Ensayo sobre la sordera

Ocurrió en un pueblo de la sierra, llamado Fuenteorduña, de no más de dos mil habitantes. Y sucedió de repente. Una buena mañana el tío Anselmo percibió que perdía su capacidad auditiva de forma intermitente. Su mujer le había dicho “Anselmo, hace un frío que congela hasta el aliento; podrías entrar más leña”, pero él sólo había podido oír “Anselmo, hace un frío …………… podrías entrar más leña”.

Preocupado, decidió acercarse al consultorio para que le viera el Doctor, le diagnosticara y le prescribiera alguna solución. Cuando llegó, la sala de espera estaba a rebosar. Muchas más personas de lo que era habitual la llenaban y otras esperaban fuera. Por lo que pudo entender de los comentarios entrecortados que le llegaban, todos acudían por la misma razón: una repentina sordera intermitente.

Ante el temor a un extraño contagio y la falta de conocimientos sobre esta repentina epidemia, el Doctor solicitó a la capital la ayuda de la Consejería de Sanidad que, rápidamente, envió a la población un laboratorio móvil y un equipo de especialistas en distintas ramas de la medicina.

Transcurridos unos días aún no sabían nada sobre el origen de la pérdida parcial de oído ni, por supuesto, de los posibles remedios, pero tenían algunas evidencias sobre el caso:

– lo padecían absolutamente todos los habitantes de Fuenteorduña.

– también lo sufría todo el que visitara el municipio, aunque sólo fuera por unas horas

– el problema se agudizaba ante determinados programas de radio o de televisión, como tertulias, debates, entrevistas a personajes públicos, o los llamados “del corazón”. Sin embargo se suavizaba, aunque sin desaparecer, durante los noticiarios.

– y lo más curioso, cuando se salía del término municipal se recuperaba la audición normal y completa.

Pronto, para poder entenderse, la mayoría empezó a llevar un cuaderno en el que escribían lo que decían para asegurarse de que al interlocutor le llegaban los comentarios completos. Fue así como Don Julián, que siempre había sido muy agudo, descubrió que la sordera era selectiva; aparecía cuando se iba a escuchar algo que no era veraz y desaparecía cuando lo que se oía era cierto.

Así, hasta los “buenos días” o las “buenas tardes” habían dejado de oírse cuando el tiempo estaba desapacible.

El descubrimiento alteró muchos de los aspectos cotidianos del pueblo. Así, por ejemplo, en las misas se suprimió la lectura del Evangelio y los vendedores del mercado dejaron de gritar las excelencias de sus productos. En El Mercantil se suprimieron las partidas de mus y otros juegos de envite. Sin embargo al sargento Tomillo le vino muy bien el fenómeno para sus investigaciones. Los interrogatorios a testigos y sospechosos se convirtieron en un trámite sencillo y efectivo.

No obstante, el cambio más relevante llegó con la campaña electoral. Por primera vez coincidía en la misma fecha la convocatoria de elecciones municipales, autonómicas y generales.

A diferencia de campañas anteriores, esta vez los candidatos brillaron por su ausencia en Fuenteorduña. Los coches con megafonía pasaron a ser un recuerdo del pasado. Los partidos decidieron llevar sus mítines de campaña a otros municipios limítrofes y en los programas en papel, que entregaban en mano o remitían por correo, figuraba una nota en cabecera de página que pedía: Por favor, no leer en voz alta.

Rafael Olivares

De Legazpi a Legazpi

El cambio de ubicación de la empresa en la que trabajaba Lucas alteró su vida por siempre. Todo empezó catorce años atrás, cuando la factoría -que le pillaba a diez minutos de casa- se trasladó al otro lado de la ciudad, por el distrito de Canillejas. Desde entonces tenía que tomar cada día el metro y hacer tres transbordos antes de llegar a su nuevo lugar de trabajo. El trayecto le llevaba no menos de una hora y cuarto y otro tanto la vuelta, ya anocheciendo.

No tardó Lucas en darse cuenta de la gran cantidad de usuarios del metro que ocupaban el tiempo leyendo. Observó que cada uno llevaba su propio libro y permanecía absorto en la lectura hasta que llegaba a su destino. “¿Y por qué no, yo también?” se preguntó un día. Aunque no era aficionado a los libros -le pareció recordar que su última lectura había tenido lugar en tiempos del Instituto, obligado por el programa-, no encontró mejor forma de ocupar esas dos horas y media diarias. Al tiempo que se distraía, se le harían más cortos los desplazamientos.

¿Y por dónde empezar?. Decidió hacerlo por aquel librito en cuya lectura había observado que coincidían varios viajeros: La Colmena. Sin duda una buena elección porque ¿qué era la red de transportes públicos de Madrid sino una inmensa colmena con un constante deambular de individuos entre celdas o estaciones?. Además recordaba haber visto al autor por la tele y le caía bien por su frescura y desparpajo.

A La Colmena siguieron más títulos del mismo autor y después de otros escritores que seleccionaba observando lo que leían los viajeros con los que compartía vagón. Los momentos de traslado se convirtieron en los más placenteros de cada jornada. Por otra parte, su abstracción en la lectura le aislaba del resto de viajeros y le evitaba tener que ceder el asiento a inválidos, mujeres o personas mayores.

Hace un año, su jubilación estuvo a punto de poner fin a tan gratificante hábito. Lucas pensó que ahora, que tenía más tiempo, podría dedicar más horas a la lectura en casa. Pero Nieves, su mujer, no había pensado lo mismo. Cuando Lucas, después de desayunar, se sentaba en el salón a leer, no tardaba Nieves en aparecer con la aspiradora pidiéndole que se cambiara de sitio. Si no tocaba limpieza tocaba compra y tenía que acompañarla al mercado, y cuando nada de eso ocurría, Nieves se sentaba a su lado y ponía la tele, con lo que Lucas no podía concentrarse en la lectura más de un minuto.

Decidió ir a la biblioteca del barrio pero el silencio absoluto de la sala de lectura le cohibía y tensionaba, hasta el punto de que no podía aguantar mucho tiempo en aquel lugar.

Tras pensarlo detenidamente, Lucas llegó a la conclusión de que el mejor lugar para disfrutar leyendo era el metro, y que para no verse interrumpido por el principio y final del trayecto, lo más adecuado era tomar la línea Circular que da vueltas sin fin todo el día en ambos sentidos.

Desde entonces Lucas sube todos los días en Legazpi, a veces en dirección a Pacífico y otras, por variar, a la contraria, hacia la Plaza Elíptica, y pasa varias horas leyendo con el trasfondo del traqueteo, de los pitidos de las paradas, del sonido de las puertas cuando se abren y se cierran, de los avisos de megafonía anunciando próximas estaciones, de los músicos mendicantes. Sólo el estómago, cuando reclama su sustento, es capaz de sacar a Lucas de su abstracción. Levanta la mirada para ver en qué estación se encuentra y calcula las que faltan hasta Legazpi para salir a comer o cenar en casa.

Quienes conocemos el caso de Lucas y utilizamos de vez en cuando la línea Circular, tratamos de descubrirlo observando a los pasajeros que van leyendo. Es imposible. Siempre hay no menos de 6 o 7 viajeros, de cierta edad, tan absortos en su lectura que en ningún momento alzan la vista por ver en qué estación se encuentran. Cuando abandonamos el vagón allí siguen, como petrificados, en el mismo asiento en que los encontramos.

Rafael Olivares

Intrusión nocturna

Un gozne mal untado de aceite, dejó oír de repente en aquella oscuridad, un crujido ronco y prolongado, que sacó de su leve sopor al Comendador.

Tras la agresión de días atrás por truhanes desconocidos, sin duda enviados por la envidia o el resentimiento, su estado de salud evolucionaba favorablemente. Esta razón y lo avanzado de la noche le impedían prever visita razonable alguna a esas horas.

Además, los otros habitantes de la casa, su sobrina Enmanuelle y el sirviente Bernard, habrían anticipado su llegada con un suave toque en la puerta o con un forzado golpe de tos para advertir de su presencia, como siempre hacían.

No se atrevió a abrir los ojos y a incorporarse para ver qué ocurría. Lo más prudente, ante esa intrusión extraña, sería fingir el sueño y evitar así una posible reacción violenta de quien se siente descubierto en flagrante delito.

Aguzó sus sentidos, en especial el oído, tratando de adivinar los movimientos e intenciones del intruso. Escuchó un chasquido seco y a continuación nada. Sin duda el extraño se movía con mucha cautela para evitar producir cualquier sonido que le delatase. Probablemente habría encontrado el pequeño arcón en el que guardaba objetos de cierto valor, no todos de procedencia confesable.

“Bang, bang, bang, bang”. Las campanadas del reloj de pared del salón, en la planta inferior, resonaron con un aparente mayor estruendo de lo habitual. A continuación el silencio más absoluto. El indeseado visitante habría quedado momentáneamente inmóvil por el impacto.

A los pocos minutos el Comendador percibió claramente un sonido que atribuyó a un movimiento de papeles. Quizás el interés del advenedizo radicaba en alguna de su correspondencia con prohombres de la Corte o de la Iglesia, que podría comprometer a terceras personas o a él mismo. Posiblemente la había localizado en los cajones del bargueño, donde confiadamente la guardaba sin cerradura ni impedimento alguno. Pensó en las terribles consecuencias de un uso malintencionado de aquellos escritos.

“Bang, bang, bang, bang, bang”. Cinco nuevos sonoros golpes subieron nítidos a la alcoba. Otra vez el silencio total. Luego, de nuevo, ruidos extraños que recordaban la presencia del foráneo. La idea de que el objeto del asalto podría ser su propia vida inquietó al Comendador. Se tranquilizó pensando que en tal caso ya habría procedido. No se justificaría tanta demora.

A pesar de la tensión, o quizás por ello mismo, llegó a adormilarse y a perder la noción del tiempo transcurrido hasta que, de nuevo, escuchó el crujido del gozne falto de engrase. Tal vez el extraño, conseguido su botín, se marchaba.

Se mantuvo aún en el lecho largo tiempo, temeroso de abrir los ojos, hasta que los sonidos externos a la casa -los trinos de los jilgueros, el canto de los gallos, el paso de los carruajes- camuflaron a los de dentro. Cautelosamente fue abriendo los ojos muy despacio, temiendo encontrar delante una figura al acecho. Cuando disipó esa amenaza se incorporó y recorrió con la mirada la estancia. Todo parecía en orden salvo unos papeles que la noche anterior tenía sobre el escritorio y ahora yacían esparcidos por el suelo. Miró a la puerta en el justo momento en que, por sí sola, viraba unos centímetros al son del chirrido de sus bisagras.

Salió a la antesala y descubrió las razones de su aciaga noche: un ventanuco abierto de par en par, una corriente de aire y una conciencia algo inquieta.

Rafael Olivares

Historias de ratones

Tengo un amigo que debe hacer un alto en el camino, pasar por el taller, y hacerse un poco de chapa y pintura. Quería enviarle muchos ánimos con un hermoso cuento.

y corrió
y corrió
hasta que sus zapatillas se desgastaron por completo.
Así que se quitó las zapatillas y caminó
y caminó

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Rebeldes con causa

A todos nos ha ocurrido alguna vez, y es muy probable que en más de una ocasión. Sin embargo, a pesar de lo sorprendente del suceso, nunca constituye tema de conversación entre familiares, amigos o compañeros de trabajo. Ni siquiera se conoce denuncia alguna al respecto. Pero el hecho es ¿dónde diantre se meten los calcetines que misteriosamente desaparecen después de haberlos echado a lavar, dejando solos a sus pares?.

Se sabe que en cuanto se descubre la ausencia, en el momento de poner la colada a secar, se mira en el tambor de la lavadora por si hubiera quedado en su fondo. Revisión infructuosa. No sólo no está sino que el cilindro rotatorio no presenta ningún resquicio por el que pudiera haberse escabullido la prenda. Lo que se suele hacer a continuación es rastrear el corto trayecto entre la máquina y el cesto de la ropa sucia, quizás se cayó durante su traslado. Comprobación inútil. Por último se ojea minuciosamente el cesto de mimbre, incluso en el reverso de su tapadera, ante la posibilidad de que se hubiera enganchado en alguna de las hebras. Tampoco nada.

Sin más pesquisas que realizar se guarda el calcetín sobreviviente en espera de que en cualquier momento aparezca su pareja. No hay noticias de que esto haya ocurrido jamás.

Ante la evidencia empírica del extraño suceso, se constituyó un grupo multidisciplinar de científicos, en el que había desde físicos nucleares hasta parasicólogos, para investigar sobre el asunto. Lo primero que hicieron fue tratar de dimensionar geográficamente la magnitud del fenómeno y aunque estimaron que su alcance era mundial, detectaron determinados países de Asia y África en que la incidencia era muy baja. También es cierto, como poco después descubrieron, que en esos mismos países no se usan mucho las lavadoras y que sus habitantes suelen andar descalzos todo el día.

Hoy, tres años después del inicio de sus trabajos, el grupo de investigadores ha presentado sus primeras conclusiones, y son estas: los calcetines son seres (no se pronuncian sobre si vivos o en letargo) y como tales con sentimientos. Estos seres son los únicos a los que el sistema condena desde su nacimiento a compartir toda su vida con una misma pareja e idéntica a sí mismo. “Obsérvese que ni siquiera en la especie humana se impone tal exigencia a los hermanos siameses, para los que se buscan intervenciones quirúrgicas que los independicen” dijo el Director del equipo científico, añadiendo que “sólo calcetines con complejo de Narciso pueden sobrellevar la situación al comportarse como si llevaran siempre un espejo al lado”.

Naturalmente, concluyen los investigadores, calcetines sin ese complejo y con marcada personalidad, sienten la frustración de una identidad compartida y de un destino desilusionante y, antes de caer en la depresión, optan por la huída hacia la búsqueda de la diversidad, del conocimiento de otros calcetines más altos o más cortos, de otros colores, de otros dibujos, de otras texturas, …. Los científicos mantienen la teoría de que existe la Gran Ciudad de los Calcetines en la que se refugian todos los que han conseguido desertar de su destino. Ahora trabajan en averiguar la localización de esa gran ciudad y el modo en que consiguen llegar a ella.

La investigación continúa.

Rafael Olivares