La playa

Fuente inagotable de estampas, sorprende cada mañana con algún nuevo personaje, aparte de los ya consabidos, vistos y encontrados a la misma hora, por los mismos lugares, las mismas ropas, los mismos gestos.

Aquel que viene moviendo sistemáticamente un brazo en forma de aspa de molino de viento, tatuajes en un brazo y en la pierna diagonal. La mirada fija en un punto lejano, ligeramente dirigida a mi paso, como reconociendo a alguien que se cruza con él a diario. Luego cambia el brazo aspado y sin tatuaje por el otro, el correspondiente también en diagonal a la otra pierna. Respira rítmicamente haciendo vibrar las aletas de las fosas nasales.

Otro, ya blanco de raza de por sí, se embadurna tanto de crema aún más blanca que ya no es, como decían los indios, rostro pálido, es blanco de España, como esas camisas de la propaganda recién salidas de la lavadora, resplandecientes, difíciles de mirar. Eso es cuidar la piel, se puede pensar, pero después de embadurnarse de arriba abajo lo veo sacar un cigarrillo y meterle fuego hinchando los pulmones. Pienso entonces que tan cuidadoso de su piel y tan descuidado con sus pulmones. Inevitablemente me viene a la mente aquello del Cristo, “sepulcros blanqueados”. Asociación de ideas, porque allá adentro, sobre el agua alguien camina, como él en el lago Tiberíades, pero sobre una tabla o plancha. ¡Quién sabe si a él no le habría hecho san José, su padre putativo y carpintero, una tabla sobre la que caminar en el mar y dejar sorprendidos a sus ignorantes y crédulos discípulos!

Sentada en un sillón, una dama entrada en carnes, morenaza, cubierta de sombrero, enormes gafas de sol y un pañuelo volátil movido por la brisa debajo del sombrero. Ojea desganadamente una revista y mira distraídamente a los paseantes que pasan, pasarela de arena, sin tacones, descalzos, pies de todos los tamaños, casi siempre cinco dedos.

A mi derecha, mirando el sol, de pie, bien apoyados los pies en la arena, las piernas formando un ángulo agudo pero silencioso, y los brazos a la altura de la cabeza, sujetándola con las manos y forzándola a derecha e izquierda, adelante y atrás, en movimientos sucesivos, rítmicos. Casi escucho el ¡crac! de las vértebras cervicales.

Me adelanta una pareja corriendo, ambos descalzos, ella las zapatillas en la mano, él, atadas entre sí y colgadas en el hombro, bordeando la línea cambiante del agua que a veces salpica a los paseantes y a los tumbados.

Sobre las toallas de variados colores, algunos cuerpos adormilados, salen de su somnolencia cuando les salpican las gotas del agua y, con mal gesto, miran a los que se alejan caminando.

Un buscador de tesoros, apurando con prisa las últimas oportunidades de la mañana, ya ha salido el sol hace un rato, y los bañistas se cruzan en su tarea, acelera el ritmo.

También comienzan a guardar sus aperos los escasos pescadores, levantando las cañas y sedales.

Únicamente las gaviotas y alguna garza, siguen a lo suyo, ajenas a todo este ajetreo.

San Juan, 11 de sept. de 22.
José Luis Simón Cámara.

Quimera nocturna

Saliendo de la ciudad, dejadas atrás las últimas señales de tráfico semitapadas por arbustos descuidados, ya próximo a esa tierra de nadie donde buscaba la serenidad del campo, tropecé con un gran anuncio, como tantos, mal escrito “Se bienvenido…” ya no miré el resto. ¡Ese “Sé” imperativo sin acento! Antes de que mi espíritu, ya alejado del bullicio ciudadano, encontrara la paz deseada entre escombros, maleza, perros destripados y gatos y ratas hurgando en sus vísceras, apenas pude esquivar una comitiva saltando por los montones de chatarra, unos huyendo y otros persiguiéndolos a golpes de bates de beisbol y tiros de pistola. Las balas rebotaban en los botes de conserva como si de una película del Oeste donde prueban su puntería los pistoleros se tratara. Apenas me dio tiempo de cobijarme tras un montón de tierra culminado por un barril del que salía, agujereado por los disparos, una sustancia líquida gelatinosa. Agazapado junto al barril y tratando de esquivar el pegajoso fluido y las balas sin dejarme ver por perseguidos y perseguidores me tapé los ojos con el antebrazo en un intento de pasar desapercibido, como los niños cuando se tapan los ojos ante el peligro.
Pasado el estruendo salí de mi improvisado escondite y cuando levanté la vista buscando espacios, si bien sucios y descuidados, al menos libres del fragor de la batalla, vi aparecer un grupo de gentes, silenciosas, sí, pero que luchaban por parejas como haciéndose incisiones e introduciendo por ellas algún agente patógeno, algún no sé si virus o bacteria cuyo efecto se hacía notar casi de inmediato porque sus receptores abandonaban la actitud agresiva y entraban en una especie de ausencia, desorientados, de un lado para otro, como sin objetivo alguno. Por aquel grupo que no paraba de moverse sigilosamente no me sentí amenazado. Iba observándolo con la incredulidad propia de un ciudadano que se cree amenazado por los peligros propios de sociedades más salvajes y primitivas pero no por la suya, moderna y civilizada. Había vuelto a pensar otra vez en lo mucho que los errores gramaticales de anuncios, de locutores, presentadores y tertulianos influyen en el bajo nivel cultural de la población, a propósito del anuncio visto a las afueras de la ciudad cuando, esto era ya demasiado, comencé a pensar si también a mí aquellos cautelosos que corrían por parejas me habrían hecho alguna incisión e introducido algún alucinógeno de efectos desconocidos porque una imprevista turba armada con catanas y envueltas en un estruendo atronador se me echaba encima dándose mandobles que iban sembrando de brazos, piernas y cabezas sanguinolentas el suelo por donde pasaban.
Agazapado en la orilla del camino y observando atónito el espectáculo, pasé desapercibido a aquella turba que avanzaba descuartizándose, en el sentido literal de la palabra. Cuando los perdí de vista, abriéndome paso entre los sangrientos miembros desparramados por el suelo y aún contorsionándose con movimientos nerviosos, decidí volver a la inquietante ciudad y abandonar las idílicas afueras que había imaginado y en las que soñaba encontrar la inalcanzable paz.

San Juan, 24 de oct. de 22.

José Luis Simón Cámara.

Javier Marías

No lo conocía personalmente, como tampoco a Almudena Grandes. Aunque a veces están más cerca de ti personas que jamás has visto ni saludado, personas con las que ni te has cruzado por la calle. Más cerca, digo, que otras a las que ves y saludas todos los días, con las que tomas un café o una caña, incluso personas que han trabajado a tu lado durante años o viven junto a tu casa. Me ha pasado eso con estos dos madrileños cuyo conocimiento se limita o se extiende, no sé qué significado es el más adecuado, a la lectura de algunas de sus novelas o escritos, tampoco todos todavía. Y es que pasar horas y horas leyendo embebido historias que les han llevado a ellos, no horas sino meses y hasta años no es como pasar junto a alguien por una alameda. En una novela, por mucha ficción que se haya desplegado en ella, es tal la cantidad e intensidad de elementos, de características, de sensaciones, de reflexiones de la personalidad del autor, que inevitablemente acaba por convertirse si no en un amigo, porque la relación personal, la intercomunicación no es mutua, sí en un compañero de viaje o de reposo.
Hoy, cuando un amigo me ha dado la noticia, tan habituado a la periodicidad de sus artículos, he buscado, incrédulo, en los diarios digitales que me han confirmado la inesperada noticia. Atribuía su ausencia en los periódicos semanales al período vacacional. Hoy me he enterado de que ya estaba meses aquejado de coronavirus y una neumonía bilateral ha acabado con él. Con las historias que hubiera podido contarnos aún. Pero sobre todo con la vida que aún podía quedarle por delante. Supongo que le ha sorprendido la muerte como podría sorprenderme a mí si me llegara, como sorprendió sin duda a mis amigos, a todos mis amigos muertos, porque ninguno pensó que le hubiera llegado la hora, estoy seguro, ni siquiera aquellos a los que todos los indicios les hubieran llevado a pensar en, al menos, esa posibilidad.
La lectura de un autor interesante, te identifiques o no con su forma de pensar, es un acto tan placentero que con frecuencia se reserva para saborearlo en la intimidad del salón o del despacho o junto a un riachuelo, libre de injerencias ajenas, buscando la tranquilidad para transportarse a otros ambientes, a otras realidades, a otros mundos.
Es, sin duda alguna, como vivir otras vidas, otras experiencias, en muchos casos inimaginables, gracias a la portentosa o ingeniosa imaginación del autor. Que alguien tenga el poder de trasladarte, desde la tranquilidad de tu casa, a otros mundos llenos de intriga, de emoción, de sobresalto, es algo que no tiene precio.
Una suerte, después de todo, no haber leído aún toda la obra de estos autores. Siempre es un pequeño consuelo egoísta tener la posibilidad de seguir disfrutando de la potencia creativa, de la riqueza lingüística del autor que hace apenas unas horas que nos ha dejado. ¡Quién sabe cuántas historias hubiera podido contarnos todavía ya dormidas en su cerebro para siempre! Tan distintos, tan distantes, ambos nacidos en la misma Villa, en la misma Comunidad marcada con el sino, esperamos que pasajero, de ser gobernada por quien prefiere ignorar a dos de sus conciudadanos ilustres y poner la bandera a media asta por una señora lejana y demasiado llorada ya allá en la pérfida Albión. ¿Qué ha hecho, en el mejor de los casos, esa señora por Madrid, por España, frente a la contribución de Almudena Grandes y Javier Marías en el mundo de la cultura, del entretenimiento, del análisis, del civismo, de la convivencia?

San Juan, 19 de sept. de 22
José Luis Simón Cámara.

Haciendo amigos

Vaya por delante mi respeto, no admiración, por las fiestas llamadas populares. Digo llamadas porque populares implicaría la participación o aceptación, si no de todo el pueblo, sí al menos de la mayoría del pueblo. Y vengo observando que en la mayoría de los casos si no en todos, es sólo una parte más bien pequeña, en absoluto representativa de la mayoría, la que celebra, disfruta o participa en esos festejos “populares”. No tengo nada contra ellos en principio, si esos festejos tampoco tuvieran nada contra gran parte del pueblo que ni celebra ni participa ni disfruta de los mismos. Al contrario, los sufre. Uno de los derechos de los ciudadanos es el derecho al descanso y el derecho a la libre circulación. Ambos, si no más, son pisoteados por estas llamadas fiestas populares en honor, nada menos, que del Cristo de la Paz.
Tal como están ahora organizadas las fiestas suponen la instalación de muchas barracas que inutilizan las calles correspondientes impidiendo la circulación peatonal y de vehículos y a veces también de garajes de los que no se puede sacar vehículo ni meterlos. No es éste el mal mayor. Lo más grave a mi juicio es que la aglomeración humana en las barracas y su entorno, los petardos y, sobre todo, la música a volúmenes endiablados a lo largo de la noche y hasta la madrugada impide que miles de familias, incluidos bebés, niños, ancianos, enfermos y adultos en general no puedan disfrutar del merecido descanso. Y eso un día tras otro. ¿No tienen derecho acaso los jóvenes y adultos a divertirse, bailar, cantar, vociferar, escuchar música en pandilla?
Claro que lo tienen. ¿No tienen acaso derecho niños, ancianos, adultos, a descansar en su casa sin ruidos, estridencias y músicas a todo volumen? Claro que lo tienen. Si unos tienen derecho a la diversión, que cada cual entiende como quiere, y otros tienen derecho al descanso, a la paz, sobre todo en estas fiestas del Cristo de la Paz, que cada cual entiende como quiere, ¿dónde está el problema? Está claro que todo es un problema de espacio o de tiempo. Es un problema filosófico que nos lleva a las “categorías a priori de la sensibilidad” del espacio y el tiempo de Kant. En el mismo lugar no puede haber a la vez ruido y silencio. Y puesto que a nivel temporal es un problema insoluble ya que son coincidentes las horas de diversión y descanso, la solución quizá esté en la cuestión espacial. Es decir, habría que encontrar un espacio distinto para cada actividad, sea descanso o diversión. La primera alternativa sería que los miles de vecinos que viven en las calles o proximidades de las barracas abandonaran sus hogares para que los festeros pudieran libremente ejercer su derecho a la diversión. Esto obligaría a los poderes públicos, es decir, al Ayuntamiento, a costear el hospedaje durante una semana en hoteles de las proximidades para garantizarles su derecho al descanso. A los responsables municipales corresponde decir si el erario público puede asumir dicho dispendio. La otra alternativa sería que el entramado y montaje de las barracas, que es móvil por constitución, no como los hogares, se desplazara a lugares del municipio donde la fiesta pudiera prolongarse noche y día, hacerse, ¿por qué no? Ininterrumpida. De manera que ambos grupos, festeros y no festeros, pudieran divertirse o dormir a pierna suelta sin límite, sin restricciones. En algunas localidades se ha intentado. Y, a veces, se ha conseguido, como por ejemplo en la feria de Sevilla donde la diversión está fuera de la ciudad. Hubo un intento, no sé si fallido, en Torrevieja, donde el AYUNTAMIENTO nombró una calle dedicada a esos festejos Calle de la Alegría. Esperando contribuir a la solución del conflicto de intereses se despide quien también fue joven y donde hubo siempre queda.

San Juan, 11 de sept. de 22. José Luis Simón Cámara.

En defensa de Salman

Siempre me han gustado las películas del Oeste y repugnado aquella frase, atribuida a Custer o a Sheridan, héroes de la Unión en la guerra de Secesión, y víctima y azote de los indios en las sucias guerras de las grandes llanuras donde aplicaron su táctica de tierra quemada. “El único indio bueno es el indio muerto”. Casi me avergüenzo de tomarla prestada, no para referirme a los indios, dios me libre, sino a los dioses. “El único dios bueno es el dios muerto”.

Nunca fueron intolerantes los griegos ni los romanos con las críticas a sus dioses, a sus muchos dioses. Quizá fuera por eso. Algunos pueblos antiguos crearon a sus dioses a imagen y semejanza de los hombres, con sus virtudes y sus vicios, con sus pasiones, con sus inquietudes y deseos. Esos dioses podían ser objeto de burla como lo eran los hombres en sus historias, en sus comedias, recordad a Aristófanes. Fue con la aparición de las religiones monoteístas, judía, cristiana e islámica, en las que los dioses crearon a los hombres a su imagen y semejanza, con las que comenzó la intolerancia. No sólo no se podía criticar, a veces ni siquiera representar a sus dioses y ¡ay! del que osara burlarse de ellos o simplemente criticarlos o no aceptar sus leyes. Mirad si no a Cristo crucificado por los fariseos, a Galileo, a Miguel Servet, las luchas entre chiítas y suníes.

¿Merecen algún respeto aquellas religiones cuyos dioses incitan al odio del que no comulga con sus ideas hasta el punto de llamarlo infiel y declararle la guerra?

¿Merecen respeto aquellas religiones que no sólo se enfrentan y luchan a muerte contra los creyentes de otros dioses sino que llevan hasta la muerte luchas cainitas contra sus propios hermanos de religión?

¿Merecen respeto las ideas, las creencias, las normas de aquellas religiones que bendicen y besan las manos asesinas que degüellan a inocentes por el sólo hecho de no compartir esas ideas?

¿Merecen respeto esas ideas, esos dioses que llevaban a la hoguera tras un juicio de la Inquisición?

¿Merece respeto el fanático ayatolá Jomeini cuando promulga una fatua incitando al buen musulmán a acabar con la vida del autor indio por burlarse, a su juicio, de Mahoma en sus “Versos satánicos”?

¿Cuál era la burla, una ironía sobre el harén de Mahoma, una crítica a la curiosa forma de legalización de la prostitución a la que en última instancia se reduce la fórmula del harén, otra forma más de cosificación de la mujer?

¿Merece algún respeto la acción del joven que ha intentado segar la vida de Salman Rushdi cuando se disponía a hablar de la libertad de pensamiento?

¿Merece algún respeto esa religión que somete a la mujer al ostracismo, a la desaparición de la vida pública, a negarle el derecho a la educación, a la libertad individual de pensamiento, reunión y manifestación por el solo hecho de ser mujer?

¿Merecen respeto aquellas declaraciones del “venerable” papa Francisco cuando en un intento de comprender si no justificar a los asesinos de Charlie Hebdo dijo que él no sabría cómo reaccionar si insultaban a su madre?

¿Merecen algún respeto religiones que condenan y persiguen la relación homosexual?

Ya decía Marx que la religión era el opio del pueblo. En eso Marx, a mi juicio, tenía y sigue teniendo razón.

La religión es como un veneno que, según la dosis, puede ser más o menos corrosivo, pero en mayor o menor medida corroe las sociedades donde se instala y cuanto más las impregna más intolerantes e invivibles las hace.

Miremos si no aquellas en las que se encarama a las altas magistraturas del poder, sea durante el nacional-catolicismo aquí en su época, sea en las sociedades donde los ayatolás gobiernan o sea en los salones del Kremlin bendecidos por el patriarca ortodoxo ruso Cirilo I de Moscú, disfrazado con todos sus oropeles.

Siempre merecerán respeto las personas. Sean o no creyentes. Practiquen o abominen de las religiones, cualesquiera que sean. Pero nadie puede arrogarse el derecho a impedir que la libertad de crítica a las ideas, a las leyes, a las normas, a las instituciones, a las creencias y a los dioses, sea ejercido sin restricciones.

¡Viva Salman muchos años aunque no me guste lo que escribe, pero por tener el coraje de escribirlo y arriesgar el pellejo en estos tiempos en que parece más seguro cerrar la boca que poder expresarse libremente!

San Juan, 13 de agosto de 2022.
José Luis Simón Cámara.