, descalzo sobre la arena, cálida y seca a pesar de la niebla. Los pies se hunden suavemente sintiendo acariciada toda la superficie de la planta, desde el talón hasta la punta de los dedos. Sin prisa, sin rumbo, únicamente siguiendo en paralelo la zigzagueante línea de las olas. En la arena algunas huellas humanas, de un perro, de gaviotas que reflejan las estrellas, los botones de algunas gotas de lluvia. Sólo el rumor del agua más o menos lejano según me alejo o me acerco a la orilla. Cuando se me ocurre doy media vuelta y regreso sobre mis pasos. A lo lejos veo dibujarse alguna figura humana que emerge poco a poco y se va perfilando. Una chica desnuda camina por donde el agua lame la arena. En dirección contraria un joven con sombrero camina ensimismado por la arena seca. Los observo sin mucha atención pasar a cada una en una dirección. Quizá la niebla amortigua la impresión de la chica desnuda o el chico con sombrero. O quizá es que no tiene tanta importancia ni una cosa ni otra. Vagando mi mente por estas latitudes vislumbro a lo lejos otra figura cuyos movimientos me resultan familiares. Su contorneo, su silueta, su paso, decidido aún, en la arena. Nada haría pensar que era él después de tanto tiempo, pero lo había visto caminar tantas horas siguiendo su estela o precediéndolo. Y no sólo por veredas, sendas, valles y montañas, también en posadas, bares y refugios. Lo había visto sentado a una mesa, apoyado a muchas barras. Después de tantos años y de tantos viajes, después de haber besado y abrazado las mismas caras y los mismos cuerpos. Después de haber hablado a todas horas y de todos los temas e historias. ¿Qué quedaba que decirnos? ¿Servirían ya de algo las palabras? Yo sabía que también él me había reconocido desde lejos. Tenía los mismos motivos para hacerlo. Pensé que quizá pensara lo mismo que me pasaba por la cabeza. ¡Qué más da que siga soltero o se haya casado y tenga hijos y nietos! ¿En qué cambia eso la vida? Es él quien importa. Y lo veo, según se aproxima, con menos prestancia caminando y con más surcos en la cara, pero con el mismo gesto altivo, con la misma decisión en la mirada. Quizá también él haya elaborado alguna hipótesis sobre mi vida viéndome caminar hacia su encuentro. La arena se esparce bajo el peso de nuestro cuerpo y vamos avanzando entre la niebla, con el susurro de las olas, sin quitarnos la vista de encima. Y sin reducir el paso nos cruzamos dándonos la mano y manteniéndonos la mirada. Ni una sola palabra. ¡Tanto tiempo echándolo de menos¡ Amortiguado por la bruma se oye lejano el silbido del tren.

José Luis Simón Cámara
San Juan, 16 de abril de 2013

Línea 23

Está amaneciendo. El día es frío, helador, diría yo. El autobús se dirige lentamente, con un traqueteo soportable, a completar su línea. La línea veintitrés. Viajamos en él tres personas además del conductor. Una señora mayor, con tres capas de ropa, dormita en su asiento inmediatamente detrás del chófer. Yo viajo en la mitad del vehículo y una chica joven va al final. Todos guardamos las distancias y reina el silencio. Me fijo en la chica joven. Debe de tener alrededor de veinte años, aunque quienes pasamos de los cincuenta calculamos muy mal la edad de los jóvenes. Es guapa, morena, parece alta y con un tipo atractivo, pero está sentada y no puedo afirmarlo sin riesgo de ser temerario. Un momento … de su asiento caen unas gotas al suelo del autobús. Son gotas de sangre.

El descubrimiento me produce cierto sobrecogimiento. Me reconozco algo aprensivo y no sé cómo comportarme ante el sufrimiento ajeno. Descarto rápidamente desentenderme y hacer como si no me hubiera dado cuenta. Mi pasividad podría resultar fatal para la chica y pesaría sobre mi conciencia de por vida. Además, dentro de dos paradas llegaremos al Hospital y una actuación urgente es perfectamente posible. Pero ¿qué hacer?.

Observo a la chica buscando en su cara alguna señal de sufrimiento o, al menos, de molestia. Si tiene una herida por la que está sangrando debe notarlo; el organismo siempre manda avisos cuando algo no está en orden. No detecto nada. Ella está absorta en la pantalla de su móvil, que sujeta con ambas manos y maneja con los pulgares a una velocidad de experta mecanógrafa. No hay gravedad ni preocupación en su rostro, más bien distensión. Probablemente está escribiendo un esemese o un guasap. O tal vez está con uno de esos juegos que tanto absorben a la juventud. Me inclino por esto último porque apenas tiene pausas en sus acelerados movimientos digitales. Además no me parece razonable, aunque no sabría explicar porqué, mantener una conversación por escrito a horas tan tempranas.

Descartada una causa grave, que ya habría producido señales de algún tipo, me tranquilizo al atribuirlo a algo más natural, exclusivo del género femenino y de cita periódica -de ahí una de sus denominaciones- salvo edad inadecuada o embarazo. Sin duda un error de cálculo o una anticipación del proceso está produciendo ese goteo que continua y ya ha generado un pequeño charco en el suelo.

Al ver el edificio del crematorio me doy cuenta de que ya estamos saliendo del recinto del hospital. No importa, la urgencia no se justifica.

Toda mujer algo precavida suele llevar en el bolso la solución a estas situaciones imprevistas. Sólo hay que advertir a la chica y rápida y discretamente pondrá fin a este pausado derrame. Al final todo quedará en una mancha en su pantalón que desaparecerá con un lavado.

Pero … ¿cómo se lo digo?. Será inevitable que nos ruboricemos, al menos yo. A pesar de mi edad soy célibe y nunca he hablado con mujer alguna de sus cuestiones íntimas. Sería una situación muy incómoda. ¡Ya sé!, la mujer mayor de ahí delante. Le contaré la situación y que ella se lo diga a la chica. Entre mujeres estas cosas se tratan con absoluta normalidad. Pero, espera, ahora que pienso, la mujer lleva un velo en la cabeza y parece de rasgos caucáseos. Probablemente, además de que la voy a sacar de su plácido sueño, no va a entenderme y encima el chófer me va a oír y se va a desternillar viendo como trato de explicarle con gestos, a la señora, lo de la menstruación de la chica. Mejor no.

Mientras sigo cavilando cómo resolver el problema paseo la mirada por el charquito y veo que se ha unido a otro situado debajo del asiento contiguo. Sigo desplazando la mirada y encuentro nuevos rodales de líquido rojo debajo de cada asiento, por cierto también del mismo color.

La humedad de nuestra zona, la temperatura ambiental, el material plástico rojo y soluble de los asientos y el efecto condensación ocuparon mis pensamientos desde Santa Faz hasta Alfonso el Sabio.

Rafael Olivares

Renuncia del papa Benedicto XVI

¿No han muerto todos los papas  ancianos o enfermos o disminuidos o envenenados o presos?  ¿Es acaso éste una excepción? Desde luego, casi nadie muere lleno de salud a menos que como al joven Héctor, un accidente o una lanza de Aquiles le atraviese el cuello y lamente mientras muere abandonar su cuerpo lleno de vida.

¿No le habrán dicho de morirse y él, sabiamente, ha preferido posponer su encuentro con el altísimo (que en última instancia siempre está allí) y  seguir con vida aunque pierda el papado? (Siempre le quedará  la papada). Además, el placer de ver cuáles son los designios del altísimo sobre su sucesor, las intrigas, las presiones, las amenazas, las promesas, los chantajes, todo lo que va a cocerse en la Capilla Sixtina y en sus cocinas, ese placer no tiene parangón, quizá, con el aburrido final de su ya corta y cansada vida.

¿Habrá quedado exhausto de la difícil lucha por destapar parte de los innumerables crímenes de pederastia que acorralan a la iglesia, donde se han cobijado muchos de los que han preferido cubrir sus vergüenzas   con la opaca y larga túnica que los protegía?

¿Habrá sucumbido al cerco de los inmisericordes administradores de la riqueza de la iglesia, la siniestra (como todas)banca vaticana, algunos de cuyos responsables ya aparecieron hace años colgados de un puente de Londres o escondidos en las fronteras infranqueables del  estado vaticano o defenestrados por los silencios comprados por la mafia?

¿Se habrá sentido traicionado por aquellos en los que tenía puesta su confianza, los que lo vestían y desvestían, los que le llevaban la manzanilla caliente junto a la cama, con las píldoras correspondientes para su artrosis o sus ictus?

¿Cuál será la razón profunda que lo ha hecho abandonar a su rebaño al acecho de los lobos? ¿Por qué se ha bajado de la cruz antes de tiempo?

¿Tenía que machacarse hasta la muerte, como han hecho casi todos a lo largo de la historia, como él vio en primera línea con la larga agonía de su predecesor? ¿No era ya hora de que precisamente un paisano de Kant y de Hegel, heredero involuntario de sus influencias, utilizara el raciocinio para quitarse el muerto de encima?

¿Por qué tener que prescindir de los pequeños placeres de quedarse tumbado en la cama o tomarse una manzanilla mientras dormita en la mecedora o ver por televisión cómo sus colegas buscan la palabra precisa para salir del paso o cómo la fumata es negra o blanca?

Posiblemente vaya ahora a disfrutar más que a lo largo de toda su vida de luchas y enfrentamientos, pensando además “ ahora os vais a enterar de lo que vale un peine”,  “ahora me vais a decir que si el viento me levanta la sotana o si los zapatos llevan demasiado carmín o si  la mano de mi brazo levantado resulta poco viril o si…”

Pero él sabe muy bien que posiblemente nunca se  sepa todo eso, como nunca se ha sabido lo que pasó con Juan Pablo I o con Tutankamon o con Kennedy. Quizá todo eso nunca se sepa.

José Luis Simón Cámara.

San Juan 13 de febrero de 2013

La verdadera historia del descubrimiento de América.

Cuando llegué a Nueva York y vi todo lo que voy a contar, aunque  me deje algunas cosas en el tintero, entonces comprendí todo lo que había pasado a lo largo y ancho de estos años hacia delante y hacia atrás.

No pasaron muchos días, aún deslumbrado por la inmensidad de los ríos que rodean la ciudad y por la osadía de sus rascacielos, y ya me había tropezado con gente que me era familiar desde las pantallas del cine de mi pueblo. A algunos como Al Pacino o Robert de Niro, a cuyo restaurante aún no he ido, los veía en distintos lugares de la ciudad, la primera vez en un bar de Broadway junto a Times  Square y el Both Theatre, sentado en una mesa solo, con la gabardina rozando el suelo humedecido y levantando una copa de Jak Daniels con los ojos semicerrados, como tratando de recordar el diálogo que acababa de representar en el teatro de al lado. No sé exactamente si era más viejo de lo que parecía o parecía más viejo de lo que era. Quizá por la costumbre de verlo casi nadie se fijaba en él. A mí, en cambio, me tuvo embelesado un buen rato.

Pocos días después lo encontré nuevamente, pero esta vez en la Little Italy y acompañado de Robert de Niro. Eran los dos mucho más jóvenes e iban saltando por las azoteas de los pequeños edificios del barrio. Parecía como si guardaran algo en los tubos de la calefacción que sobresalían por los tejados.

– ¿Dónde vas ahora Al? Le decía Robert de Niro a su compinche con una voz de agua de fuego.

– No sé, me perderé por los billares de la Quinta.

– No conviene que nos veamos en unos días.

– No, no conviene.

Y mientras se alejaban iban limpiándose unas gotas de sangre salpicadas en el brazo y los zapatos.

Continué mi paseo por Chinatown, barrio más tranquilo, dicen, pero la casualidad me hizo tropezar con un alboroto de ambulancias y coches de policía. Al acercarme reconocí a Jack Nicholson y John Houston discutiendo. Estaban esposando a alguno de ellos mientras un coche desbocado corría  hasta chocar con una farola.

No todos los días eran tan intensos. Pasear por la 5ª avenida y Central Park se convirtió en una costumbre recurrente. Cuando mis sentidos estaban saciados de bullicio, de altísimos edificios, del humo que escapa por la alcantarillas, de escaparates inimaginables, me cobijaba en la acogedora Biblioteca Pública de la 5ª con la 42 o iba a pasear por el parque y me distraía observando a las ardillas, tan ágiles en sus movimientos.

No podía creerlo, pero fue allí donde me encontré, junto al conjunto escultórico de “Alicia en el país de las maravillas” a un anciano Kirk Douglas, aún con su agujerito en la barbilla. ¡Qué emoción poder saludar al amigo de Wyat Earp!

Pero no solo a él. También me encontré en aquel inmenso y sorprendente parque, adonde solían ir, a Toro Loco y Caballo Sentado. ¡Cuántas historias! Algunas, como la que sigue, no me importa contarlas ya a los amigos. Pues sí, Caballo Loco (lo de Caballo Sentado y Toro Loco fue una broma que no les disgustó e incluso les arrancó una sonrisa de su curtido rostro), era hijo de un jefe indio pero quiso librarse del peso de la tradición y se marchó a Washington, a una universidad que había en el barrio de la Ciudad de Jorge, donde no sólo estudiaban indios sino otros muchos a los que gustaba hacer el indio, como aquel bigotudo José Mari, ávido de medallas. Caballo Loco, feliz e independiente, lejos de su pueblo, se vio obligado a volver a la tribu, la fuerza de la sangre, por la muerte de su padre. Los ancianos le preguntaban si el invierno sería severo y él, poco experto en el conocimiento de las previsiones meteorológicas de su tribu, telefoneó al servicio de meteorología de Washington, donde le dijeron que seguramente haría mucho frío.  Él comunicó a su tribu que haría mucho frío y todos se afanaron recogiendo leña para el duro invierno que se avecinaba. En varias ocasiones Caballo Loco volvió a llamar a Washington y la última vez preguntó en qué criterios se basaban para vaticinar que habría un invierno muy frío. Desde Washington le respondieron que una prueba evidente era que las tribus indias no habían parado de recoger leña durante todo el otoño.

Toro Sentado movía mecánicamente la cabeza escuchando aquella vieja historia mientras se liaba un cigarrillo sentado en cuclillas.

Fui tomando nota de ésta y otras historias que, en su momento, cuando las haya rumiado, escribiré para distracción de mis amigos, pero estos anticipos que os he ofrecido bastan, como comprenderéis, para que Marco Polo, aquel viajero veneciano, se los contara a  Colón, sí, sí, a Cristóbal Colón, y éste se desviviera por venir a esta tierra y pusiera todo su empeño, recorriendo cortes, elaborando mapas, sobornando monjes, al confesor de la reina, hasta conseguir su objetivo. No era para menos. A fe que merecía la pena.


José Luis Simón Cámara.

San Juan, 24 de enero de 2013