Por el deseo de ir a NY, nunca visto, y por la insistencia de nuestro hijo Luis, que se encuentra allí por motivos de trabajo, nos decidimos hace ya unos meses a visitar la ciudad de los rascacielos. Lo dijimos a parientes y amigos y finalmente se vinieron Loli, hermana de Inma, con su familia y mis primos MªAsunción y el Gilillo. En total, 8 viajeros.
25 de diciembre
Nos presentamos en el aeropuerto hacia las 7´30 porque el avión tiene la salida a las 9´15, pero la intensa niebla, primero pospone el viaje y después lo cancela. Eso quiere decir que seguramente perderemos el enlace con Chicago, que sale de Madrid a las 11.50 y llega a las 4.40 de la tarde para llegar al aeropuerto de Newark en Nueva Jersey a las 19.45, desde donde nos traslada el transfer hasta Nueva York. Carreras por las oficinas de Iberia y colas interminables hasta que finalmente, casi a la hora de embarcar nos dan un vuelo a las 13.30 hasta Madrid que enlaza con uno directo a Nueva York, sin pasar por Chicago. Hasta el último momento nos atormentaba la zozobra porque no había billete para todos. Algunas lágrimas corrieron por las mejillas de Carolina rebelde ante el destino casi inevitable. Al Gilillo lo colocaron en clase business porque no había plaza en la clase turista que llevábamos todos. Finalmente pudimos volar directo Madrid- Nueva York, al aeropuerto JFK, que se encuentra en el barrio neoyorquino de Queens, situado en Long Island. Dispersos por el vientre de aquella gran ballena pasamos entre sueño, comidas y algún paseo el largo viaje en arco por el Atlántico. A nuestro lado una pareja de judíos con su uniforme identitario, sombrero, barba, bucles el caballero y perlas y diamantes la mujer. Ambos mayores pero sin una sola mancha en las blancas manos. Llegamos al aeropuerto hacia las 7 de la tarde hora americana. Una larguísima espera para pasar el control policial y con dificultades para José Antonio y MªAsunción, no sabemos si por el nombre compuesto o por el azar aleatorio que fijan cada número de visitantes o porque figura en su pasaporte un viaje a Túnez. Después de un rato y, mientras esperamos las maletas, salen Mariasunción y José Antonio del despacho donde no se les ha preguntado nada. Pero resulta que las maletas no habían llegado. Me habían dicho en la agencia de viajes que era conveniente mezclar, cuando se trata de una pareja, la ropa en las dos maletas por si una se extravía tener algo los dos en la otra. En varias ocasiones bromeamos con la posibilidad de la pérdida de las maletas porque nosotros precisamente, que les habíamos dicho lo de mezclarla, no lo habíamos hecho. Aunque para el resultado final fue prácticamente lo mismo porque no fueron una o tres las maletas que se extraviaron sino todas, las 8 maletas. De modo que llegamos a Nueva York sólo con lo puesto y alguna bufanda o gorro en el maletín de mano, donde ni siquiera se podían llevar los útiles de afeitar y colonias. Luis, que ha ido a esperarnos, llama a la empresa que debía trasladarnos desde el aeropuerto de Newark para notificarle el cambio de aeropuerto, a la vez que Julia reclama en la oficina la no aparición de las maletas. Ya llegamos al hotel Bentley en la calle 62 del Este con York Avenue hacia las 10 de la noche. Afortunadamente estas pequeñas adversidades no consiguieron quitarnos el buen humor y las encajábamos incluso con bromas y risas.
26 de diciembre
El primer día Inma y yo nos levantamos muy temprano y dando un paseo descubrimos un bar acogedor, con restaurante francés al lado, donde además había un chico, Marci, hijo de mejicano y valenciana que lógicamente hablaba español y nos facilitaba pedir el desayuno a nuestro gusto. Tomamos la costumbre de vernos así todos para desayunar, excepto Julia y Carolina que solían ir a tomar unos “nagels” en un lugar cercano. Regresamos al hotel de donde salimos todo el grupo. Nos abrigamos lo mejor que podemos, teniendo en cuenta que apenas llevamos nada en la bolsa de mano, y nos dirigimos andando hasta el sur de Central Park, junto a la 5ª avenida, y a unos metros del famoso hotel Plaza, edificio antiguo rodeado de otros más modernos y descomunales. Con un frío que pela, entramos a Sarabeth´s, una antigua y famosa cafetería, dulcería, cervecería donde desayunamos abundantemente a base de exquisiteces. Pasamos por el hotel Plaza, nos asomamos a sus hermosos salones llenos de arañas colgantes y seguimos por la 5ª Avenida, llena de escaparates deslumbrantes, tiendas carísimas, edificios inmensos que emparedan iglesias, la catedral de San Patricio, descomunal. Uno de los complejos de los Rockefeller, donde originariamente estuvo situada la CIA y la sucursal británica del MI16. Poco después la hermosísima biblioteca pública de la ciudad de Nueva York que ocupa toda una manzana y desde cuyo silencioso interior se ve a través de los ventanales el perfil de la ciudad erizado de altísimos edificios. El sosiego, el silencio, los amplios y sobrios salones invitan al descanso y la lectura. Parece sorprendente encontrar ese clima tan cálido rodeados de la vorágine vertiginosa de la ciudad y de un frío glaciar. La biblioteca se encuentra en la confluencia de la 5ª avenida con la calle 42, por donde nos dirigimos al vistoso Chrysler Building pasando por la estación de tren Grand Central Terminal, nave sorprendente por su grandiosidad y con un mercado completísimo con los mejores vinos, quesos, mariscos, panes y todo tipo de alimentos. Todo un lujo para la vista culinaria, saciada ya de tanta piedra. Se ha hecho la hora de comer y como hemos tomado un desayuno tardío y abundante, queremos limitarnos a una hamburguesa en un establecimiento de la 5ª avenida donde hay que guardar cola para entrar, Shake Shack, y ya dentro, estar a la caza de una mesa o barra para poder sentarte. No es muy agradable observar por encima del hombro cómo están al acecho esperando que acabes para ganar el trofeo de una mesa o una silla. Lo cierto es que las hamburguesas y acompañamiento estaban muy bien. Después de la comida regresamos al hotel en taxi. Llegamos ya de noche. El equipo de Loli hizo algunas compras de primera necesidad, sobre todo de aseo, como cepillos de dientes, maquinillas de afeitar y espuma, bragas, calzoncillos, calcetines…
27 de diciembre
Hasta las 12.30 nos dimos de tiempo para ir de compras por la zona de Lexington y la calle 59, donde se encuentran Diesel, Republica Banana, Gap y otras tiendas de ropa. Aunque el equipo de Loli ya había hecho acopio de artículos de primera necesidad, aún no habían llegado las maletas y había que reponer porque el frío no cesaba. Además algunos miembros del equipo necesitaron reponer medicinas, guardadas en las maletas, para la barriga, la artritis y otras pequeñas miserias que nos aquejan a los humanos. Para todo se encontró solución. Cuando regresamos al hotel fuimos caminando por la 1ª avenida hacia el edificio de las Naciones Unidas, bastante rodeado de policía y grandes bloques de cemento que suponemos colocan cuando hay asamblea plenaria y acuden jefes de Estado a las sesiones. Desde Naciones Unidas bajamos por la 1ª Avenida hasta la calle 42, que nos llevó a Grand Central Terminal en la intersección de la calle 42 con Park Avenue. Esta zona está rodeada de barrios elegantes, edificios modernos, oficinas y restaurantes de lujo, entre los que se encuentra Cipriani, frecuentado por Michael Bloomberg, el actual alcalde de la ciudad. Cogemos el metro hasta Brooklyn, donde Luis ha reservado en el restaurante Peter Luger, la mejor brassería de Nueva York, según atestiguan los premios acumulados desde hace más de treinta años, colgados en la pared. Allí comimos Angus a la brasa. Una variedad de vaca escocesa muy preciada. La comida fue excelente. La ternera buenísima pero no se quedaba a la zaga la hamburguesa que seguramente está hecha de la misma carne. La cerveza, el vino, las salsas, la mantequilla. Todo estaba de rechupete. Volvimos a coger el metro, en este caso aéreo y chirriante que, cruzando el puente de Williamsburg, nos llevó de nuevo a Manhattan. Paseamos por Union Square y bajamos hacia Washington Square tratando de cobijarnos del intenso frío y viento hasta cruzar a Broadway y subir al East Village, donde pasamos a ver una de las pastelerías más antiguas y famosas. Desde allí tomamos taxis para regresar al hotel.
28 de diciembre
A las 7 de la mañana, tapado hasta los ojos, con guantes, gorro, bragas, sudadera y chándal salgo a correr a orillas del East River que está a 100 metros escasos del hotel Bentley, donde nos alojamos. Mientras accedo por una pasarela a la orilla del río veo ya brillar, el sol está a punto de salir, charcos de agua hecha hielo. Al otro lado del río, Brooklyn, con una pequeña isla que se interpone, llena de viejas naves de metal y al fondo inmensas chimeneas de blanco y rojo echando humo al cielo. Es como una mezcla de lo más moderno, los edificios que hay en Manhattan, la Rockefeller University, el Presbiterian Hospital (donde internarán dos días después a Hillary Clinton) y esas muestras de la sociedad industrial del siglo XIX. Hago unas fotos al sol que sale al otro lado del río y comienzo a correr con el río inmenso, bravo y silencioso a un lado y la incesante y ruidosa autopista del este a otro lado. Naturaleza salvaje en ambos casos, una natural y otra civilizada. Unas gaviotas hacen piruetas por el aire y de vez en cuando planean sobre el agua. Otros corredores me adelantan o se cruzan en el camino. Alucinado entre coches, río, sol, gaviotas, humo y gente que corre o camina, llego hasta la altura de la calle 81. En el camino de regreso me encuentro a una chica que camina con un perro afgano con las patas traseras escayoladas y apoyadas sobre un artilugio con dos ruedas que le permiten desplazarse.
Este viernes había sugerido Luis, nuestro guía, ir a pasear por la punta de la isla. Tomamos el metro hasta Brooklyn Bridge y bajamos junto al Ayuntamiento, rodeado de edificios simbólicos de las instituciones americanas, como la corte suprema de Nueva York, el Tribunal Supremo Federal, último recurso de los derechos de los ciudadanos. A pesar del frío nos dirigimos hacia el famoso puente de Brooklyn para caminar un trecho aunque no lo recorriéramos entero por el viento. De finales del siglo XIX, la exhibición de cuerdas de acero es impresionante. Desde allí se ve Manhattan a un lado y Brooklyn al otro. Muy cerca de allí la zona cero, aún acordonada y tapada con telas opacas. Sólo se ve emerger el nuevo edificio que va a reemplazar a las torres gemelas y que desde abajo no parece superar mucho la altura de los edificios que lo rodean, aunque la verdad es que, visto desde lejos, casi dobla la altura de lo que hay a su alrededor. Por allí la gente se para, se agolpa, tratando de pensar lo que ocurriría allí el 11 de septiembre de 2001. Porque toda la zona es como un bosque lleno de edificios, en muchos casos oficiales. Y justamente golpearon en el centro del poder económico americano. El frío, me había protegido menos este día, me atenazaba y me compré calcetines y jersey. Al otro lado del edificio ya el río Hudson, aún más impresionante que el East river, y al otro lado del Hudson, Nueva Jersey, con su silueta de modernos y esbeltos edificios, más allá la estatua de la Libertad. No hacía falta acercarnos más a ella, bastaba con verla a lo lejos, más cerca del mar abierto. Abajo, en el río, unas lanchas de la policía con una ametralladora plantada en la proa, para que no haya confusión. En la cabeza y las conversaciones se iba desgranando el vaivén de las ideas sobre el país, durante tanto tiempo considerado imperialista y violador de los derechos humanos en el mundo y en su misma tierra y por otra parte defensor de las libertades, con una constitución, surgida de su lucha contra la metrópoli inglesa, que fue admirada por el propio Ho Chi Min. Fuimos bordeando la isla por Battery Park, lleno de empalizadas de troncos que emergen del agua y sirven de protección y embarcadero. Nos acercamos a Wall Street (la calle del muro, porque sirvió como defensa en la lucha primero entre indios y holandeses y luego entre holandeses e ingleses). Edificios que enloquecen a las aves de verse reflejadas en el cristal. De camino a Wall Street encontramos la estatua del toro gigante, símbolo de la fuerza del dinero. Aquí jura el cargo Washington como presidente en 1791. Vamos caminando hacia el Pier (muelle) 17, antiguo mercado, con sabor a viejo. Caminamos sobre suelo de madera, vemos el embarcadero y subimos al edificio que parece volado sobre el río, en este caso el East river. Desde la 3ª planta, espaciosa y luminosa, la vista es espectacular. Hacia un lado Manhattan, por otro lado el puente de Brooklyn y por otro lado el barrio de Brooklyn. Nos sentimos borrachos de paisaje. Sentados en una mesa rústica, junto a los cristales que nos permiten ver todo el panorama, comenzamos a traer cervezas, agua, coca-cola, pizzas, fish and chips, ensaladillas (qué pena que no quedaran ostras ni mejillones). Reconciliados con el mundo, aún hubo tiempo de algunas compras y luego continuamos a pie por el West Willage, Chinatown, Little Italy, Soho. Parece mentira cómo van cambiando los barrios, tan próximos y tan distintos. Las formas, los colores, los anuncios, los bares y restaurantes, la gente. En Little Italy parecía que en cualquier momento podíamos ver una procesión con santo por la calle y a Corleone joven saltando de tejado en tejado para dejar la pistola en el tubo de una chimenea. Ese humo que sale de las alcantarillas y de tubos por la calle en las películas es tan real como la vida misma. Como si los gases de miles de tuberías y conducciones necesitaran escaparse por las rendijas para que el subsuelo de la ciudad no estalle. Paramos a ver una de las pastelerías más antiguas y famosas de Little Italy y probamos unos pasteles. Hacia las 6.30 Luis se marchó a esperar a Caterina al aeropuerto y nosotros, ya cansados, nos fuimos poco después al hotel.
29 de diciembre
Como Luis se había marchado con Caterina a su casa en Harlem, habíamos quedado a las 10 en la confluencia de la calle 68 con Lexington Avenue. Mientras llegan vemos echar unas bolitas azules por las aceras, especialmente en la salida del metro, en previsión de la nieve. Hace, como todos los días, frío. Unos se cobijan bajo una salida del metro, otros pasean, yo me acerco a ver un gran edificio rojo próximo, el 7º regimiento militar; casi enfrente la iglesia de San Vicente Ferrer. Hacia las 10.10 llegan Luis y Caterina, una siciliana delgada, de sonrisa abierta que deja ver sus dientes bien alineados. No nos la imaginábamos. Nos encaminamos hacia Central Park y fuimos recorriendo sus senderos, rodeados de ardillas y árboles centenarios por los que ellas correteaban como por su casa. Los nombres de los árboles puestos en latín e inglés en pequeñas placas colgadas. Llegamos a la primera laguna, pequeña y toda ella con placas de hielo. Seguimos el paseo, comentando cuánto silencio y paz son posibles en el corazón de la gran ciudad. El ramaje de los árboles, a pesar de estar desnudos de hojas por el otoño, apenas dejan ver el cinturón lejano de los edificios que rodean el inmenso parque (de 6 kilómetros de norte a sur y 8oo metros de este a oeste). Por cualquier senda aparecen y desaparecen corredores a cualquier hora. Central Park es el pulmón de NY. Junto a otro estanque la escultura de Alicia en el País de las Maravillas, donde muchos visitantes se hacen fotos. Finalmente llegamos al gran lago (430.000 mts2), viento frío y oleaje. Los patos impertérritos sobre el agua. Lo bordeamos un poco para salir por la 8ª avenida o Central Park West cuando empezaban a caer los primeros copos de nieve. Seguimos hacia abajo hasta llegar al museo de Historia Natural. Apenas nos asomamos a ver los ejemplares de dinosaurio y tiranosaurio que hay en la entrada porque el gentío abarrotaba la entrada. Cuando salimos del hall del museo, la estatua de Roosevelt a caballo, escoltado por un negro y un indio está cubriéndose de nieve.
Seguimos calle abajo, disfrutando de la nieve, hasta llegar al Dakota Building, en cuya acera cayó muerto John Lennon. Los grandes copos de nieve se hacen más intensos. Nos acercamos hacia Broadway por donde bajamos hasta la calle 63 frente al Lincoln Center. Nos cobijamos en un gran bar, muy acogedor, en la barra, que casi llenamos y donde un camarero muy simpático nos atiende y tomamos cañas y alguna tapa, como aceitunas o patatas de bolsa. No se puede pedir más tan lejos de nuestra tierra. Seguimos caminando, ya reconfortados y cuando arrecia la nieve decidimos tomar unos taxis para ir a comer a Ravagh, un restaurante iraní que Luis ha reservado en la calle 30, unas 40 calles más abajo. Nos dejamos asesorar por el anfitrión y todo está exquisito, algunas viandas muy especiadas y algo picantes, pero esa especie de leche o yogourt líquido elimina el efecto del picante. Las salsas riquísimas, también la ternera y el cordero. Algunos tomamos un café turco, terroso. Después de la copiosa y exótica comida bajamos por Broadway hacia Madison Square Park y nos encontramos de frente con el primer rascacielos de Nueva York, el Flatiron (la plancha), así llamado por su original forma triangular. Construido en 1902 fue una proeza arquitectónica con una estructura de acero revestida de caliza y terracota, ornadas con motivos del Renacimiento italiano. Hasta 1909 fue el edificio más alto del mundo. A pesar de estar rodeado de gigantes sigue destacando por su originalidad y belleza. Como solo habíamos tomado café turco JM y yo, subimos a un rooftop (o terraza en el tejado) en el nº 350 de Broadway, desde donde, a pesar de la niebla, había una impresionante vista del Empire State. Subimos por la 5ª avenida hasta pasar por debajo del monstruo (el Empire State) y dirigirnos a Macy´s, un almacén de 100.000 mts2 donde es imposible no perderse. Allí se sació algo el ansia de compras, únicamente acabada por el cansancio. Luis se adelantó con M.A. y JA. Para intentar sacar una entrada para un musical. Allí nos encontramos con ellos sin resultado porque los precios eran prohibitivos (180 dólares la entrada). Nos vemos en el Marriot, uno de los edificios de Times Square, que está preparándose para la noche vieja. El gentío es incontable, las luces, la algarabía, el montaje de cámaras y focos, la aglomeración de gente en torno a la cantante Rihanna, que no se ve pero se siente. Subimos a la plataforma giratoria del Marriot en la planta 48. Parece que hay mesas libres pero es una ilusión óptica porque los camareros van dando asiento a una gran cola. La plataforma se mueve a una velocidad inapreciable pero da la vuelta de 360 grados, de modo que se ve todo lo que hay al alcance desde esa altura en NY. Cansados y cargados de bolsas de compra regresamos al hotel ya casi a las 9 de la noche. Mis primos e Inma y yo salimos a tomar un bocado y entramos al restaurant francés. Unas sopas de verduras y una tabla de quesos con cerveza y vino. Otras noches hemos comprado algo en el supermercado más próximo para tomarlo en la habitación del hotel.
30 de diciembre
Tras el desayuno tomamos el metro en la calle 59 y nos vemos con Luis y Caterina a las 9.15 en la confluencia de Lexington y la calle 125, pleno Harlem. Como es el norte de Manhattan, la nieve está congelada y hay que cuidar los resbalones. No hace falta ver escrito el nombre del barrio en las paredes, no hace falta leer el nombre de la avenida, Martin Luther King, basta con mirar a la gente que pasa por la calle, su color, sus andares, sus ropajes, para saber que estamos en el famoso y en otras épocas peligroso barrio negro de Harlem. Vamos a visitar el famoso Apollo Theater, reservado al público blanco (Whites only escrito a la entrada) al inaugurarse en 1913. El Apollo se convierte a partir de 1934 en la primera sala de jazz abierta a los negros. Allí se dan a conocer Bessie Smith, Billie Holliday, Ella Fitzgerald, elevando el rango del local a templo del jazz neoyorkino. También cantaron y tocaron ahí Miles Davis y Michael Jackson. En la acera de la entrada al local está escrito en losetas metálicas el nombre de todos estos personajes. Los visitantes, llegados en autobuses, a pie o en metro, como nosotros, se agolpan haciéndose fotos delante del Apollo. La nieve, más abundante que al sur de Manhattan está helada y tenemos que llevar cuidado con los resbalones. Vamos caminando por las espaciosas calles de edificios bajos, esto es otra imagen de Nueva York, y llegamos a otro lugar emblemático del jazz, el Lenox Loung, por donde también pasaban los músicos citados. Como se acercaban las 11, hora de comienzo de las ceremonias de Gospel, buscamos una iglesia para escucharlo. Pasamos por delante de una con una larga cola para entrar y buscamos otra donde apenas había nadie: unos pocos autóctonos y varios grupos de turistas entre los que predominaban los españoles. Al fondo de la nave, bastante deteriorada, junto al altar, una sacerdotisa en calcetines y con unos dedos larguísimos habla con la naturalidad de un amigo por la calle dirigiéndose a unos y otros y preguntando por la procedencia del personal. Todos apagamos los móviles y para nuestra sorpresa ella saca un Ipod y comienza a utilizarlo. Una canción apenas balbuceada y se acaba la ceremonia con besos y abrazos y despedida. Nos marchamos un poco decepcionados porque no íbamos a escuchar góspel, pero yendo por la calle hacia la universidad de Columbia, donde trabaja Luis, escuchamos una música que salía de un local y MªAsunción se asomó al cristal y le abrieron. Nos invitaron a entrar y sentarnos. Era como un pequeño almacén con 8 ó 10 personas. Había hacia el centro de la nave dos mujeres con micrófonos cantando y a la izquierda otra mujer tocando el piano y un chico en la batería. Al fondo, sentados en tres sillones junto a la pared había un señor maduro con traje negro, otro con traje blanco al otro lado y en medio una mujer mayor. En la parte de la entrada había un señor mayor sentado en un banco y en el pasillo, junto a los servicios para hombres y mujeres, una mujer de unos cincuenta años, más bien gruesa. Todos eran negros. Iban cantando sucesivamente unos y otros, y a veces hablaban declarándose pecadores y dichosos de haber encontrado la salvación en Cristo, sin el cual no son nada. Ese ritual, repetido una y otra vez con música, palmas y movimientos rítmicos de los que nosotros nos contagiábamos. A veces parecían en trance. Estuvimos allí algo más de media hora, extasiados y sorprendidos. Cuando nos marchamos, ellos seguían con sus cánticos, nos daban parabienes, saludos y, deseándonos feliz año nos mostraban su esperanza de que volviéramos por allí. Era como un almacén convertido en iglesia metodista. Sin salir de nuestro asombro y después del inesperado número, paramos en un bar a tomar un refresco a pesar de que la mañana estaba bastante fresca. Nos vamos adentrando en el campus de la universidad de Columbia pero antes pasamos por la iglesia neogótica protestante que está levantada sobre una loma que da al río Hudson. El espacio entre la iglesia y el río está a varios grados bajo cero, con una nevada de varios centímetros donde se nos hunden los pies y una ventisca que azota la cara y apenas nos permite ver. Ateridos de frío nos cobijamos en la iglesia y durante unos minutos tratamos de entrar en calor. Es una imitación del gótico europeo con vidrieras e imágenes de todas las religiones, incluido el Islám, aunque a los islamistas no les hace mucha gracia eso de estar reflejados en una imagen, como todos sabemos por la ridícula historia de las caricaturas de Mahoma. Seguimos protegidos por los edificios adentrándonos en la universidad y vamos viendo algunos de sus edificios, la biblioteca, la facultad de derecho donde Obama hizo su máster y nos acercamos a la catedral católica de San Juan el divino, de medidas descomunales por su altura y por su longitud. La nave central tiene 183 mts. y es la más grande iglesia gótica del mundo. Se hace la hora de comer y Luis quiere llevarnos a una hamburguesería donde solía comer Obama en su época de estudiante, pero hay tal cola que desistimos y vamos a otro local cercano, acogedor y más amplio, el Mel´s burger. Allí pedimos hamburguesas, tacos de pescado… Hasta ahora no hemos comido nunca mal. Caterina se empeña en invitarnos a un café y cruzamos para tomarlo con unos pastelitos. Regresamos hacia el centro, Luis y Caterina al hotel y el resto de compras porque ya van quedando pocas horas. Llegamos al hotel y poco después Luis y Caterina, algo constipados, se marchan a su casa en la calle 110 sobre Central Park.
31 de diciembre
Es el último día. No quiero despedirme de Nueva York sin una última carrera y salgo junto al East River variando un poco el recorrido. Las nubes no dejan salir al sol y el agua sigue su curso. Desayunamos y nos dirigimos hacia Lexington con la 59 donde habíamos quedado con Luis y Caterina si se encontraban bien. Aparecen poco después y nos dedicamos a las últimas compras. Echamos los últimos vistazos al Chrysler y sus colegas y volvemos al hotel para bajar las maletas ya hechas. Mientras esperamos en el hall probamos unos montaditos de sushi que Luis ha comprado para Julia, aunque parece que le gustan más a Carolina. Poco después llega el transfer que nos arrebata de Manhattan. Nos despedimos de Luis y Caterina (que nos ha parecido a todos espontánea, simpática y cariñosa) y vamos hacia el aeropuerto JFK. Atravesamos el Queensboro Bridge, junto a nuestro hotel, por encima de Roosevelt Island hasta llegar a Long Island y de allí al aeropuerto. Ahora desde la distancia sí que se aprecia la altura del nuevo edificio que están levantando para ocupar el espacio de las torres gemelas. Parece, desde lejos, que dobla la altura de los que lo rodean. Después de una larga espera y algunas dificultades, superadas como siempre (ahora la tarjeta de embarque de Inma), acabamos el sushi con fraternal disputa entre Julia, para quien Luis lo había comprado y Carolina a la que le gusta tanto como a su hermana y como a más de uno (todo hay que decirlo). Por cierto ambas hermanas son las autoras de un reportaje gráfico que, sin duda, nos quitará el hipo por los anticipos que ya vimos. Y ya sabéis, una imagen vale más que 1000 palabras. Sin duda será un imprescindible complemento para dar cuerpo a estas palabras que tratan de reproducir nuestro sorprendente viaje a Nueva York. A las 6 de la tarde nos metemos nuevamente en el vientre de la ballena que va a hacernos la travesía del atlántico. Vuelo impecable. Llegamos a Madrid a las 7.15 de la mañana. Desayunamos y a las 11.45 tomamos vuelo hacia Alicante donde llegamos a las 12.30. La familia se dispersa, cada mochuelo a su olivo, con el cansancio y la satisfacción de un viaje lleno de experiencias reflejadas en la cara.
San Juan, 3 de enero de 2013
José Luis Simón Cámara.